viernes, 23 de agosto de 2024

El buen samaritano, de Aimé Morot

 


            Cuando entré por primera vez en su estudio, una tarde de diciembre de 1988, en medio de miles de libros y  objetos de artesanía de medio mundo, había una lámina de un "buen samaritano", de notable calidad  y de tamaño considerable. Nada más verla, la imagen me atrapó. En varias ocasiones, durante la charla de mesa-camilla con el profesor del Lycée Voltaire, levanté los ojos para observar la reproducción. Sobre la mesa, además de nuestras tazas de café y unas copitas para el vino dulce, había una bandeja de calissons d'Aix en Provence, dulces típicos navideños de esta ciudad y patria natal de mi contertulio. Recuerdo que aquella tarde charlamos sobre la novela  Noeud de vipéres, de François Mauriac, que yo acababa de leer, entusiasmado. 
         Hace unos meses escribí en Google “pinturas del buen samaritano”. Buscaba una pintura de esta temática evangélica para ilustrar la portada de una recopilación de artículos que quería encuadernar, bajo el nombre genérico de "La opción guaneliana".  ¡Y de nuevo, entre numerosas obras de artistas que habían pintado el pasaje del evangelista Lucas, me encontré con esta pintura! El ordenador me mostró pinturas de Rembrandt, Van Gogh, Eugéne Delacroix, Domenico Fetti, y decenas de artistas más. Durante horas me pregunté dónde había visto ese cuadro, en qué libro, en qué museo, en qué muestra. Me di por vencido. Al día siguiente, mientras preparaba el café en la cocina, me vino el recuerdo de aquella lámina en la pared del estudio parisino que visité con cierta asiduidad en el curso  1988-1989.  

            Me puse a buscar con avidez sobre esta pintura. Se trata de una obra del pintor francés Aimé Morot (1850-1913), que la presentó en 1880 en el Salon des artistes français, donde obtuvo la medalla de oro. El pintor, un tiempo atrás, cuando disfrutaba de una beca en Roma, entró en una iglesia en el momento en que un sacerdote leía el pasaje del evangelista Lucas (Lc 10, 25-37). Un experto de la Ley, le preguntó a Jesús: "¿Quién es mi prójimo?" Y él contestó, como solía hacer, contando una parábola: Mientras viajaba, un hombre de Samaria encontró en su camino a un hombre malherido al que unos ladrones habían asaltado y maltratado. Lo curó, lo llevó hasta una posada, y dejó dinero al posadero para que cuidase de él. Otros, antes que él, se habían encontrado con el herido, pero tenían prisa, cosas importantes que hacer, y no se detuvieron. El "buen samaritano" constituye una de esas páginas inolvidables que ha inspirado a literatos, pintores y músicos. Dos horas después de que Aimé Morot escuchase esta página en una iglesia romana, comenzó a dibujar los primeros bocetos.

           Aimé-Nicolas Morot había nacido en Nancy en 1850, en el seno de una familia modesta. Viajó a París para entrar, como estudiante, en el estudio del pintor Alexandre Cabanel. Aimé Morot decía sentirse deudor de los grandes pintores españoles del siglo XVII a los que admiraba profundamente. El cuadro que nos ocupa tiene unas dimensiones considerables (2,68 x 1,98) y aún era mayor en su origen, como se puede observar en un grabado, pero el propio pintor decidió recortar el lienzo por los cuatro lados, para que el espectador ciñese su mirada a la escena de los protagonistas, olvidándose del paisaje al que, en un principio, había dado más importancia.

            Morot trató con grave realismo la parábola evangélica. Su estilo vigoroso encontró el favor de los críticos de su tiempo que apreciaron el virtuosismo de la magnífica pintura. Marie Bashkirtseff, también pintora, escribió entusiasta: “Esta es la pintura que me ha dado el placer más completo en toda mi vida. Nada desentona, todo es simple, verdadero y bueno”. Morot, que apreciaba los temas de animales, añadió una dimensión conmovedora a la figura del burro que trabajosamente camina con la carga a cuestas.

            Morot quiso ver el asunto desde un punto de vista diferente. El buen samaritano no es un hombre rico, sino un pobre hombre, tal vez alguien que vendía los productos de su huerta de pueblo en pueblo, como lo darían a entender los amplios serones. No le sobraba el dinero ni poseía un buen caballo, sino un simple borriquillo. El buen samaritano va casi desnudo. Y sobre todo, va descalzo (impresiona el detalle de sus tobillos hinchados y de sus rodillas artríticas de hombre anciano). Su desnudez es similar a la del hombre al que le han robado y maltratado. No es un hombre joven y fuerte, sino un hombre mayor que con grandísimo esfuerzo consigue sostener al malherido sobre el asno. Todas estas cosas subrayan una acción límite de caridad. El hombre maltratado es un hombre joven, lleva la cabeza vendada para subrayar las heridas que le han provocado los malhechores. Va desnudo y esta desnudez remarca aún más el maltrato, porque añade la humillación y la vejación insoportable de la desnudez. Sobre el jumento se aprecia la maltrecha maleta del viajero asaltado.

