A finales de mayo de 1977 entré por primera vez
en el Museo del Prado, en el marco de la excursión organizada por la profesora
de arte de COU. Al lado de mi inseparable compañero y compaisano Alfonso
Martínez seguí las explicaciones de la profesora sobre lo que ella consideraba
la selección imprescindible de la Colección. Cuando terminó el recorrido, nos
dejó una hora para que deambulásemos por el Museo libremente. Fue entonces
cuando vi este cuadro. Lo reconocí porque lo había visto antes en un calendario
y en una postal navideña: La adoración de los pastores, de Maíno. Verlo
de cerca, con sus considerables dimensiones, me impresionó. Desde entonces,
rara es la vez que paso por el Prado y no me acerque a verlo.
Esta pintura formaba parte del retablo de la
iglesia conventual de San Pedro Mártir en la ciudad de Toledo. Fue
precisamente cuando trabajaba en este retablo llamado de las “Cuatro Pascuas”
(Natividad, Epifanía, Resurrección y Pentecostés) cuando decidió su ingresó en
la orden dominica, exactamente en 1613.
Francisco Maíno había nacido
en la villa de Pastrana (Guadalajara) en 1581. Siendo joven pudo viajar a
Madrid, y de allí pasó a Roma donde asimilaría, con gran provecho, la pintura
de los grandes genios del momento: Caravaggio, Tintoretto o Gentilleschi.
En Toledo, conocería la obra de El Greco.
¿Por qué me gusta esta Adoración de los
Pastores? Básicamente, porque todos los personajes que aparecen en el
lienzo (314 x 174 cm) no son ‘divinos’, sino ‘humanos’. Tan humanos que parecen
vecinos de un pueblo cualquiera a los que se ha retratado en el lienzo. Si
acercamos por un momento nuestra mirada al ángel más próximo al ‘Misterio’,
descubrimos que tiene el rostro de cualquier chico aldeano. Sus facciones y el
color de su cara las ha esculpido la torradera de verano y la heladura de
invierno. Y esa forma de sonreír es propia de cualquier pillastre hijo de
campesino.
Podemos dividir el cuadro en dos escenas. En la
franja superior, el mundo celestial, con tres ángeles que asisten -felices
espectadores suspendidos en pétreas nubes- al episodio de la adoración. En la
franja inferior, un pesebre destartalado y pobre da refugio a la Sagrada
Familia. Entre ambas franjas aparece un templo de factura clásica grecorromana
pero en ruinas. El mundo antiguo -parece decirnos Maíno- es pura ruina. El
mundo antiguo ya ha pasado. Y el mundo nuevo acaba de dar su primer vagido.
Todo es vida y luz en ese Niño que lo inaugura. Al fondo, podemos observar unos
colores crepusculares que envuelven la escena en un suave silencio.
El número tres se repite varias veces en el
cuadro. Tres son los ángeles que forman el coro celestial. Tres las personas
del Misterio: María, José y Jesús. Tres los pastores y tres los animales que
acompañan a los pastores: un perro, una cabra y un cordero.
María, de rodillas, junta sus manos en actitud de
oración, como si ella fuera la primera en comprender que está ante su Dios y Señor.
Lleva los cabellos al descubierto, algo bastante insólito. Solamente una cinta
blanca, de inspiración griega, adorna su cabeza. Con gesto de gran ternura,
como cualquier padre de este mundo, José toma el bracito del Niño y lo besa.
Jesús mira a José amorosamente. Es una escena poco habitual en este tipo de
pinturas. Envuelto en una amplia sábana blanca, el cuerpecillo del Niño reposa
sobre unas pajas que aún conservan las espigas, alusión a la futura eucaristía.
La luz envuelve al Infante y, a su vez, Él proyecta la luz a toda la escena. El
buey y la mula, detrás del pesebre, miran embelesados, se diría que con ojos
humanos, la Natividad del Señor.
Ni los evangelios canónicos ni los apócrifos nos
dicen nada del número de pastores que se acercaron a adorar, pero por analogía
con los Reyes Magos, los artistas han pintado casi siempre a tres. Cada uno de
los pastores está representado en una edad distinta: la juventud, la madurez,
la senectud. El más joven aparece sentado en el suelo, tocando una chirimía,
absolutamente concentrado en el acto de ofrecer su música pastoril a Jesús. Tanto
él como su compañero conservan en las plantas de los pies las marcas del camino
recorrido para llegar a la gruta de Belén.
El pastor de mayor edad, rodilla en tierra, está
situado justo delante del Niño. El pelo canoso, la frente llena de arrugas, la
barba de varios días, los piales en sus pies, la mano en el corazón, el brazo
agarrando con firmeza los cuernos de una cabra indómita, mira absorto al recién
nacido. Pocas veces la pintura ha reflejado tan bien la alegría plena y el gozo
desbordante de un hombre ante un niño. Solo tiene ojos para él.
Un personaje nos deja perplejos: el tercer
pastor. De espaldas al Niño, casi recostado en el suelo, ¿está llorando y no
quiere mostrar sus lágrimas? ¿Se considera indigno de mirar de frente al
Salvador? Con el torso desnudo, la cabeza gacha, el rostro pensativo, los pies
sucios, sujeta con una mano un corderillo que ha traído como ofrenda. Ese cordero, en su inocencia y pureza, representa a Cristo, cordero inmolado, Agnus Dei, anticipación poética de la Pasión. Ester tercer pastor es, ciertamente, un
personaje enigmático. ¿Lo ha colocado el pintor en esa contorsionada postura
para demostrar su maestría en el dibujo de la espalda desnuda? ¿Ha querido
simbolizar a quienes, aun teniendo a un palmo de sus narices a Cristo, son
incapaces de verlo? En todo caso, este pastor pone una nota de misterio y de
inquietud a la escena.
Sea como
fuere, fray Francisco Maíno, de la orden de Santo Domingo, ha sabido
crear, con un dibujo potente, con la monumental escultórica de las figuras, con
los contrastes lumínicos, con preciosos ocres, amarillos, azules cobaltos y
bermellones, una Adoración de los Pastores que, después de vista una vez, no se
olvida nunca. Tal y como nos cuenta el evangelista Lucas, ellos cuidaban a sus
rebaños en la región, oyeron la voz de los ángeles, creyeron el mensaje,
dejaron sus ovejas, se pusieron en camino, tomaron algunos presentes de lo que
tenían, llegaron donde estaban María, José y el Niños. Reconocieron al Señor en
la frágil carne de un recién nacido. Y se alegraron. Y lo adoraron.
Ninguna religión ha inventado unos principios tan
humildes para hablar del nacimiento de su dios. “No encontraron sitio en la posada” está en el origen de Jesús y del
cristianismo. La casa de Jesús estará siempre a la intemperie, como en la
hermosa escena que estamos comentando. Tres pastorcillos, también a la
intemperie, son los primeros creyentes, los primeros en confiar. Por todo ello,
no me extraña que este lienzo de Maíno, por su inmensa verdad y su fulgurante belleza,
siga deslumbrando a los visitantes que cada día entran en el Museo del Prado.
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