martes, 19 de abril de 2022

Juan Vaccari: 12 momentos de una vida


                Para quien ama los libros, cada 23 de abril es un día importante. En esa fecha se celebra mundialmente el Día del Libro, porque ese mismo día de 1616 murieron dos de las más altas luminarias de la literatura universal: Don Miguel de Cervantes y William Shakespeare.

            Cuando me anunciaron que el inicio oficial del proceso de beatificación y canonización de Juan Vaccari tendría lugar el 23 de abril de 2022 en la capilla del obispado de Palencia, pensé que era una feliz coincidencia.

            Como Borges, díficilmente puedo imaginar el mundo sin libros, pero también sé que la existencia de cada ser humano es el más emocionante de los libros. Cada vida, con sus éxitos y sus fracasos, su llanto y su dicha, daría para una novela. Desde muy pequeño las ‘vidas de los santos’ me han parecido apasionantes. Basta pensar en Ignacio, Javier, Teresa, Francisco o Clara. También la vida del hermano Juan Vaccari fue un libro fascinante.

            Entre el más de centenar de fotos que se ha conservado de Juan Vaccari, he elegido doce de ellas. Por sí mismas, me parece a mí, ilustran una andadura de silencio, luz, renuncia, alegría y bondad que transcurrió entre 1913 y 1971.  

 

01 Retrato de los Vaccari-Magnani con un fondo de rosas y espinas.


        Ante la fachada de la casa de Sanguinetto (Verona-Italia), con un fondo de rosales, ventanas enrejadas y un cuadro del Corazón de Jesús, el matrimonio formado por Pietro Vaccari y Giuseppina Carmela Magnani (en el centro, sentados) posan con sus hijos. De pie, de izquierda a derecha: Luigi Gaetano, Giuseppe Luigi, Agostino Giuseppe, Giovanni, Cirillo y Marcello. Sentados: Diletta Luigia, María, Pietro y Giuseppina Carmela, Pace y María Esterina. En el suelo: Danilo, Gaetano Pietro y Antonio. Por aquella época raramente la gente humilde se fotografiaba, y el fotógrafo imponía un poco de respeto e infundía una cierta solemnidad.

Pietro conoció a Carmela cuando ya era un hombre viudo y con cinco hijos. Y Carmela aceptó casarse con él, a pesar de la carga que suponía empezar un matrimonio con una familia numerosa ya formada. Pero mamá Carmela estaba hecha de una pasta diferente y muy pronto los hijos del primer matrimonio supieron que ella no haría nunca una distinción entre los ‘tuyos’ y los ‘míos’. A pesar de ser analfabeta, tenía sentido común y temor de Dios, lo que le permitió afianzar la unión entre todos los hermanos. Ella les enseñaba a rezar, a trabajar y a no discutir. Aparentemente frágil, tenía la fortaleza de una mujer bíblica. En la fotografía el hermano Juan es el cuarto de la fila de atrás, justo detrás de su madre. Toda una simbología, porque la vida del hermano Juan, hasta que entró en religión, estuvo marcada por la figura fuerte y religiosa de la madre. Y de ella heredaría el deseo de mantener la armonía y la paz entre todos los hermanos. Hasta el último momento de su vida, Juan fue el alma de la familia, facilitando reconciliaciones, forjando encuentros, cuidando a todos con sus palabras sanadoras, ofreciendo detalles, cartas y oraciones. La fotografía, muy probablemente se tomó en el año 1934. Juan tendría entonces 21 años y acababa de llegar a su pueblo desde el seminario de Barza d’Ispra, para pasar unos días de vacaciones.  

Serios, formales, graves, intimidados… aparecen los 15 miembros de la familia. Visten sus ropas de domingo, oscuras como era la tónica en la época. Este retrato familiar, similar a tantísimos de aquel tiempo, nos habla de familias cargadas de trabajo y de hijos, unidas bajo la palabra severa del padre, la palabra dulce de la madre y la confianza en Dios.


