Me puse a buscar con avidez sobre esta pintura. Se trata de una obra del pintor francés Aimé Morot (1850-1913), que la presentó en 1880 en el Salon des artistes français, donde obtuvo la medalla de oro. El pintor, un tiempo atrás, cuando disfrutaba de una beca en Roma, entró en una iglesia en el momento en que un sacerdote leía el pasaje del evangelista Lucas (Lc 10, 25-37). Un experto de la Ley, le preguntó a Jesús: "¿Quién es mi prójimo?" Y él contestó, como solía hacer, contando una parábola: Mientras viajaba, un hombre de Samaria encontró en su camino a un hombre malherido al que unos ladrones habían asaltado y maltratado. Lo curó, lo llevó hasta una posada, y dejó dinero al posadero para que cuidase de él. Otros, antes que él, se habían encontrado con el herido, pero tenían prisa, cosas importantes que hacer, y no se detuvieron. El "buen samaritano" constituye una de esas páginas inolvidables que ha inspirado a literatos, pintores y músicos. Dos horas después de que Aimé Morot escuchase esta página en una iglesia romana, comenzó a dibujar los primeros bocetos.
Aimé-Nicolas Morot había nacido en Nancy en 1850, en el seno de una familia modesta. Viajó a París para entrar, como estudiante, en el estudio del pintor Alexandre Cabanel. Aimé Morot decía sentirse deudor de los grandes pintores españoles del siglo XVII a los que admiraba profundamente. El cuadro que nos ocupa tiene unas dimensiones considerables (2,68 x 1,98) y aún era mayor en su origen, como se puede observar en un grabado, pero el propio pintor decidió recortar el lienzo por los cuatro lados, para que el espectador ciñese su mirada a la escena de los protagonistas, olvidándose del paisaje al que, en un principio, había dado más importancia.
Morot trató con grave realismo la parábola evangélica. Su estilo vigoroso encontró el favor de los críticos de su tiempo que apreciaron el virtuosismo de la magnífica pintura. Marie Bashkirtseff, también pintora, escribió entusiasta: “Esta es la pintura que me ha dado el placer más completo en toda mi vida. Nada desentona, todo es simple, verdadero y bueno”. Morot, que apreciaba los temas de animales, añadió una dimensión conmovedora a la figura del burro que trabajosamente camina con la carga a cuestas.
Morot quiso ver el asunto desde un punto de vista diferente. El buen samaritano no es un hombre rico, sino un pobre hombre, tal vez alguien que vendía los productos de su huerta de pueblo en pueblo, como lo darían a entender los amplios serones. No le sobraba el dinero ni poseía un buen caballo, sino un simple borriquillo. El buen samaritano va casi desnudo. Y sobre todo, va descalzo (impresiona el detalle de sus tobillos hinchados y de sus rodillas artríticas de hombre anciano). Su desnudez es similar a la del hombre al que le han robado y maltratado. No es un hombre joven y fuerte, sino un hombre mayor que con grandísimo esfuerzo consigue sostener al malherido sobre el asno. Todas estas cosas subrayan una acción límite de caridad. El hombre maltratado es un hombre joven, lleva la cabeza vendada para subrayar las heridas que le han provocado los malhechores. Va desnudo y esta desnudez remarca aún más el maltrato, porque añade la humillación y la vejación insoportable de la desnudez. Sobre el jumento se aprecia la maltrecha maleta del viajero asaltado.
Un hombre mayor sostiene a un hombre joven pero herido y golpeado. Lo conduce hasta la posada en su pobre cabalgadura. Hasta el asno parece participar en esta ardua tarea de trasportar al herido. Cabizbajo, soporta el peso del hombre sobre sus lomos. La acción transcurre en un paisaje pedregoso y abrupto, en una mañana de sol hiriente. Una naturaleza áspera para remarcar, por contraste, más si cabe, la ternura del buen samaritano para otro hombre al que ni conocía ni tenía nada que agradecer. En ese paisaje de desoladora dureza, justo a los pies del samaritano y a las patas del burro, vemos un pequeño regato de agua: la vida puede brotar en el terreno pedregoso cuando hay un poco de agua, igual que brota la vida en un corazón árido cuando se produce un gesto de amor.
El pintor quiso que el espectador viese el esfuerzo que supone hacerse samaritanos para los demás. Verdaderamente, el buen samaritano parece un Cristo con su cruz a cuestas. Cuando lleguen a la posada, el samaritano lo curará, lo cuidará y se comprometerá a pagar al posadero los gastos del alojamiento. Ayudar al prójimo no es una fiesta, ni un postureo; exige esfuerzo, trabajo, rascarse el bolsillo, 'perder el tiempo'... Nada distrae al espectador del mensaje que transmiten el soberbio dibujo y las pinceladas precisas. Una pintura que mueve a la compasión hacia el herido, pero que se hace extensiva hacia el propio samaritano e incluso hacia el borriquillo. Los tres nos parecen pobres y desvalidos en medio de una naturaleza áspera, casi hostil.
Para los críticos de arte, El buen samaritano es la obra maestra de Aimé Morot. Tal vez por ello, cuando se buscan 'buenos samaritanos' en google, aparece este cuadro. Hasta 1995 este cuadro estuvo en manos de un coleccionista alemán afincado en París, pero en su testamento lo legó a la colección pública de arte instalada en el Petit Palais de Paris. Otto Klaus Preiss se llamaba el donante y desde 2003 reposa para siempre, y por voluntad propia, en el cementerio de Montmartre, que es el mismo cementerio donde se dio sepultura en 1913 a Aimé-Morot.