sábado, 13 de enero de 2024

Bendición a los “irregulares”

 


En Roma o en el avión que le llevaba de viaje, el Papa Francisco dejaba caer aquí allá, aunque siempre con diplomacia de sotana, su postura a favor de la acogida pastoral a los homosexuales y a las parejas ‘irregulares” en el seno de la Iglesia Católica. Finalmente, el pasado 18 de diciembre el Dicasterio para la Doctrina de la Fe publicó la Declaración Fiducia suplicans sobre el valor de la bendición, que incluía a los divorciados vueltos a casar y a las parejas del mismo sexo. Los eclesiásticos y medios de comunicación afines a Francisco lanzaron la noticia a toda página. Los anti-Francisco pusieron el grito en el cielo y se rasgaron las vestiduras. Muchos episcopados nacionales optaron por un gélido silencio. Otros muchos, en franca desobediencia, dijeron claramente que no lo aplicarían. Y los grupos a los que, supuestamente, iba dirigido el documento (es decir, divorciados vueltos a casar y parejas del mismo sexo), lo recibieron con absoluta indiferencia.

El breve texto de Fiducia suplicans da vueltas y revueltas entre un buenismo moderno, de color arcoíris, y  un gatopardismo de “es preciso que todo cambie para que todo permanezca igual”. En el fondo, al documento se le podría comparar con el caramelo de barro envuelto en papel de colorines: un “sí, pero no, aunque, sin embargo, mientras que, por el contrario…”. Es decir, un empate técnico entre dos tendencias enfrentadas en el orbe católico.  

Se pueden leer expresiones como “son inadmisibles ritos y oraciones que puedan crear confusión entre lo que es constitutivo del matrimonio”. O también. “La Iglesia (…) no tiene potestad para conferir su bendición litúrgica cuando ésta, de alguna manera, puede ofrecer una forma de legitimidad moral a una unión que presume de ser un matrimonio o a una práctica sexual extramatrimonial”. Ante tantos ‘peros’ se tiene la sensación de “bendiciones sí, pero a oscuras y a escondidas, para que nadie vea nada”. Para unos esta bendición es raquítica; para otros, intolerable. Unos piensan que responde al deseo del Papa de que la ternura de Dios alcance a todos, todos, todos. Otros creen que es un guiño al espíritu del tiempo y un reclamo de popularidad en tiempos de pérdida de masas. Lo cierto es que este documento se ha convertido en piedra de escándalo, pues ha ahondado aún más la fragmentación de la Iglesia Católica, y  ha obligado al propio Vaticano a dar marcha atrás y a aceptar que muchos obispos no apliquen la Declaración en sus respectivos territorios (algo que suele ocurrir muy pocas veces con los documentos papales).

A uno le deja perplejo esa manía de muchos monseñores por enmendar la plana al mismo Cristo y hablar en su nombre sobre cualquier tema. Y me deja aún más perplejo saber que la bendición a los ‘irregulares’ vaya a depender del territorio donde uno viva. ¡Pobre Dios que debe bendecir con entusiasmo a los irregulares belgas o alemanes! ¡Pobre Dios que debe abstenerse de bendecir a los ‘irregulares’ de regiones o provincias de América o Europa! ¡Pobre Dios que debe seguir ‘maldiciendo’ a los ‘irregulares” africanos (los obispos de este continente no sólo se han negado, sino que en muchas ocasiones no han levantado un dedo cuando algunos gobiernos de sus países aprobaban leyes implacables contra los gays, como es el caso de Uganda).

Yo, la verdad sea dicha, soy bastante indiferente a esta cuestión de las bendiciones ‘autorizadas’.  Algo me dice que esta Declaración vaticana no es sincera del todo. ¿Ha sido el fruto de una conversión evangélica en la Iglesia, o ‘las migajas’ que se arrojan a los pajarillos, al acabar la merienda y sacudir el mantel?