02 La insignia de la Acción Católica

         Tiene 19 años y acaba de ser elegido presidente de la Acción Católica de su pueblo, Sanguinetto, donde había nacido un 5 de junio de 1913. Con tal motivo, Juan Vaccari pasa por el estudio del fotógrafo local. Es un joven apuesto, de rasgos finos y delicados, ojos y pelo castaños, 1,75 m de estatura, cabello corto y ligeramente fosco, mirada limpia y soñadora.  Al igual que el resto de su familia, se dedica a las faenas del campo, pero carece del vigor de  sus hermanos. Tampoco las facciones del rostro o los modales nos harían pensar en un campesino. Hay algo de aristocrático en ese retrato.

En dos o tres ocasiones ha intentado entrar en un seminario para hacerse sacerdote, pero ha sido rechazado por su fracaso en los estudios. Le cuesta memorizar y, a la hora de los exámenes, se bloquea y aparece, ante los ojos de los demás, como un muchacho lerdo. También su corazón, brevemente, se ha sentido atraído por una joven del mismo pueblo.

 En el retrato, viste un traje oscuro, camisa blanca y corbata, y en el ojal de la solapa izquierda lleva la insignia de la Acción Católica. Al menos que yo sepa, este es el primer retrato que conservamos de Juan.

La Acción Católica no es una simple asociación de fieles, es la avanzadilla de la Iglesia, un ejército, una cabeza pensante, unas manos hacedoras. En Sanguinetto, su presidente no es un gran organizador, ni siquiera el más inteligente o culto de los jóvenes. No es el militante más activo. Pero es un buen muchacho, un joven serio, religioso, y también el único del pueblo que no tiene enemigos ni opositores dentro de la propia asociación. Es, diríamos, un presidente de consenso, al que se respeta. Pero una tarde, un joven fascista del lugar, para intimidarle o como pura prepotencia o broma, le conmina a entregarle la insignia de la Acción Católica, que tan orgulloso muestra en la solapa. Para no llegar a las manos ni hacer explotar la violencia, él se la entrega, pero, allá en lo hondo de su corazón, se siente un traidor. Este muchacho soñador que en los días de fiesta se pierde entre los trigales con el rosario en la mano, conmovida su alma por las obras del Creador, experimenta, por vez primera, el amargor de las lágrimas de San Pedro.

 

03 Sueño de cálices. Realidad de pucheros

        A la luz del sol que se cuela por dos amplios ventanales o a la luz nocturna e insuficiente de dos bombillas, bendecido por un cuadro de la Virgen de la Providencia y la leyenda “Santísima Providencia de Dios, proveednos”, un fraile-cocinero está a punto de hacer su aparición en el escenario donde transcurre su vida cotidiana: una cocina. Apenas alcanzamos a verle. Lo que vemos es el teatro donde se desarrollan sus días y los instrumentos de sus faenas: una cocina a carbón, una cazuela, un puchero, una cafetera, un hervidor, espumadera, cacilla… Años atrás estuvo a punto de dejar la congregación guaneliana porque a él, que aspiraba a ser sacerdote, le dijeron que nones, que sus escasos rendimientos académicos no daban siquiera para un cinco en filosofía y teología. “Podía quedarse, y hacerse hermano lego”. Pero él rehusó, tajante, el ofrecimiento. Y sin embargo, su director espiritual le advirtió: “Y si marchándote, ¿perdieses tu alma?”. Y fue ahí, justamente ahí, cuando con la fe sencilla del carbonero y el poco aliento que aún le quedaba en la garganta pronunció la frase de su vida: “Entonces, me quedo” (allora, rimango, en italiano). Una frase que resume una vida entera. 

