viernes, 29 de septiembre de 2017

Todos somos aporófobos


 

El ensayo de Adela Cortina que acabo de leer lleva un título bien extraño: Aporofobia. El término lo utilizó por primera vez la propia autora en 1995 y poco a poco se ha ido abriendo camino, hasta el punto de que el Ministerio del Interior utiliza el término para ciertos delitos de odio. Aporofobia en una palabra compuesta de ‘aporos’, pobre, y ‘fobia’, temor. La aporofobia sería el odio, la repugnancia u hostilidad ante el pobre, el sin recursos, el desamparado.


El ensayo de esta prestigiosa docente de la Universidad de Valencia parte de la idea de que es cierto que hay muchos xenófobos, pero aporófobos lo somos casi todos. No nos asustan ni sentimos desprecio por los extranjeros que vienen a visitar nuestras playas y monumentos, no sentimos desprecio hacia los jugadores negros del Barça o del Madrid. No sentimos desprecio hacia los jeques musulmanes árabes que atracan sus imponentes yates en Puerto Banús. Lo que sentimos es desprecio y aversión hacia los extranjeros pobres, los que saltan la valla de Melilla o llegan en patera. Lo que sentimos es aversión hacia los negros sin recursos. Lo que sentimos es aversión a los musulmanes migrantes de nuestros barrios más humildes.

El libro intenta buscar las razones de esta lacra, de esta patología social que conviene nombrar y diagnosticar.

Cortina cree que en el fondo cuando damos algo, esperamos un retorno, una recompensa, una contrapartida. Este retorno no puede producirse cuando la otra parte no tiene recursos materiales. Entonces, instintivamente, hay un rechazo puesto que el otro nada puede proporcionarnos. El sistema de favores, que es hábito común en la sociedad, se rompe ante las personas pobres. Parece que biológicamente nuestro cerebro está preparado para sentir una empatía hacia el fuerte, el sano, el que puede venir en nuestra ayuda, para protegernos a nosotros o a los que son de nuestra propia tribu, pero al mismo tiempo, parece que nuestro cerebro rechaza lo que nos molesta y perturba, así que cuando advertimos que alguien nos puede traer problemas porque necesita de nuestra ayuda, tratamos de apartarlo de nuestras vidas. Sabemos, así, que nuestro cerebro es, sobre todo, aporófobo, aunque también esté diseñado para la compasión y para la cooperación.

El final del libro plantea interrogantes muy serios y preguntas inquietantes: ¿Podemos pensar en una ‘biomejora’, es decir, en mejorar nuestro cerebro, con distintas intervenciones o sustancias, para disminuir nuestra aversión a los pobres?

 

 

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