            Un hombre mayor sostiene a un hombre joven pero herido y golpeado. Lo conduce hasta la posada en su pobre cabalgadura. Hasta el asno parece participar en esta ardua tarea de trasportar al herido. Cabizbajo, soporta el peso del hombre sobre sus lomos. La acción transcurre en un paisaje pedregoso y abrupto, en una mañana de sol hiriente. Una naturaleza áspera para remarcar, por contraste, más si cabe, la ternura del buen samaritano para otro hombre al que ni conocía ni tenía nada que agradecer. En ese paisaje de desoladora dureza, justo a los pies del samaritano y a las patas del burro, vemos un pequeño regato de agua: la vida puede brotar en el terreno pedregoso cuando hay un poco de agua, igual que brota la vida en un corazón árido cuando se produce un gesto de amor. 

         El pintor quiso que el espectador viese el esfuerzo que supone hacerse samaritanos para los demás. Verdaderamente, el buen samaritano parece un Cristo con su cruz a cuestas. Cuando lleguen a la posada, el samaritano lo curará, lo cuidará y se comprometerá a pagar al posadero los gastos del alojamiento. Ayudar al prójimo no es una fiesta, ni un postureo; exige esfuerzo, trabajo, rascarse el bolsillo, 'perder el tiempo'...  Nada distrae al espectador del mensaje que transmiten el soberbio dibujo y las pinceladas precisas. Una pintura que mueve a la compasión hacia el herido, pero que se hace extensiva hacia el propio samaritano e incluso hacia el borriquillo. Los tres nos parecen pobres y desvalidos en medio de una naturaleza áspera, casi hostil.  

            Para los críticos de arte, El buen samaritano es la obra maestra de Aimé Morot. Tal vez por ello, cuando se buscan 'buenos samaritanos' en google, aparece este cuadro. Hasta 1995 este cuadro estuvo en manos de un coleccionista alemán afincado en París, pero en su testamento lo legó a la colección pública de arte instalada en el Petit Palais de Paris. Otto Klaus Preiss se llamaba el donante y desde 2003 reposa para siempre, y por voluntad propia, en el cementerio de Montmartre, que es el mismo cementerio donde se dio sepultura en 1913 a Aimé-Morot. 



 








lunes, 19 de agosto de 2024

Ilya Repin: Iván el Terrible y su hijo

 


Acabo de ver la película El artista anónimo, de Klaus Härö. Resumo: un galerista de arte se endeuda para adquirir una pintura sin firmar, pero que él tiene la intuición -casi la certeza- de que se trata de una obra del gran pintor ruso de origen ucraniano, Ilya Repin (1844-1930).   

A los 13 años, Ilya Repin empezó a frecuentar un taller de iconos para ejercitarse en el noble arte de la pintura. Y aunque pasó largas temporadas en Finlandia y viajó a Francia, donde contactó con el movimiento impresionista, siempre se le engloba dentro de los pintores rusos, concretamente del movimiento Los Itinerantes, pintores que ampliaron la temática de sus obras y tuvieron una gran sensibilidad para retratar las tensiones sociales de su tiempo, el mundo de los pobres y los desvalidos, sin olvidarse de la pintura histórica o del retrato de las personalidades de su época. Cuando la revolución bolchevique de 1917 triunfó, él ya no quiso inmiscuirse en política. Se sentía demasiado viejo para aplaudir el río de sangre que corría por todas las tierras de Rusia en nombre de los proletarios. Sin embargo, para las autoridades soviéticas, la pintura realista y social de Ilya Répin fue un modelo a seguir en todas las academias de Bellas Artes. Murió en 1930, a los 86 años, en su finca Los Penates (por entonces territorio finlandés). Su última obra, llena de color y alegría, lleva por título Gopak y está  dedicado a danza tradicional ucraniana.

Hay una obra de Repin que siempre me ha fascinado, e inquietado al mismo tiempo, desde que la vi por primera vez reproducida en un catálogo de arte. En 1885, Ilya Repin pinta su obra maestra Iván el Terrible y su hijo (hoy en la Galería Tetriakov, de Moscú). Una pintura de historia, tan de moda en aquella época, que hace referencia a un episodio ocurrido tres siglos antes, exactamente el 16 de noviembre de 1581. El zar Iván el Terrible, en uno de sus accesos de ira y terriblemente enfadado por lo que él consideraba ropas indecentes de la zarina, amenaza con prenderla a bastonazos con ella. El zarévich, presente en la sala y en un intento de proteger a la zarina, se interpone y se enfrenta al padre,  pero el bastón lo golpea con tal fuerza en las sienes que, al punto, cae desplomado. El padre, horrorizado, trata inútilmente de detener la sangre de la sien. 