Esa cocina de Barza, la que vemos en la foto, fue su libro, su cuaderno y su pluma. Jornadas extenuantes entre leña y carbón, perolas y marmitas, cucharones y sartenes, patatas y judías, polentas y albóndigas, estropajos y escobas. Este fue el escenario donde transcurrió su vida de 1934 a 1950. De joven, soñó con cálices y patenas, pero la vida puso en sus manos cazuelas y pucheros. Soñó con un altar, y Dios le regaló unos fogones.

 

04 La charanga de la alegría


          ¿Cómo sonaban los bombardinos, los helicones, el clarinete, los platillos, el bombo y la caja, la trompeta y la corneta? No lo sabemos. Podemos intuir un cierto desafine. Casi podríamos asegurar que ninguno de estos frailes había estudiado solfeo o composición. Ninguno de ellos toca con la partitura delante. Tocan de oídas y a tientas.

Son religiosos guanelianos y aquí los vemos en plena actuación o en un ensayo sobre una de las la terrazas de Barza d’Ispra.  Han formado una  charanga para despertar con sus pasacalles a los seminaristas en los días de fiesta. También esta formación musical tendrá su pequeño espacio en los festivales del internado. Harán un poco de ruido y de fanfarria, y probablemente no se espera de ellos nada más. No se les exigirá que toquen Va pensiero o la Marcha Triunfal de Aida, de Verdi. Acompañarán, mal que bien, el Bella ciao, Quel mazzolin di fiori, Polenta e baccalá, La compañía del fil de fer…

Y sin embargo, esta foto, en blanco negro, ligeramente borrosa, es una de mis preferidas. Discretamente, al fondo, el tercero empezando por la izquierda, prácticamente tapado por otros dos frailes músicos, el hermano Juan toca un helicón o sousafón. ¿Por qué? Simplemente para alegrar a los demás, para hacer que la vida de los que viven en el recinto conventual de Barza fuera un poco más liviana, perdiese algo de su seriedad y gravedad. Una pequeña interrupción musical, un intervalo festivo en medio de largas horas de estudio, clases en latín, liturgias solemnes, trabajos varios. El alimento fue escaso en esos años en Barza. Y podemos intuir que la alegría también lo fue para las decenas de estudiantes que allí vivieron por los años treinta y cuarenta del pasado siglo. El surgimiento violento de los populismos, la fascinación enfermiza por las ideologías fascista y comunista, la Segunda Guerra Mundial, la posguerra de penuria y sacrificio, no dejaban mucho margen para la fiesta y el jolgorio. Juan Vaccari, que ejercía de cocinero en Barza, también quiso hacer de músico, payaso, juglar, cómico, prestidigitador. Tocar y hacer fiesta, aunque sólo sea para arrancar una sonrisa, una risa, unas palmadas, el bamboleo del cuerpo, unos pitos, la interrupción de las obligaciones y la diversión. Y sobre todo, mantener encendida la llama de la alegría en esos tiempos oscuros.

Años más tarde, estos instrumentos que vemos en la foto los traerá el hermano Juan en un baúl al colegio de Aguilar de Campoo. Con más bollones aún, más desafinados todavía, sirvieron a su propósito: hacer un poco de fiesta y alegrar el corazón de los muchachos.

 

05 Monteggia di Fratel Giovanni


            Monteggia ya no existe, pero existió. Bajo el sofisticado edificio del Euraton (Centro europeo para la investigación de la energía atómica) estaban las casas, las cuadras, los corrales, las tierras de labrantío, los pastos de una pequeña pedanía de nombre Monteggia. En los años ‘30 y ‘40 de la centuria anterior, varias veces a la semana, a pie o en bicicleta, un religioso guaneliano recorre los pocos kilómetros que separan la comunidad religiosa de Barza d’Ispra de esta pedanía. El fraile cocinero de Barza acude al pueblo a dirigir el rosario, a organizar la procesión, a ayudar al sacerdote, pero también a consolar, a animar, a buscar trabajo para desempleados, a llevar la comunión a enfermos, a secar las lágrimas de un agonizante o a jugar con los niños de pantalones remendados.

