Una imagen desoladora de
esta nación nuestra, con cielos humeantes y campos ardiendo en medio de
temperaturas achicharrantes. No es nada nuevo. Aunque la magnitud y la
coincidencia de tantos fuegos, ciertamente nos ofrece una imagen apocalíptica.
Fuegos aquí y allá. El sonido estridente de las sirenas de los bomberos. El
paso veloz de la maquinaria de la UME. Los tractores y arados desperdigados por
todos los caminos parcelarios. Rostros de desolación de los agentes forestales.
Infatigables soldados del Ejército. Miles de voluntarios con sus azadas.
Agricultores arando precipitadamente las tierras en un intento de que sirva de cortafuegos.
Gentes desesperadas que pierden sus cultivos, sus ganados e incluso sus casas. Habitantes
de pequeños pueblos desalojados de sus hogares…
En este país nuestro, muy
dado a los gritos y poco dado a los argumentos… sería útil hacer un ejercicio
de reflexión y un intento de buscar las
razones de este desastre humano y medioambiental. Y también las maneras más
razonables de gestionarlo.
Uno. Incapacidad general para trabajar juntos. Incapacidad para
reconocer las ideas buenas o las acciones meritorias del otro, simplemente
porque no es de los míos. Incapacidad para hacer autocrítica y soberbia para
enrocarnos en nuestro punto de vista. Probablemente tenemos ya la mirada llena
de cataratas que nos impide ver con claridad el punto de vista del otro o, al
menos, las bondades de su obrar. Cómo sería de agradecer que en momentos de
grandes males, todos a una, codo con codo, nos pusiésemos a trabajar por el
bien común, por las víctimas y por los que en un momento han sido azotados por
la tragedia. La mediocridad y la soberbia se han instalado en la casta
política. Por un lado, un cainismo ibérico del peor género saca cuchillos y
navajas para atacar al contrario. Por otro lado, un servilismo denigrante
aplaude una y otra vez a la tribu de mi color, cometa los errores que cometa.
Los políticos han conseguido sacar lo peor del alma hispana: convertirnos en
insultadores profesionales del que tenemos enfrente. Y en palmeros mecánicos
del color de mi grupo.
Dos. Exigir a los
políticos lo que nos exigimos a nosotros. Un país de expertos y de sabelotodo,
siempre con soluciones fáciles a mano. En las mismísimas fechas en las que
media España lloraba por los fuegos, o tenía que huir apresuradamente de ellos,
o perdía tierras y ganados, la otra media celebraba con gran jolgorio y
alboroto, ruido y estruendo las fiestas patronales. Las charangas coincidían
con las sirenas de los bomberos. Y los encierros coincidían con los animales
acorralados del bosque. No lo olvidemos. Era una situación kafkiana. Si sólo un
mes antes se hubiera consultado a los ciudadanos qué querían: festejos o medios
para atajar los incendios, ¿qué pensáis que hubiera sido el resultado? ¿Ha
habido algún ayuntamiento que ha recortado en festejos para dedicar esos
dineros a prevención de catástrofes, incendios o tormentas?
Nos indignamos mucho ante las catástrofes,
ponemos el grito en el cielo, pero quizás debemos preguntarnos en qué queremos
que se gasten nuestros impuestos, cómo queremos repartir la riqueza nacional,
que nunca es infinita. Estamos en un tiempo de populismos en auge. Una de las
características del populismo es repartir gratuitamente bienes no necesarios para
dar palmaditas a los ciudadanos, congratularse con ellos y, de paso, ganar un
puñado de votos. ¿Qué son sino tanto bono joven, tantos bonos de transporte
gratuito, tantas subvenciones, subsidios y ayudas por no hacer nada? ¿Es
necesario ir del pueblo a la capital en bus gratis a tomarse un café o comprar
una camiseta? ¿Es necesario ir a Madrid o a Barcelona a pasar la tarde o hacer compras
por un precio irrisorio en el tren? ¿Es necesario organizar conciertos gratuitos
de cantantes con cachés millonarios en cada Plaza Mayor de nuestras ciudades? Y
así tantas cosas. Nos quejamos cuando las listas de espera para el médico son
muy largas o cuando los libros escolares son muy caros. Y con razón. Pero, como
sociedad, tenemos que hacer un serio discernimiento: distinguir
cuáles son las cosas necesarias y cuáles son los caprichos. Qué es lo
importante y qué es lo superfluo. En el fondo, los políticos ofrecen al pueblo -o
al populacho- lo que quiere y desea: pan y circo.
Tercero. El pueblo salva
al pueblo. Las gentes sencillas, en su generosidad y en su sentido de la compasión,
son las que verdaderamente apagan estos incendios y toda clase de incendios.
Las gentes son las que han llevado colchones y toallas hacia los polideportivos,
para que los soldados y los bomberos, trabajando en condiciones infrahumanas, pudieran
descansar unas horas. Las gentes son las que han ofrecido botellas de agua,
alimentos, las duchas de sus casas, un abrazo y unas lágrimas de gratitud. Las
gentes del campo, con sus tractores y sus arados, han llegado por carreteras y
caminos parcelarios, para intentar abrir cortafuegos (esos mismos agricultores
a los que hace no mucho tiempo, distintos sectores calificaron de delincuentes
porque ocupaban las vías públicas en sus manifestaciones). Las gentes del
ejército o de las fuerzas de seguridad, con su disciplina y su espíritu de
sacrificio, han acudido a muchos lugares de España, con escasez de recursos y
medios, a echar una mano allí donde era necesario. Los vecinos han luchado codo
con codo para salvar lo salvable de estos pavorosos incendios.
Y debemos acabar con una
pregunta: ¿Aprenderemos algo? Cada vez que se repite una catástrofe,
las promesas de inversiones millonarias, las palabras grandilocuentes, son el
pan nuestro de cada día. Pero el viento se lleva los discursos, y la memoria
corta de los ciudadanos hace el resto. Sí se tiene la sensación de que la
prevención de catástrofes funciona bastante mal, ya sea la limpieza de los
bosques en el caso de los incendios, o la limpieza de los barrancos, en el caso
de las tormentas. La coordinación entre Gobierno central y Comunidades es
bastante caótico. ¿Se trata a todas las Comunidades por igual o hay regiones de
primera y de segunda? Una vez más, nos damos cuenta de que, ante catástrofes de
una cierta magnitud, la colaboración institucional debe funcionar desde el
minuto cero, dejando el debate y la polémica para el momento en que los muertos
estén enterrados, los fuegos apagados, los bosques regenerados y las
indemnizaciones distribuidas.
Si no aprendemos nada de
estos fuegos y de esta manera de actuar tan rastrera, seguiremos teniendo más
fuego, más ceniza, más pérdidas humanas, animales o vegetales. Todo será
inútil. En una catástrofe, las lenguas tienen que callar. Sólo pueden funcionar
las cabezas y los corazones.
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