En la pintura, Iván aparece espantado por su violencia, atormentado por la culpa de haber herido brutalmente a su heredero, los ojos fuera de sus órbitas. El pintor subraya a la perfección la tensión violenta del crimen. Un padre colérico ha destruido a quien más debía haber amado. El hijo, antes de expirar, estrecha con su débil mano el brazo del padre, en un gesto de silencioso perdón.

     Ilya Repin pintó este cuadro en un estado de tensión y de furia. El pintor escribe: "Pintaba a ratos, sufría, estaba preocupado, corregía y corregía lo pintado, escondía el cuadro con decepción enfermiza de mis propias fuerzas. De nuevo, lo sacaba e iba al ataque. A menudo experimentaba miedo. Me alejaba del cuadro, lo escondía. A mis amigos el lienzo también les provocó una honda causaba. El cuadro me causaba repulsión y, al mismo tiempo, sentía un fuerte impulso para seguir trabajando en la pintura". 
        La escena tiene lugar en uno de los salones del palacio. Un espejo,  arcones,  una silla y un cojín por el suelo... indican el forcejeo previo. El suelo está cubierto de ricas alfombras persas, de llamativas tonalidades rojas, como si la sangre derramada alcanzase ya el palacio entero y la corte toda y toda Rusia. en la estancia, el bastón con el que golpeó al zarévich brilla como un cuchillo criminal.

Pocas veces el arte ha reflejado mejor el horror de un crimen, la locura de un rey, la grandeza del hijo que intentó aplacar la ira de zar y que fue capaz de perdonar al padre asesino. En el fondo, el heredero sabe que, de por vida, su padre estará condenado a revivir, día tras día y noche tras noche, aquel preciso instantes de furia, hasta hacerle enloquecer.

Los vestidos suntuosos del zarévich contrastan con la vestimenta de color negro del zar. El zarévich, que por su grandeza moral hubiera merecido alcanzar el trono, está agonizando. En cambio, el zar violento, loco y desquiciado (‘Terrible’ es el apodo con el que ha pasado a la posteridad), seguirá vivo, pero condenado para siempre al duelo y al luto.

Iván el Terrible es de sobra conocido por las muchas atrocidades cometidas y por los numerosos asesinatos que encargó entre sus propios colaboradores, pero ningún episodio refleja mejor su reinado sangriento que esta pintura de Ilya Repin. Esos ojos desorbitados, esa mirada inyectada en pánico, esas manchas de sangre en su propio rostro, ese intento vano de frenar la hemorragia y ese beso desesperado en la frente del hijo.                     Asistimos a la soledad más atroz de dos personajes: al desgarrador remordimiento ante la muerte inminente del hijo, se opone la resignación y la paz con la que el zarévich, también de nombre Iván, afronta el final inminente de su existencia: muere perdonando. Y la lágrima que con absoluta maestría Ilya Repin pintó en el rostro del moribundo, no sabemos si es por el golpe recibido, por la despedida de la vida o por su propio padre. Tal vez el zarévich llora por la vida tan desdichada que llevan siempre los que hacen desdichados a otros.

Por una estrecha ventana entra una luz fría pero suficiente para iluminar a los dos personajes, únicos actores, víctima y verdugo, de un sacrilegio, frente a frente, enlazados para siempre en el recuerdo de todo un pueblo.




miércoles, 14 de agosto de 2024

La escuela: una llama que no se apaga nunca

 

Como ya sucedió el curso escolar anterior, muchas escuelas de amplios territorios de la R. D. del Congo no abrirán al inicio del curso escolar. Hace unos días,  el misionero Blaise Mukampiel me decía por teléfono que, de momento, no habían podido regresar a Bateke, de donde fueron expulsados por la violencia extrema hace ahora año y medio y donde aún no se dan las condiciones para regresar. La guerra en El Congo es una guerra olvidada, o quizás sería mejor decir escondida. La guerra llegó a la meseta de Bateke en mayo de 2023. Y con ella, la destrucción de muchas escuelas o su apropiación por parte de la guerrilla o del ejército para transformarlas en refugios para los soldados o los guerrilleros. Y en esas seguimos aún. Pero en este mundo nuestro, sólo se habla de la guerra de Rusia-Ucrania o de la guerra de Israel-Palestina. Es lo que hay.

                A sólo 130 km de Bateke está Kinshasa, la capital de la R. D. del Congo. Y en esta ciudad, gracias a Dios y por ahora, las escuelas abrirán los primeros días de septiembre. Este es el motivo por el que, un año más, pido vuestro apoyo al programa de alfabetización y escolarización de menores de la calle en la ciudad de Kinshasa. 

            En un reciente estudio del pasado mes de julio, la Ong jesuita Entreculturas, experta en educación, decía: "Más  de 460 millones de niños, niñas y adolescentes viven en zonas de conflicto. Unos conflictos que han provocado que una quinta parte de los niños y niñas del mundo, el mayor número de la historia, se encuentren hoy en situaciones de emergencia, haciendo que peligre su vida, su derecho al aprendizaje y sus oportunidades de futuro”. 