Miremos la foto: Un cura dirige una encendida plática, si juzgamos por el movimiento de sus manos. Un pequeño grupo de mujeres, hombres y niños se arremolina alrededor. La capillita para albergar la imagen de la Virgen de Monteggia ha sido finalmente terminada. Hace apenas unos minutos, en procesión, la han traído desde la pedanía de Monteggia hasta este nuevo emplazamiento en Barza d’Ispra. Todo será demolido y las pocas familias que allí vivían serán reubicadas en otro lugar. Pero la imagen de María que había acompañado su fe, delante de la cual habían celebrado bodas y entierros, bautizos y fiestas patronales, no podía acabar bajo el montón de escombros.

Desde Roma, donde ahora vive Juan, su amigo, su confidente, su benefactor, en fin, su “párroco” como ellos le llaman, les ha animado, casi les ha retado, a no olvidarse de la Madonna ante la que han rezado, llorado o agradecido. Y ahí están los pocos vecinos de la pedanía de Monteggia asistiendo a la entronización de María en su nueva capillita. Juan ha vuelto por unos días de Roma, para reunirse con sus 'feligreses' y rendir homenaje a la Señora. Lo vemos ahí, casi una sombra, en medio de clérigos vestidos con el roquete blanco. Es el 22 de octubre de 1961.

Hasta el final de sus días, esos hombres, mujeres y niños que vemos en la foto recordarán con lágrimas de emoción su Monteggia desaparecida y su ‘cura Juan”. Monteggia di fratel Giovanni, podría haberse llamado esta pequeña pedanía, al igual que otros pueblos se llaman Alar del Rey, Llánaves de la Reina, Mota de Marqués, Torrecilla de la Abadesa o Aldea del Obispo…

 

06 La Historia desde un apartado rincón


        En varias fotografías, se ve a Juan Vaccari de refilón, en un extremo de la foto, ocupando el mínimo espacio posible. Tal vez es una coincidencia. Tal vez el fiel retrato de una manera de ser y de estar en el mundo. Esta fotografía fue tomada ante la fachada del santuario de la Virgen de Lourdes. El cardenal Micara había sido invitado a celebrar un pontifical y su fiel sirviente, lo acompañó. De 1950 a 1965, con una interrupción de un par de años, la vida de Juan Vaccari transcurre al lado del cardenal Clemente Micara, en las estancias del Palacio de la Cancillería, en el corazón de Roma. En la instantánea, hay muchos fotógrafos para dar cuenta del evento solemne y de la pompa que rodea todavía a la Iglesia Católica. Hay muchos fotógrafos pero la dirección de sus cámaras apunta a otro lado.

Loreto, Bruselas, Lourdes, Vaticano, Luxemburgo, Holanda, Asís, Suiza, cónclaves de Juan XXIII y Pablo VI, grandes celebraciones, liturgias papales, dedicación de templos, inicio del Concilio, visitas de Papas al Palacio… ¡Todo un mundo! La Historia pasó a su lado, pero apenas le rozó, porque él estaba en el extremo de la foto, en el lado de los invisibles.

Años más tarde, cuando la decrepitud y la enfermedad del cardenal lo atenacen, Juan Vaccari será las manos y los pies de este ‘príncipe de la iglesia’: cuidador, enfermero, comensal, compañía, monaguillo, consejero, lector… pero para entonces ya no habrá fotógrafos. La vida transcurrirá en el silencio y la oscuridad de una vetusta estancia de un palacio que diplomáticos y purpurados han empezado a olvidar. Por muy encumbrado que uno haya sido, las épocas de fragilidad de un ser humano siempre transcurren en la oscuridad y el silencio. Entonces, como una candela en la noche, brillará la caridad de su fiel y sufrido sirviente.

