Acabo de ver la película El artista anónimo, de Klaus Härö. Resumo: un galerista de arte se endeuda para adquirir una pintura sin firmar, pero que él tiene la intuición -casi la certeza- de que se trata de una obra del gran pintor ruso de origen ucraniano, Ilya Repin (1844-1930).
A los 13 años, Ilya Repin empezó a frecuentar un taller de iconos para ejercitarse en el noble arte de la pintura. Y aunque pasó largas temporadas en Finlandia y viajó a Francia, donde contactó con el movimiento impresionista, siempre se le engloba dentro de los pintores rusos, concretamente del movimiento Los Itinerantes, pintores que ampliaron la temática de sus obras y tuvieron una gran sensibilidad para retratar las tensiones sociales de su tiempo, el mundo de los pobres y los desvalidos, sin olvidarse de la pintura histórica o del retrato de las personalidades de su época. Cuando la revolución bolchevique de 1917 triunfó, él ya no quiso inmiscuirse en política. Se sentía demasiado viejo para aplaudir el río de sangre que corría por todas las tierras de Rusia en nombre de los proletarios. Sin embargo, para las autoridades soviéticas, la pintura realista y social de Ilya Répin fue un modelo a seguir en todas las academias de Bellas Artes. Murió en 1930, a los 86 años, en su finca Los Penates (por entonces territorio finlandés). Su última obra, llena de color y alegría, lleva por título Gopak y está dedicado a danza tradicional ucraniana.
Hay una obra de Repin que siempre me ha fascinado, e inquietado al mismo tiempo, desde que la vi por primera vez reproducida en un catálogo de arte. En 1885, Ilya Repin pinta su obra maestra Iván el Terrible y su hijo (hoy en la Galería Tetriakov, de Moscú). Una pintura de historia, tan de moda en aquella época, que hace referencia a un episodio ocurrido tres siglos antes, exactamente el 16 de noviembre de 1581. El zar Iván el Terrible, en uno de sus accesos de ira y terriblemente enfadado por lo que él consideraba ropas indecentes de la zarina, amenaza con prenderla a bastonazos con ella. El zarévich, presente en la sala y en un intento de proteger a la zarina, se interpone y se enfrenta al padre, pero el bastón lo golpea con tal fuerza en las sienes que, al punto, cae desplomado. El padre, horrorizado, trata inútilmente de detener la sangre de la sien.
En la pintura, Iván aparece espantado por su violencia, atormentado por la culpa de haber herido brutalmente a su heredero, los ojos fuera de sus órbitas. El pintor subraya a la perfección la tensión violenta del crimen. Un padre colérico ha destruido a quien más debía haber amado. El hijo, antes de expirar, estrecha con su débil mano el brazo del padre, en un gesto de silencioso perdón.
Pocas veces el arte ha reflejado mejor el horror de un crimen, la locura de un rey, la grandeza del hijo que intentó aplacar la ira de zar y que fue capaz de perdonar al padre asesino. En el fondo, el heredero sabe que, de por vida, su padre estará condenado a revivir, día tras día y noche tras noche, aquel preciso instantes de furia, hasta hacerle enloquecer.
Los vestidos suntuosos del zarévich contrastan con la vestimenta de color negro del zar. El zarévich, que por su grandeza moral hubiera merecido alcanzar el trono, está agonizando. En cambio, el zar violento, loco y desquiciado (‘Terrible’ es el apodo con el que ha pasado a la posteridad), seguirá vivo, pero condenado para siempre al duelo y al luto.
Iván el Terrible es de sobra conocido por las muchas atrocidades cometidas y por los numerosos asesinatos que encargó entre sus propios colaboradores, pero ningún episodio refleja mejor su reinado sangriento que esta pintura de Ilya Repin. Esos ojos desorbitados, esa mirada inyectada en pánico, esas manchas de sangre en su propio rostro, ese intento vano de frenar la hemorragia y ese beso desesperado en la frente del hijo. Asistimos a la soledad más atroz de dos personajes: al desgarrador remordimiento ante la muerte inminente del hijo, se opone la resignación y la paz con la que el zarévich, también de nombre Iván, afronta el final inminente de su existencia: muere perdonando. Y la lágrima que con absoluta maestría Ilya Repin pintó en el rostro del moribundo, no sabemos si es por el golpe recibido, por la despedida de la vida o por su propio padre. Tal vez el zarévich llora por la vida tan desdichada que llevan siempre los que hacen desdichados a otros.
Por una estrecha ventana entra una luz fría pero suficiente para iluminar a los dos personajes, únicos actores, víctima y verdugo, de un sacrilegio, frente a frente, enlazados para siempre en el recuerdo de todo un pueblo.
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