“En estos contextos, incluso en las guerras más cruentas, la escuela significa mucho para la infancia. Es el lugar donde pueden recuperar, aunque sea por unas horas, la normalidad, el juego y el aprendizaje”. Y en el informe se hace un llamamiento: “fortalecer las escuelas para que sean un entorno protector y protegido, para que niños y niñas puedan permanecer en el sistema educativo. Una seguridad que va más allá de lo educativo y que engloba otros derechos humanos que están estrechamente relacionados, como el derecho a la sanidad o a una buena alimentación”.

La escuela no es un edificio. Ni unos materiales. Ni unas herramientas.  La escuela son los maestros que transmiten conocimientos y valores. La escuela son los compañeros con los que establecemos vínculos, a veces de por vida. La escuela es, en muchas ocasiones, una ocasión única para el aseo personal, la comida a mediodía, el uniforme que nos permite sentirnos iguales al resto de compañeros. La escuela es una pequeña luz que se enciende en la cabecita de un niño y que no se apagará nunca jamás.

Centenares de niñas y niños, rescatados de la calle y sus mil peligros, empezarán el día con un paseo hasta la escuela, vestidos y aseados, con su mochila, su cuaderno y su lapicero. Allí les esperará un maestro que encenderá en sus mentes esa pequeña llama de conocimiento. Una llama más importante y más necesaria que la llama olímpica que cada cuatro años abandona la ciudad de Olimpia para presidir los Juegos en una gran ciudad del mundo.

    ¿Deseas colaborar con un mes de escuela? 15 euros.

    ¿Deseas colaborar con un año de escuela? 150 euros.
















lunes, 5 de agosto de 2024

Concierto Benéfico: Bienvenidos al Paraíso


  

El Ayuntamiento de Valladolid, con motivo de la celebración del Día del Cooperante, ha organizado un Concierto Benéfico que tendrá lugar el próximo 15 de septiembre, a las 19:30 horas, en la Sala Sinfónica del Centro Cultural Miguel Delibes (Valladolid).

            Fue la Coordinadora de Ongd de Castilla y León (COODECYL) la que propuso que el Concierto de 2024 fuese a beneficio de Puentes Ongd que desde hace más de dos décadas colabora con OSEPER (Obra de Acompañamiento, Educación y Protección de los Niños de la Calle), creada por los misioneros guanelianos (Siervos de la Caridad).

Una serie de acontecimientos dramáticos (Guerra del Congo, genocidio congoleño, surgimiento de guerrillas en torno a las minas de coltán) provocaron en torno a 1998 un fenómeno nuevo y desconocido en la R. D. del Congo, corazón del África Negra: los niños de la calle.

Las razones de este dramático fenómeno son muchas: niños huérfanos como consecuencia de la guerra o de la hecatombe del Sida, niños soldados forzados y abandonados a su suerte, desmoronamiento de los valores familiares y tribales, la desestructuración de la sociedad, la pobreza extrema que condujo a un sálvese quien pueda, etc.

La acción globalizadora de OSEPER alcanza a todos y cada uno de los aspectos de los menores de la calle en la ciudad de Kinshasa (R.D. del Congo): localización de los niños en torno a los mercados tradicionales, punto de agua potable, refugio nocturno, ambulatorio móvil por las calles de la ciudad, casas de acogida para niños y niñas, programas de alfabetización, enseñanza reglada en diversas escuelas, módulos de formación profesional, asistencia sanitaria que incluye detección del sida, reunificación familiar donde es posible, inserción laboral, acompañamiento y sanación de experiencias traumáticas, ocio y tiempo libre, formación en valores, promoción de una cultura de acogida a los niños y niñas de la calle en medio de las instituciones políticas y sociales del Congo, etc.

Dentro de este amplio programa de actividades, PUENTES ONGD, desde la modestia de sus recursos, colabora anualmente en dos proyectos concretos: Uno: Escolarización y alfabetización de los menores en la calle. Y Dos: asistencia sanitaria a través de la ambulancia que recorre cada noche la ciudad para ir al encuentro de niños enfermos o heridos.

El programa educativo con el que colabora Puentes incluye las “Veladas de danza y dramatización”. En las distintas casas de acogida, los momentos de canto, danza y dramatización están muy presentes. El canto y la danza son consustanciales al alma africana. Se canta y baila para expresar la alegría y gratitud por tantos motivos, para manifestar alabanza y honrar a Dios o a los antepasados. Para recordar las penas, los trabajos y el sufrimiento. La cultura eminentemente oral del Congo facilita este tipo de expresiones. A medida que los menores ganan confianza y superan el shock, pueden hablar de sus experiencias traumáticas, de la historia de su familia o de su tribu, de su orfandad o de la acusación de ‘niños brujos” a la que un día les condenó todo su entorno.