 

07 Pro ecclesia et Pontifice. Pro nobis et pro multis


     La cabeza gacha y los ojos prácticamente cerrados. Sostiene en sus manos el pergamino honorífico y lleva prendida en su pecho la condecoración que le ha otorgado el Papa Pablo VI. Un poco abrumado por los elogios que el cardenal Clemente Micara acaba de pronunciar en el acto de entrega. En los aposentos cardenalicios del Palacio de la Cancillería, el hermano Juan Vaccari recoge la condecoración Pro ecclesia et Pontifice, la máxima distinción de la Santa Sede para los seglares.  ¿Acaso he hecho yo algo para merecer este galardón?, parece preguntarse el galardonado, ruborizado por las alabanzas del vicario del Papa para la ciudad de Roma. El mismo que, años atrás, lo despidió porque pensó que era algo patán a la hora de moverse por los aposentos palaciegos y tratar a las distinguidas personalidades que pisaban las alfombras o subían la escalinata renacentista, platicando con el príncipe de Santa Romana Iglesia.

Pero los que conocen a Juan Vaccari saben que sus méritos bastan y sobran para tan alta distinción. Lo sabe sobre todo el eminentísimo y reverendísimo cardenal Clemente Micara, porque sus ojos han sido testigos de los ‘milagros de conversión de personas que llevaban vidas disipadas’, acaecidos en Palacio desde que este buen fraile vive a su lado.

Juan Vaccari: seminarista obediente, cocinero creativo, sirviente solícito, devoto sincero, enfermero entregado... La Iglesia y el Papa tienen más necesidad de los humildes creyentes que de los grandes pensadores y predicadores. Sin saberlo, él ha trabajado por la Iglesia y por el Pontífice. Juan ha contribuido a la edificación de la Iglesia y de algunos de sus díscolos miembros.

        Cuando cada cual permanece en su sitio, haciendo bien lo que bien debe ser hecho, la maquinaria de la Iglesia ni se atasca ni se desquicia. Veamos su su figura en la foto: no suelta un discurso, sino que está con la boca cerrada; no  mira al cielo, haciendo gala de una espiritualidad digna de un santo de El Greco, sino que inclina su cabeza, fiel a su propósito de “custodiar los ojos” frente a la tentación de altanería y altivez.    

En la mañana del 19 de diciembre de 1963, el cardenal creía que le entregaba la medalla “Por la Iglesia y por el Pontífice”, pero hoy sabemos que se la entregaba “Pro nobis et pro multis”. Una condecoración por nosotros que le conocimos y aprendimos de él y por muchos que le conocerán y seguirán de él aprendiendo.

 

08 El viaje: de Fratel Giovanni a Hermano Juan


        A ese coche con matrícula Roma 875342 le faltan aún 1222 kilómetros para llegar a la frontera española. La mañana del 15 de octubre de 1965 amaneció llena de niebla en Barza d’Ispra, a orillas del lago Maggiore. Nada más acabar el desayuno, todos los seminaristas salieron a despedir al hermano Juan que, junto con el P. Enrique Bongiascia, estaba a punto de partir en coche, bautizado para la ocasión como ‘Josefina’, con destino a Aguilar de Campoo. En la misa que acaban de escuchar se ha hecho memoria de Teresa de Jesús, la gran santa castellana, la maestra de oración. Para sus adentros, Juan piensa que es una buena fecha para empezar esta nueva etapa de su vida. Tiene 52 años.

Una fundación en España llevaba tiempo sonando en el imaginario de la congregación guaneliana. Revistas y periódicos italianos hablaban un día sí y otro también de la catolicísima España, con iglesias a rebosar, procesiones multitudinarias, seminarios llenos y sacerdotes para dar y tomar. En 1964, con motivo de la Beatificación de Luis Guanella, se tomó la decisión de abrir casa y Aguilar de Campoo fue el pueblo elegido para formar la primera comunidad religiosa en tierras de Don Quijote.  

