jueves, 6 de octubre de 2022

Los vencejos, de Fernando Aramburu


             Uno de los propósitos en el avión de vuelta a Madrid desde Accra, hace ahora casi un cuarto de siglo, fue dejar de comprar libros. No de leerlos, claro. Desde entonces, las bibliotecas públicas me han suministrado casi todas mis lecturas. Es más, en alguna ocasión han aceptado mi sugerencia para adquirir un nuevo libro. Es verdad que todavía cometo algún pecado venial, al no resistirme a la tentación de comprar un libro. Cuando J. me ve llegar con nuevos libros, siempre me recuerda, entre bromas, mi propósito. Sin embargo él a menudo aparece con un libro envuelto de papel de regalo. En los días previos a las vacaciones, llegó con Los vencejos, de Fernando Aramburu, una lectura que yo tenía en la lista de espera. Con la novela Patria, Fernando Aramburu se convirtió en un escritor mayor en lengua española.

            Los vencejos no desmienten este último elogio. Creo que el mayor acierto de esta novela de 700 páginas (que no asusten a nadie, por favor) es retratar muy bien nuestra época de desconcierto, confusión, inseguridades, frustraciones y cansancio vital. O por resumirlo en una palabra: hastío.

            El libro se inicia en el momento en que un hombre corriente y vulgar, profesor de filosofía de secundaria, Toni, decide fijar la fecha para acabar con su vida: el 31 de julio de 2019, o sea, justo doce meses después de tomar la decisión. No es un hombre desesperado ni sufre trastornos mentales. Es un hombre indiferente, al que la vida le pesa, no por un motivo particular ni por una razón poderosa. Toni pone fecha a su muerte, y a partir de ahí, inicia a escribir un diario sincero y sin paños calientes. En las 365 entradas que Toni escribe nos va sirviendo la crónica de su día a día, pero también los recuerdos de una vida, parecida a tantas vidas, y por eso ‘ejemplar’. Las peripecias, chungas, degradantes, risueñas, eróticas, mezquinas, altruistas, ramplonas, humillantes, vergonzantes, desternillantes…se suceden y el desencanto turbio y confuso de vivir también. Y, así, el diario nos va presentando esas otras vidas que se han cruzado con la suya: sus padres, su mujer, su hijo único, su mejor amigo, su exnovia reencontrada, algún compañero de trabajo y su perra.

            Poco a poco, como en un rompecabezas, el lector va conociendo al  futuro suicida, y sus recuerdos almacenados en la cabeza, el corazón o la bragueta a lo largo de cincuenta y pico años. Y, a la vez que conocemos la trayectoria existencial de Toni, bastante banal, vamos conociendo esta sociedad nuestra que nos ha tocado vivir. Nada hay seguro ni duradero en esta época. Las personas van de acá para allá buscando un sentido a la vida, una felicidad en mil experiencias distintas. Pero la dicha esperada no llega, y, en su lugar, aparece e cansancio de vivir, el agotamiento existencial, el afán de nihilismo, la frustración provocada por esos sueños que no se cumplen, por ejemplo, el hijo sobre el que tantas ilusiones se había hecho el propio Toni, y que se van desinflando a medida que Nikita crece y no es, ni por asomo, como su progenitor había soñado. Pero también el amor, que confundimos con los efluvios eróticos de los primeros tiempos, los viajes románticos y la carne joven, pero cuando el tiempo pasa, el desamor llega puntualmente y se convierte en una pesadilla (basta ver las cifras de divorcios y cómo el ser más amado pasa a convertirse en el ser más odiado, el que más nos hace sufrir). También las difíciles relaciones con los padres y con los hermanos son una muestra de nuestras familias cada día más desestructuradas, fuente continua de conflictos. La casa convertida en “nido de víboras”, como nos había dicho François Mauriac. El sexo, al que una sociedad pansexualizada atribuye altísimas expectativas de felicidad, y que no tarda mucho en diluirse en desencanto y frialdad. Un sexo que va pasando de la pareja al burdel y de éste a la muñeca hinchable. Sexo banal, venal, exento de ternura y compromiso.

Al acabar la novela se tiene la sensación de que todos los temas de nuestro tiempo están ahí. Las trifulcas políticas y la confrontación. A abuelos comunistas les suceden nietos que se tatúan la esvástica. A padres santurrones les nacen hijos que no pisan la iglesia y que se niegan a bautizar a sus hijos. Los padres, laboralmente exitosos, son incapaces de educar a sus hijos. A veces se tiene la sensación de que Aramburu, buen oyente, buen lector, ha escuchado las noticias o ha leído los periódicos y todo ello le ha servido de humus de donde ha surgido una contundente novela sobre nuestra historia más reciente. La vida va por ahí repartiendo maltratos, mobbing escolar, ideologías, fracasos amorosos, okupas, familias rotas, borracheras y desequilibrios mentales varios. El “futuro suicida” describe sin tapujos y sin piedad a sus congéneres, empezando por su padre, su mujer, su hijo, su exnovia o su mejor amigo (al que durante toda la novela le nombra con un apodo insultante) y sobre todo a sí mismo. Pero también es capaz de quitar hierro a las situaciones calamitosas y, como cualquier indiferente, ver el lado jocoso y cómico de la existencia. Por ello, a lo largo de la novela, el lector se identifica, bien con Amalia, bien con Toni, con Nikita, con Raulito, con Águeda, o con el amigo.

La novela, sobre todo, nos habla de un hombre vacío, cansado, hastiado, frustrado. Un hombre al que la vida le ha decepcionado totalmente: desde sus padres, sus compañeros de trabajo en un instituto, hasta su papel como padre o como marido, sus relaciones sexuales, o la filosofía que enseña. La compañía de sus congéneres saca de quicio a Toni, aunque, al mismo tiempo, no puede pasar un día sin buscar un vino compartido con su amigo o acostumbrarse a la dulce verborrea de su bondadosa ex novia.

La perra Pepa es la única referencia a la ternura y a la compañía que todo ser humano reclama y exige como una súplica desesperada. Y también este punto refleja, con toda su fuerza poética o su sociología demoledora, nuestro mundo, donde tantos y tantos ciudadanos cuidan más y mejor a sus mascotas que a sus padres. Donde tantos y tantos solitarios encuentran en la compañía de un chucho un poco de humanidad y de compañía, que no pueden o no saben hallar en el trato con su propia familia, con sus amigos o compañeros. Ese ‘amor’ a los animales en un tiempo de ‘desamor’ a los propios humanos no es uno de los temas menores de este libro.

No contaré nada más, pero así son las primeras líneas correspondientes al 1 de agosto de 2018: “Llega un día en que uno, por muy torpe que sea, empieza a comprender ciertas cosas. A mí me ocurrió mediada la adolescencia, quizá un poco más tarde, pues fui un muchacho de desarrollo lento…”

Los vencejos no paran de volar. Comen, copulan e incluso duermen durante el vuelo. Y solo se posan cuando entran o salen del nido donde incuban y alimentan a sus crías. Pasan los inviernos en África y los veranos en Europa. Pueden parecer aves corrientes, vulgares, pero tienen una característica única: no paran de volar. Los vencejos son para el escritor una imagen poética para acompañar al ser humano en tiempos de hastío, desazón, aburrimiento  y sinsentido.





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