Para una pequeña Ongd como Puentes, este concierto es un bonito regalo en este año en que celebramos el 25 Aniversario de su fundación. Una pequeña Ongd que ha hecho del voluntariado y de la gratuidad las columnas de la filosofía de su proyecto. Tender puentes, en lugar de levantar muros, en un mundo tan polarizado y hostil, es una manera diferente de ser y estar en esta sociedad.

Recibimos, por tanto, este regalo con inmensa gratitud. No es sólo una oportunidad de un ingreso extraordinario, es también una oportunidad para hablar de una realidad dramática, pero donde, de hecho, caben la esperanza y la alegría: los niños y niñas de la calle de Kinshasa.

La Sala Sinfónica del Centro Cultural Miguel Delibes ofrecerá su imponente escenario para celebrar el Día del Cooperante 2024. Y será un lujo la presencia en ese escenario de IPHARADISI ‘Bienvenidos al Paraíso’, el grupo de música coral que descubre para nosotros la música tradicional africana, con su color y su ritmo, su sabor y su belleza. Canciones en Suajili, Venda, Sesoto, Zulú o Xhosa, interpretadas por cerca de 100 voces y acompañadas por instrumentos como el saxofón, contrabajo y piano, sin olvidar la percusión africana. IPHARADISI, nos invita a hacer un viaje musical por el alma del África Negra. Y también a dejarnos empapar por las notas musicales y las historias que suceden más allá de nuestro jardín y de nuestro cerrado mundo.

Ya se pueden sacar las entradas on line al precio popular de 10€. Os esperamos el próximo 15 de septiembre. Y os agradecemos la difusión de este Concierto.

https://www.centroculturalmigueldelibes.com/evento/concierto-benefico-dia-del-cooperante/

Ojalá que “Bienvenidos al Paraíso” no sea sólo la música de fondo del Concierto Benéfico, sino también un saludo, un desiderátum, una invitación para todos los que llegan a la vida, independientemente del país al que llegan, para todos los que habitan esta Tierra y para todos los que han atravesado mil noches oscuras de maltrato, hambre, violencia o incultura.

¡Bienvenidos a la música!

¡Bienvenidos a la solidaridad!

¡Bienvenidos al Paraíso!



















lunes, 29 de julio de 2024

París 2024: la Última Cena y una bandera al revés



Se puede resumir de muchas maneras la Ceremonia de Apertura de los Juegos Olímpicos de París 2024. Un primer resumen podría ser: el grandioso escenario del Sena y de los espectaculares edificios construidos a lo largo de los siglos en París no merecían el espectáculo decadente ofrecido. No obstante, no faltaron los momentos brillantes: la canción Hymne à l’amour, de Edith Piaf, en la voz de Celine Dion, el traspaso de la antorcha de las manos de Zidane a Nadal, un jinete sobre un caballo mecánico surcando las aguas del río, el encendido de la llama olímpica, la Marsellaise cantada desde lo alto del Grand Palais. No quise perderme la ceremonia de apertura de una ciudad a la que tanto, y por tantos motivos, amo; en la que viví, y cuyas calles, plazas, parques y museos recorrí palmo a palmo.

La lluvia vino a deslucir la ceremonia, es verdad. Un público, ya de por sí muy escaso, por razones de seguridad, a lo largo de los 6 kilómetros del río, fue mermando poco a poco a medida que la lluvia arreciaba, y las autoridades aguantaban estoicamente, con chubasqueros de todo a cien, el chaparrón. El desfile de las delegaciones olímpicas no se diferenciaba en mucho de los bateau mouches para turistas que recorren cada día el Sena. Y hubo algún equipo africano (recuerdo el de Gabón) al que le tocó desfilar en embarcación tan pequeña, que bien parecía una patera recién llegada al Sena. Una estética rosa y queer, más propia de un desfile gay pride o de festival de Eurovisión, fue la nota dominante. Con un cierto sonrojo contemplamos a la mismísima Guardia Republicana en plan charanga Pakito el chocolatero. Un autosatisfecho Macron declaraba que “Esta es la Francia”. Creo que Francia es mucho más que esta sucesión de números musicales algo kitsch y que resultaban fríos por la falta de un público que les contagiase calor y emoción. Nada menos deportivo que la aparición de un Dionisio azul y cebado en medio de alimentos altamente calóricos. Los valores de contención, dominio, disciplina, superación, esfuerzo y coraje, sacrificio y compañerismo, típicos del deporte y de los esforzados atletas, brillaron por su ausencia. El hedonismo, valor supremo en esta Europa sin rumbo, quedó muy bien pintado y reflejado. Ciertamente, no vivimos tiempos heroicos. El emblema olímpico de Citius, altius, fortius, (más veloz, más alto, más fuerte) se trastocó en el Sena, en varios momentos, por un alarde de feísmo. Nada de la antigua grandeur de Francia. Francia (al igual que toda Europa) rebajada a unos ideales efímeros, panfilistas y buenistas, muy acordes con los tiempos que corren.