Sonrientes, relajados, alegres, los frailes guanelianos, todos en sotana, despiden contentos al hermano Juan que marcha hacia la misión apostólica en tierras de Castilla. La congregación entera bulle de entusiasmo misionero. El hermano Juan no viste sotana, porque en Italia solamente los sacerdotes podían hacerlo. En cambio, en España, también los hermanos legos pueden llevarla. El coche hará una parada en el santuario de Lourdes. A los pies de la Inmaculada, el hermano Juan vestirá por primera vez en su vida la sotana y se abotonará los 33 botones, uno por cada año de la vida de Cristo.

Cuando vislumbre las antiguas peñas y picachos de águilas de la villa castellana, a los ojos de todos parecerá un cura más. Aún tendrá que aprender muchas palabras en la nueva lengua. De momento es capaz de decir: “gracias”. Después de los saludos de rigor, toca descargar el coche: un sagrario, un cuadro de la Virgen de la Providencia y otro del Beato, ropa para la capilla, paramentos sagrados para los curas, pelotas de plástico, cartas, un parchís para los niños, figuras para el nacimiento, café, pasta y una botella de licor de hierbas, panettone y otros dulces italianos para todos. Y unos cuantos donativos para las urgentes y múltiples necesidades de la nueva construcción.

 

09 Sobre pilares y cimientos


            A P. Carlos de Ambroggi y al Hno. Juan, se une en seguida otro sacerdote, apenas misacantano, Alfonso Crippa. Con él llega la organización y también una manera más aperturista de ver el día a día en el seminario. En las afueras de Aguilar de Campoo, en el pago conocido como Peña Aguilón surge el nuevo edificio pensado para unos doscientos seminaristas, aunque luego se modificarán los proyectos para reducir su tamaño. Una tarde los tres curas y la primera veintena de seminaristas se acercan a la nueva construcción y se fotografían junto a ella. Una casa grande les espera a todos. Los cimientos ya están puestos y podemos ver el arranque de los pilares. Pero son estos tres religiosos, cada uno con su carácter y con sus múltiples cualidades, los verdaderos cimientos y pilares de la obra en España. La fotografía pronto llega a Italia y las pequeñas revistas de las distintas casas guanelianas la reproducen con encendidos comentarios misioneros que se traducen en limosnas para la nueva construcción. 

En aquellos primeros años, entre 1965 y 1971, los inicios de la obra son seguidos de cerca por toda la congregación. En la nueva obra de la católica España se tienen puestas muchas esperanzas. Una cantera, un granero para las casas de la América Española. Pero cuando el colegio se asienta y se pone en funcionamiento, la sociedad española ya no es la misma que hace una década, cuando se empezó a soñar con fundar en esta tierra. El propio hermano Juan se da cuenta en seguida de que no todo el monte es orégano. El ambiente es católico, la gente de los pueblos vive aún inmersa en una espiritualidad sincera y recia, pero las nuevas generaciones se van alejando de la fe de sus mayores.

Juan Vaccari hace lo que puede y se multiplica, porque el trabajo es mucho: cocinero (hasta que llegaron las monjas), encargado de las compras, ecónomo, reclutador vocacional, animador espiritual. Y también el imán que atrae donativos de sus muchos amigos y bienhechores italianos para el nuevo seminario. Pero sobre todo: el buen fraile que sabe ganarse los corazones y las voluntades

 

10 La caligrafía del alma

          El fotógrafo, tal vez un hermano, debió sorprenderle con la puerta abierta de su habitación, y aprovechó para sacar una fotografía. Falló el encuadre. ¿Qué le vamos a hacer? Pero es suficiente para entender que el hermano Juan se encuentra en su celda escribiendo una carta o redactando un “fervorín” para leer más tarde en el “pensamiento de las buenas noches”. A lo largo de su vida, mantuvo correspondencia con la familia, los cohermanos, los bienhechores y los alumnos, los amigos y las personas que le abrían su corazón. Ya las canas han nevado sus sienes, las gafas de pasta negra, la sotana, unos pocos libros y cuadernos en la pequeña biblioteca.

