El ensayo de Adela Cortina que acabo
de leer lleva un título bien extraño: Aporofobia. El término lo utilizó por
primera vez la propia autora en 1995 y poco a poco se ha ido abriendo camino,
hasta el punto de que el Ministerio del Interior utiliza el término para
ciertos delitos de odio. Aporofobia en una palabra compuesta de ‘aporos’,
pobre, y ‘fobia’, temor. La aporofobia sería el odio, la repugnancia u
hostilidad ante el pobre, el sin recursos, el desamparado.
El ensayo de esta prestigiosa
docente de la Universidad de Valencia parte de la idea de que es cierto que hay
muchos xenófobos, pero aporófobos lo somos casi todos. No nos asustan ni
sentimos desprecio por los extranjeros que vienen a visitar nuestras playas y
monumentos, no sentimos desprecio hacia los jugadores negros del Barça o del
Madrid. No sentimos desprecio hacia los jeques musulmanes árabes que atracan
sus imponentes yates en Puerto Banús. Lo que sentimos es desprecio y aversión
hacia los extranjeros pobres, los que saltan la valla de Melilla o llegan en
patera. Lo que sentimos es aversión hacia los negros sin recursos. Lo que
sentimos es aversión a los musulmanes migrantes de nuestros barrios más
humildes.
El libro intenta buscar las razones
de esta lacra, de esta patología social que conviene nombrar y diagnosticar.
Cortina cree que en el fondo cuando
damos algo, esperamos un retorno, una recompensa, una contrapartida. Este
retorno no puede producirse cuando la otra parte no tiene recursos materiales.
Entonces, instintivamente, hay un rechazo puesto que el otro nada puede
proporcionarnos. El sistema de favores, que es hábito común en la sociedad, se
rompe ante las personas pobres. Parece que biológicamente nuestro cerebro está
preparado para sentir una empatía hacia el fuerte, el sano, el que puede venir
en nuestra ayuda, para protegernos a nosotros o a los que son de nuestra propia
tribu, pero al mismo tiempo, parece que nuestro cerebro rechaza lo que nos
molesta y perturba, así que cuando advertimos que alguien nos puede traer
problemas porque necesita de nuestra ayuda, tratamos de apartarlo de nuestras
vidas. Sabemos, así, que nuestro cerebro es, sobre todo, aporófobo, aunque
también esté diseñado para la compasión y para la cooperación.
El final del libro plantea
interrogantes muy serios y preguntas inquietantes: ¿Podemos pensar en una ‘biomejora’,
es decir, en mejorar nuestro cerebro, con distintas intervenciones o
sustancias, para disminuir nuestra aversión a los pobres?
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