El espectacular edificio de la Conciergerie albergó uno de los números de peor gusto que se haya visto en unos juegos olímpicos: una María Antonieta decapitada aparecía vociferando en uno de los balcones, mientras una banda de música metal cantaba una canción de la época revolucionaria Ça ira (entre otras lindezas, se decía: ¡colgaremos a los aristócratas!), y una lluvia de confetti rojo simulaba el baño de sangre que acarreó la revolución francesa y el conocido periodo del Terror. Nada más alejado del espíritu olímpico: los griegos que fundaron los Juegos en Olimpia exigían una tregua de paz a todas las ciudades participantes.

El plato-basura llegó cuando un grupo de drag-queens escenificó grotescamente la Última Cena de Leonardo da Vinci (por cierto, muerto y enterrado en Francia). A lo largo de las últimas décadas ha habido muchos artistas que han parodiado, incluso irreverentemente, la original disposición de los 12 apóstoles, en grupos de tres, del pintor milanés. Nada que objetar. Pero no parece de recibo que en una Ceremonia, diseñada por un gobierno, en este caso el francés, y pagada con dinero público, se pueda ser tan irrespetuoso con los valores de una religión que profesan millones de creyentes en el mundo entero. En este número, la vulgaridad y la zafiedad alcanzaron tintes épicos. El respeto deportivo falló completamente. Tampoco me hubiera gustado que ninguna otra religión fuese escarnecida. Pero, puestos a reírse de las religiones, podían haber repartido las burlas entre todas las religiones. Alguna de las cuales, en su versión radical, la tienen muy cerca y muy presente los franceses, con continuas algaradas e incendios en los barrios, sabotajes, algún sangriento asesinato a sus espaldas, por ejemplo de los trabajadores del periódico satírico Charlie-Hebdo.

Hay una Francia onírica, irreal, buenista, que sermoneó y catequizó a lo largo del espectáculo de  Apertura con las ideologías de moda. Pero hay una Francia real, menos colorista y menos alegre. Es la Francia de los sabotajes a los trenes, en las horas previas a la inauguración. Una Francia atemorizada con la insolencia de un islamismo radical (en el que no puedo incluir a los honrados y piadosos musulmanes) que desprecia los valores democráticos y siente un odio visceral por la Francia laica y republicana. La misma Francia que ha brindado a las sucesivas oleadas de emigrantes muchas oportunidades en la escuela, en el hospital, en los subsidios de desempleo y en todo tipo de ayudas. Un islamismo radical que siente el mismo desprecio por la religión de los cristianos que son los mismos que les ofrecen ayuda incondicional en cada parroquia y en cada salón de cáritas, lo cual honra a los cristianos, todo sea dicho. Esa es también la Francia real. No me extraña que muchos islamistas radicales se froten las manos ante esta ceguera de Francia y de Europa.

 Y no está de más recordar, en este punto, el cuentecillo de aquel hortelano al que los topillos tenían arrasados los surcos del huerto. Apenas salían los brotes, los topillos hacían de las suyas. Y sin embargo el hortelano no paraba de disparar con su carabina a los gorriones. Francia, y también Europa, no para de disparar contra los gorriones, a pesar de que son los topillos los que arrasan con las coles, las lechugas y los tomates.

En fin cosas de la modernidad, de la cultura de la cancelación y de esa fascinación por la barbarie, que parecen definir nuestro tiempo. En cada momento las ideologías ciegas, sostenidas por sus correspondientes políticos en los Parlamentos, dicen contra qué gorriones hay que disparar y ante qué topillos hay que ponerse de rodillas. Probablemente nada nuevo en el mundo. Pero da un poco de pena por esta Europa desnortada, que olvida sus raíces y tira piedras a su propio tejado. Es, sin duda, la Europa de Dionisio, de cuya borrachera nada bueno puede esperarse.

Tal vez esa bandera olímpica izada al revés junto a la torre Eiffel de París sea sólo un símbolo, metáfora inquietante, comparación siniestra, de una Francia y de una Europa ‘al revés’, orgullosa de su decadencia y de su galope hacia el abismo de los bárbaros. No olvidemos nunca que un pequeño rey bárbaro, Teodorico, en un momento en que  Roma empezaba a sentirse orgullosa de su decadencia, y era incapaz de ver lo que pasaba a su alrededor, describió magníficamente lo que observaba: “los bárbaros listos quieren ser romanos, y los romanos tontos quieren ser bárbaros”.