Especialmente en sus años aguilarenses, cuando tuvo que ejercer como reclutador vocacional por parroquias y escuelas de Palencia y provincias limítrofes, al caer la noche, el hermano Juan se recoge en su habitación, establece su hoja de ruta: pueblos que debe recorrer, lugares donde alojarse, discursillos que pronunciar. Entrará en las escuelas, anotará los nombres y las direcciones de los posibles seminaristas, se mantendrá en contacto con ellos mediante una carta, una postal, una estampa. En su habitación escribirá cartas y más cartas a los bienhechores que desde Italia sostienen la obra, les enviará fotos del colegio, les contará novedades, les repetirá agradecimientos y les asegurará oraciones.

La noche ha caído, la persiana está bajada, el flexo encendido. Con caligrafía minúscula escribe palabra tras palabra. Escribir, alentar, aconsejar, agradecer forma parte de su trabajo. En esa pequeña habitación un hombre descansa, trabaja, reza y se mortifica. Esa es su celda y esa su vida monacal. El fraile lleva un diario espiritual y redacta, para la posteridad, los primeros años de su vida, desde su nacimiento hasta el momento en que encuentra su vocación y su lugar en el mundo: religioso en los Siervos de la Caridad. Con letra pequeña y algo irregular, en italiano o en español para principiantes, Juan Vaccari no buscó nunca el lucimiento en sus escritos. Él iba a otra cosa: la escritura de los adentros. La caligrafía del alma.

 

11 El día tan suspirado

         “El día tan suspirado por el hermano Juan ha llegado”. Son las palabras que Don Cantoni, director del Colegio San José, escribe en el cronicón el día 1 de mayo de 1971. El colegio fue bautizado como San José, aunque en Aguilar de Campoo todos lo conocerán como “los italianos”. En la foto, el hermano Juan posa junto a Olimpio Giampedraglia, Superior General, Don Cantoni, y diversos miembros de la conocida familia Fontaneda que quiso costear la estatua de San José en memoria a la madre recientemente fallecida. La estatua fue un viejo sueño del hermano Juan que movió Roma con Santiago para que la escultura de San José (realizada en Italia en buen mármol de carrara) fuera el guardián y el custodio del Colegio Apostólico.

No sabemos cómo fue creciendo la devoción a san José. Pero, de sus escritos y de los testimonios de sus cercanos, sabemos que Jesús Eucaristía, la Virgen María y San José eran la triada de sus devociones espirituales.

La vida de San José tiene no pocos paralelismos con su propia vida. Por caminos no soñados transcurrió la vida de San José y también la del hermano Juan. La obediencia y la humildad adornan al esposo de María y también a Vaccari. San José, un hombre del silencio, de conciencia, justo, un hombre que aceptó los planes de Dios diferentes a los suyos, un hombre que permaneció al lado de María y Jesús en el camino amargo del exilio… fue para Juan Vaccari el modelo a imitar y hacer imitar.  A imagen de José, Juan permaneció donde Dios le pedía. Este fue su horizonte. El silencio bondadoso de San José fue el espejo donde se miró. Por ello, aquella tarde en que se descubrió la bellísima estatua de San José, en medio de encendidos discursos, bendiciones y banderines al viento, fue una de las más felices de su vida. Misión cumplida, podría haber escrito en su diario. En la oración de completas de aquella noche, pudo rezar con verdadera confianza filial: “Nunc dimittis”.Ahora, Señor, según tu promesa, puedes dejar a tu siervo irse en paz”. Y así fue, en cierta forma. Faltaban menos de seis meses para “irse en paz”.