Siempre he desconfiado de quienes apuestan por los caballos ganadores (en este momento la bandera lgtbiq+ lo es en Occidente), y de repente se hacen los más modernos de la tribu. En esta Europa nuestra, hubiera sido muy valiente que hace unos cuantos años un cura hubiera defendido desde el púlpito al ‘mariquita’ del pueblo al que hacían la vida imposible, o que un obispo abrazase a divorciados vueltos a casar a los que hacían en vacío en la propia parroquia?.  

            Por otro lado, no sé cuántos matrimonios irregulares o cuantas parejas del mismo sexo han acelerado el paso para ‘suplicar una bendición’ eclesiástica, nada más conocer el documento vaticano. No creo equivocarme si digo que unos y otros hace ya muchos años que están en el ‘atrio de los gentiles’ o “en los umbrales de las iglesias”, como bellamente había dicho Simone Weil.

            En nombre de Dios se bendicen las casas, las fábricas, los coches, los souvenirs de los negocios, las figuras de barro, los ejércitos que van a la guerra, y hasta los perros y los gatos… ¿era mucho pedir que se bendijese abiertamente también a todos los seres humanos “irregulares”?

            ¿Es difícil entender que Dios nos bendice cada vez que hacemos más fácil la vida a los demás, cuando sentimos compasión por los que sufren, compartimos nuestros bienes con los pobres y a nuestro alrededor somos capaces de crear un hogar y un pequeño edén? ¿Es difícil entender que Dios nos ‘maldice’ cada vez que nos mostramos vengativos, cuando mentimos para sacar provecho, cuando nos enriquecemos a costa de los demás, cuando con nuestra maledicencia hundimos vidas ajenas, cuando maltratamos, herimos o matamos aunque sea una pequeña ilusión?

            Dios, gracias a Dios, (así me ha parecido leer en el Evangelio), sólo mira el corazón, su ternura, su compasión, su perdón y su alegría. Dios mira nuestras obras y los sentires que brotan del corazón humano. Quien cuida al padre enfermo, quien hace la compra al emigrante, quien habla bien de todos, quien es honesto en el trabajo, quien lucha por el bien común, quien, en definitiva, ama, independientemente de que sea un hombre o una mujer, un hetero o un gay, un casado o un divorciado, un creyente o un agnóstico, un joven o un viejo, un portorriqueño o un holandés… Dios solo mira nuestro corazón, y nunca nuestra bragueta. Así es Dios. Y así es, aun cuando todos los obispos y los sínodos del mundo digan lo contrario.

            A los 15 años aprendí de memoria (en francés se dice aprender ‘par coeur’, es decir, de corazón) las últimas palabras del gran escritor Víctor Hugo, poca antes de morir: “Lego cincuenta mil francos a los necesitados. Deseo ser llevado al cementerio en el carro fúnebre de los pobres. Rehúso la oración de todas las iglesias. Suplico una oración a todas las almas. Creo en Dios”. 

            Y esto mismo valdría también para las bendiciones. Solo cabe esperar que a todos vosotros, a cada uno, vuestra familia, vuestros amigos y las personas de buen corazón que os rodean, os bendigan a manos llenas y a corazones rebosantes.












10 comentarios:

  1. Qué bien expresado, Juan! Coincido en mucho con lonque dices. Gracias.

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  2. Yo te bendigo, aunque no tenga potestad para bendecir.

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    1. No sé quién eres. Pero acepto encantado tu bendición. Por mi parte, te bendigo y te abrazo

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  3. Como siempre mostrando la verdad más allá de lo que muchos quieren encauzarnos enfrentando ,los UNO a los OTROS. YO TE BENDIGO

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    1. No sé quién eres. Pero siempre es una bendición sentirse bendecido

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  4. Comparto cada una de tus palabras. Gracias por tu valentía al expresarlas y tan bien expresadas. Él nos ama y nos abraza sin etiquetas. Y ese amor es regalo y bendición. Así es Dios, aunque obispos y los sínodos digan lo contrario.

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  5. Bien expresado. Intuyo que con gran acierto en todo lo dicho.

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