Probablemente, cuando los "bárbaros" alcancen el poder y sean mayoría en las naciones de Europa, los primeros que van a caer son los derechos de las mujeres y los derechos LGTBI, además de otros muchos. Y entonces, muy probablemente, no nos quedarán ganas de mofarnos de la Última Cena ni de los valores inmortales que esa misma Cena contiene y representa.




















viernes, 12 de julio de 2024

Epílogo: “Polvo en el viento”. Y sin embargo…

 


La celebración en 2023 de los 25 años de Puentes fue un motivo para recordar y una razón para mostrarse agradecidos. Es verdad que, cuando miramos hacia atrás, lo hacemos con el bagaje que hemos ido acumulando hasta el presente. No hay memoria inocente. Algo que nos pareció muy bonito en su momento, nos parece ridículo ahora. Y algo a lo que no dimos mucha importancia cuando ocurrió, podemos magnificarlo y convertirlo en mítico.

En las últimas 44 semanas, y gracias a las muchas notas y fotografías tomadas en su momento, he tratado de contar los viajes a los proyectos de Puentes en Ghana, Nigeria, R.D. del Congo, México y Guatemala: el impacto de algunos encuentros y las enseñanzas recibidas, las impresiones que provocaron y las preguntas que suscitaron. Cada lunes, en el Blog de Puentes Ongd y en el Blog Adan Breca en Camino ha ido apareciendo un artículo tras otro.

 Recordar es volver a pasar por el corazón. Recordar es, en cierta forma, volver a vivir. Y de esta manera han vuelto a pasar por el corazón muchos rostros, muchos momentos, muchos nombres y, sobre todo, muchas historias escuchadas, vistas y escritas.

El ser humano no puede vivir sin relatos, no puede vivir sin historias que recordar o que contar o que escribir o que pintar. De generación en generación, desde los tiempos de Altamira hasta los de Google, el ser humano tiene imperiosa necesidad de contar historias, al amor de la lumbre en una cueva, o en la pantalla de un ordenador, en un pentagrama, en un papiro, en un óleo, en los frisos de un templo griego o en las vidrieras de una catedral.  El hombre es, por naturaleza, un “contador y un transmisor de historias”.  Por ello, por esa asombrosa capacidad de la Biblia para recoger los relatos de hombres y mujeres, cualquier lector, creyente o no, se identifica fácil y hermosamente con esas historias. 

En una tarde del verano de 1998, una joven con polio recibe, desolada, la noticia de que no hay dinero en la misión guaneliana en Ghana para una pequeña intervención en sus piernas. Helen es su nombre. Y su historia está en el origen de un impulso solidario que terminaríamos por llamar Puentes Ongd.

¡Pero hay tantas historias vistas, oídas o leídas!: Kwasi o Kwame, aquejados de poliomielitis en un país, Ghana, donde aún no todos los niños son vacunados. La historia de la fortaleza de Cape Cost que guarda la tumba del único esclavo que pudo regresar a su tierra. El holandés Leonard que monta un taller para hacer zapatos ortopédicos en Abor. Las fotos impactantes de los niños famélicos de la guerra de Biafra. La pequeña Ifunanya que encuentra en la casa de Nnebukwu su hogar. Keke, un chico con discapacidad, que cuida a otros niños con discapacidad como una madre cuida a sus hijos. Ébere, el niño que se maravilla ante un grifo de agua potable. Las madres-coraje que luchan por sacar adelante a sus mellizos. Las  mujeres que se organizan en asociación para conseguir un poco de 'oganihu’ (progreso). Los niños que construyen sus propios coches de juguete con materiales del basurero. La ambulancia que recorre las calles de Kinshasa al encuentro de niños de la calle, enfermos y heridos. Dieu le veut, el niño feliz porque tiene cada mediodía un plato de fufú. El rostro terrible del sida reflejado en los ojos moribundos de Dieu-Merci. El alumno que protege del diluvio su cuaderno de clase, como si fuera un inmenso tesoro. Los niños condenados a picar piedra por un plato de comida. Los jóvenes que aprenden el noble oficio de la panadería. Los primeros doce franciscanos que llegan a América para poner dulzura y cordura en la Conquista. La vida de María Guanella, una mujer ‘inexistente’ para la administración de México. Miguel, el pastelero sonriente de San Miguel Teotongo. La historia de Chonito, el niño enfermo, que consuela y alienta a sus vecinos. Los voluntarios que llevan medicinas y comida a los enfermos de Tepetzintan. Las eucaristías donde no sólo reparte a Cristo sino también un tazón de leche. La familia numerosa a la que construyeron una pequeña casa en la aldea de Chapas. El gesto inmaculado de Jeremías que guarda la mitad de su hamburguesa para su hermanito. Los misioneros que defienden el evangelio e igualmente los derechos sociales de los pobres. El pequeño Roberto que ayuda a sus padres a recolectar café. Y otros muchos nombres. Y  otras muchas historias. Y otros muchos rostros.

Porque un movimiento solidario no es sólo el trasvase de unos miles de euros desde un territorio rico a un territorio pobre. Un movimiento solidario es una ventana donde gentes sensibles y sensatas se asoman para ver lo que sucede más allá del puente que separa dos orillas.