 

12 Entrar en el cielo con las heridas de la vida.


        Juan Melero, capellán, aún impresionado por la muerte cristiana que acaba de presenciar en el hospital de la Cruz Roja de Palencia, marca un número de teléfono. Al otro lado, P. José Cantoni escucha: “accidente de coche… acaba de morir… piadoso tránsito”. Y él, un veterano profesor de filosofía, que ha empleado millones de palabras en sutiles razonamientos tomistas o cartesianos durante años, enmudece completamente. Es el 9 de octubre de 1971.

Al día siguiente del fatídico accidente de tráfico, los restos mortales del hermano Juan llegan a su querido colegio san José para ser velados. Su rostro refleja un tránsito sereno, no obstante el brutal impacto del choque. A la una de la madrugada, en el tren nocturno, llega P. Carlos de Ambroggi desde Italia. Hombre impertérrito que siempre ha tenido a gala el desapego, se arrodilla en la capilla ardiente, se desmorona y prorrumpe en desconsolado llanto, ante la mirada atónita de la comunidad religiosa por tan inaudita reacción. Poco después, P. Carlos entra en la habitación del hermano Juan. Recoge sus diarios, sus cartas y los abraza como un pequeño tesoro. A esa hora, sabe que no será capaz de pronunciar la homilía exequial que ha preparado durante el viaje. La emoción no le dejaría hablar. El estricto sacerdote da paso al amigo que llora a un amigo. Ni siquiera él sabía que lo amaba tanto. En los meses siguientes su único objetivo será recoger testimonios, escuchar relatos, leer escritos y cartas. Él fue el primero en darse cuenta de la ‘madera de santo’ que latía bajo la piel y los escritos del hermano Juan. Luego se convencerían muchos otros, pero él fue el primero. La segunda vida a la que estaba destinado el hermano Juan, ese vivir en muchos otros después de morir, se lo debemos en gran medida a P. Carlos.

Miremos de nuevo la foto. Ahí está en el féretro, en las cuatro tablas de siete palmos en las que cabe cualquier ser humano nacido de mujer. Las manos enlazadas a un pequeño crucifijo y a las cuentas de un rosario. Llegado a la estación Termini de la vida, conserva las heridas del tiempo, de la existencia y del accidente. Al igual que los cristos resucitados muestran las marcas de los clavos, también Juan Vaccari entra en el cielo con las marcas de las heridas, las que son visibles sobre su rostro, y las otras, las del alma, que permanecen veladas para el resto. Esta foto fúnebre expresa perfectamente todo eso.  

Don Ciriaco Pérez, párroco de Aguilar, amigo, confesor, guía en sus primeras búsquedas vocacionales por los pueblos limítrofes, proclama en el funeral: “Hoy ha muerto un santo”. Y este anuncio retumba como un “gloria” o un “aleluya” en el silencio sepulcral de un sábado santo. A las seis y diez de la tarde, de un lunes, 11 de octubre de 1971, víspera de Nuestra Señora del Pilar, en la colegiata de San Miguel de Aguilar de Campoo, comienza la ‘canonización’ de Juan Vaccari Magnani: el Hermano Juan.

6 comentarios:

  1. Gracias Bautista... ¡qué suerte los que pudimos leer ese libro viviente que fue el hermano Juan. Y los que puedan descubrirle ahora a través de sus escritos y de nuestro testimonio!

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    1. Muchas gracias, por tu comentario. Sí, ha sido una persona importante en mi vida. Creo que tuvo una vida realmente fascinante.

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  2. grazie fratello per una testimoninza
    bella

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    1. Non son chi sei, ma comunque grazie, fratello/sorella!!!

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  3. Hermosa historia de vida, caminando en la sencillez se logra la santidad, Hermano Juan estas en la gloria de Dios, la virgencita te llevo a Jesus ese sabado(dia preferido por la virgen a quienes le veneran con amor) 09 de octubre 1971.

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    1. Muchas gracias. Es verdad lo que dices: la sencillez alcanza la santidad. Un cordial saludo

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