martes, 21 de diciembre de 2021

La adoración de los pastores, de Maíno

A finales de mayo de 1977 entré por primera vez en el Museo del Prado, en el marco de la excursión organizada por la profesora de arte de COU. Al lado de mi inseparable compañero y compaisano Alfonso Martínez seguí las explicaciones de la profesora sobre lo que ella consideraba la selección imprescindible de la Colección. Cuando terminó el recorrido, nos dejó una hora para que deambulásemos por el Museo libremente. Fue entonces cuando vi este cuadro. Lo reconocí porque lo había visto antes en un calendario y en una postal navideña: La adoración de los pastores, de Maíno. Verlo de cerca, con sus considerables dimensiones, me impresionó. Desde entonces, rara es la vez que paso por el Prado y no me acerque a verlo.

Esta pintura formaba parte del retablo de la iglesia conventual de San Pedro Mártir en la ciudad de Toledo. Fue precisamente cuando trabajaba en este retablo llamado de las “Cuatro Pascuas” (Natividad, Epifanía, Resurrección y Pentecostés) cuando decidió su ingresó en la orden dominica, exactamente en 1613.

Francisco Maíno había nacido en la villa de Pastrana (Guadalajara) en 1581. Siendo joven pudo viajar a Madrid, y de allí pasó a Roma donde asimilaría, con gran provecho, la pintura de los grandes genios del momento: Caravaggio, Tintoretto o Gentilleschi. En Toledo, conocería la obra de El Greco.

¿Por qué me gusta esta Adoración de los Pastores? Básicamente, porque todos los personajes que aparecen en el lienzo (314 x 174 cm) no son ‘divinos’, sino ‘humanos’. Tan humanos que parecen vecinos de un pueblo cualquiera a los que se ha retratado en el lienzo. Si acercamos por un momento nuestra mirada al ángel más próximo al ‘Misterio’, descubrimos que tiene el rostro de cualquier chico aldeano. Sus facciones y el color de su cara las ha esculpido la torradera de verano y la heladura de invierno. Y esa forma de sonreír es propia de cualquier pillastre hijo de campesino.

Podemos dividir el cuadro en dos escenas. En la franja superior, el mundo celestial, con tres ángeles que asisten -felices espectadores suspendidos en pétreas nubes- al episodio de la adoración. En la franja inferior, un pesebre destartalado y pobre da refugio a la Sagrada Familia. Entre ambas franjas aparece un templo de factura clásica grecorromana pero en ruinas. El mundo antiguo -parece decirnos Maíno- es pura ruina. El mundo antiguo ya ha pasado. Y el mundo nuevo acaba de dar su primer vagido. Todo es vida y luz en ese Niño que lo inaugura. Al fondo, podemos observar unos colores crepusculares que envuelven la escena en un suave silencio.

El número tres se repite varias veces en el cuadro. Tres son los ángeles que forman el coro celestial. Tres las personas del Misterio: María, José y Jesús. Tres los pastores y tres los animales que acompañan a los pastores: un perro, una cabra y un cordero.  

María, de rodillas, junta sus manos en actitud de oración, como si ella fuera la primera en comprender que está ante su Dios y Señor. Lleva los cabellos al descubierto, algo bastante insólito. Solamente una cinta blanca, de inspiración griega, adorna su cabeza. Con gesto de gran ternura, como cualquier padre de este mundo, José toma el bracito del Niño y lo besa. Jesús mira a José amorosamente. Es una escena poco habitual en este tipo de pinturas. Envuelto en una amplia sábana blanca, el cuerpecillo del Niño reposa sobre unas pajas que aún conservan las espigas, alusión a la futura eucaristía. La luz envuelve al Infante y, a su vez, Él proyecta la luz a toda la escena. El buey y la mula, detrás del pesebre, miran embelesados, se diría que con ojos humanos, la Natividad del Señor.

Ni los evangelios canónicos ni los apócrifos nos dicen nada del número de pastores que se acercaron a adorar, pero por analogía con los Reyes Magos, los artistas han pintado casi siempre a tres. Cada uno de los pastores está representado en una edad distinta: la juventud, la madurez, la senectud. El más joven aparece sentado en el suelo, tocando una chirimía, absolutamente concentrado en el acto de ofrecer su música pastoril a Jesús. Tanto él como su compañero conservan en las plantas de los pies las marcas del camino recorrido para llegar a la gruta de Belén.

El pastor de mayor edad, rodilla en tierra, está situado justo delante del Niño. El pelo canoso, la frente llena de arrugas, la barba de varios días, los piales en sus pies, la mano en el corazón, el brazo agarrando con firmeza los cuernos de una cabra indómita, mira absorto al recién nacido. Pocas veces la pintura ha reflejado tan bien la alegría plena y el gozo desbordante de un hombre ante un niño. Solo tiene ojos para él.

Un personaje nos deja perplejos: el tercer pastor. De espaldas al Niño, casi recostado en el suelo, ¿está llorando y no quiere mostrar sus lágrimas? ¿Se considera indigno de mirar de frente al Salvador? Con el torso desnudo, la cabeza gacha, el rostro pensativo, los pies sucios, sujeta con una mano un corderillo que ha traído como ofrenda. Ese cordero, en su inocencia y pureza, representa a Cristo, cordero inmolado, Agnus Dei, anticipación poética de la Pasión. Ester tercer pastor es, ciertamente, un personaje enigmático. ¿Lo ha colocado el pintor en esa contorsionada postura para demostrar su maestría en el dibujo de la espalda desnuda? ¿Ha querido simbolizar a quienes, aun teniendo a un palmo de sus narices a Cristo, son incapaces de verlo? En todo caso, este pastor pone una nota de misterio y de inquietud a la escena.

 Sea como fuere, fray Francisco Maíno, de la orden de Santo Domingo, ha sabido crear, con un dibujo potente, con la monumental escultórica de las figuras, con los contrastes lumínicos, con preciosos ocres, amarillos, azules cobaltos y bermellones, una Adoración de los Pastores que, después de vista una vez, no se olvida nunca. Tal y como nos cuenta el evangelista Lucas, ellos cuidaban a sus rebaños en la región, oyeron la voz de los ángeles, creyeron el mensaje, dejaron sus ovejas, se pusieron en camino, tomaron algunos presentes de lo que tenían, llegaron donde estaban María, José y el Niños. Reconocieron al Señor en la frágil carne de un recién nacido. Y se alegraron. Y lo adoraron.

Ninguna religión ha inventado unos principios tan humildes para hablar del nacimiento de su dios. “No encontraron sitio en la posada” está en el origen de Jesús y del cristianismo. La casa de Jesús estará siempre a la intemperie, como en la hermosa escena que estamos comentando. Tres pastorcillos, también a la intemperie, son los primeros creyentes, los primeros en confiar. Por todo ello, no me extraña que este lienzo de Maíno, por su inmensa verdad y su fulgurante belleza, siga deslumbrando a los visitantes que cada día entran en el Museo del Prado.

 











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