¿Y qué son los recuerdos? ¿Tal vez sólo polvo en el viento / Dust in the wind, como nos ha enseñado la inolvidable canción escrita por Kerry Livgren e interpretada por la banda Kansas? “Cierro los ojos / solo por un momento y el momento ya se ha ido /Polvo en el viento / Todo lo que somos es polvo en el viento / Solo una gota de agua en el mar / Todo lo que hacemos / se desmorona en el viento / aunque nos negamos a ver / polvo en el viento”

Pero los recuerdos, antes de ser polvo en el viento, fueron hechos, palabras, miradas, abrazos, momentos compartidos, biografías aprendidas, rostros grabados, primero en la retina y, definitivamente, en el corazón.

Todo es polvo, pero ‘polvo enamorado’, nos enseñó Quevedo. Porque, antes de ser ceniza, la madera fue árbol. Y el recuerdo de su sombra y de su fruto seguirá dando un poco de compañía al niño, al adulto y al anciano. 

“Polvo en el viento. Hasta que la desmemoria todo lo borre. Y el viento se lleve el polvo al país de la nada. Y sin embargo, un trozo de pan ofrecido, una palabra entregada con cariño, un cuerpo sostenido en cualquier Gólgota del mundo, perdurarán ahí para siempre en una eternidad eterna. Y esos pequeños gestos de humanidad y amor “seguirán moviendo el sol y las estrellas”, como poéticamente nos enseñó Dante Alighieri


Puentes Ongd: 1998-2023














jueves, 18 de abril de 2024

Una temporada en el infierno


           

En una estación de París, desciende un joven de 16 años, cuerpo atlético, pelo alborotado y ojos azules. Se llama Arthur Rimbaud. En el andén, impaciente, lo espera un escritor consagrado, avejentado, a punto de entrar en la treintena, casado y en espera de su primer hijo. Se llama Paul Verlaine. Es el año 1871. Y Francia entera está a punto de vivir el escándalo literario más clamoroso del siglo XIX.

Rimbaud había nacido en el seno de una familia de cinco hermanos, donde los gritos eran la música de fondo de la casa, hasta que un buen día el padre abandonó el hogar para siempre. Los cinco hermanos quedaron al cuidado de una madre autoritaria y exigente que traía a mal traer al adolescente Arthur, rebelde, soñador, pero también el más brillante del Instituto de Charleville.

A los 15 años escribió sus primeros poemas y, convencido de la valía de estos, enamorado como un Pigmalión de sus versos, se los envió a los grandes poetas de París, entre ellos a Paul Verlaine. Necesitaba salir de la cárcel de su casa y de su pueblo. Paul abrió la carta y no dio crédito a lo que leía. Los poetas consagrados llegaban a esta perfección después de veinte años de denodados ejercicios, y ¡un adolescente era capaz de esta grandeza! Verlaine se los dio a leer a Víctor Hugo y éste sentenció: “Shakespeare enfant”. Un Verlaine entusiasmado le escribió y le mando el billete de tren: “Podrás alojarte en mi casa”.

Verlaine paseaba al joven poeta de salón en salón literario y de café en café. Y todos se hacían lenguas del poema de Rimbaud, "Bateau ivre” (barco ebrio), maravillados ante unos versos destinados, como así sucedió, a formar parte de todas las antologías poéticas en lengua francesa. Con aplauso unánime, las revistas literarias publicaron los poemas del enfant terrible.

Rimbaud se sabía elegido por los dioses y por las musas, y allí donde entraba, se formaban corrillos para escucharle o simplemente para ver "la juventud hecha verso y la rebeldía hecha poema”. Verlaine se sentía descubridor y mecenas, y ya no sabía dar un paso por los salones de París sin la compañía del joven poeta. Salían todas las noches. Bebían absenta, fumaban opio, consumían hachís. Y volvían a casa, ebrios de palabras y borrachos de absenta. Muy pronto, Verlaine, sintió que le gustaba el joven Rimbaud, pero no sólo como poeta. Rimbaud sintió algo parecido por aquel Verlaine que le doblaba en edad y que se manejaba por los salones de París, como anguila en el agua. Las palabras encendidas terminaron por encender los cuerpos. Pero aquel torrente de deseo, a contracorriente de los buenos usos y costumbres de la época, no iba a ser fácil de encauzar por un tranquilo canal. En un café literario, melancólicos y absortos, los retrató, junto a otros literatos del momento, Henri-Fantin Latour. El cuadro, titulado Un coin de table (un rincón de la mesa), se puede ver en el Musée d’Orsay.

Algo a la mujer de Verlaine le hizo pensar que Rimbaud, alojado en su casa, era su rival. También los poetas y artistas, los bebedores de licor de ajenjo, leyeron algo en los ojos  de los dos artistas. Los rumores empezaron. Y con ellos, la incredulidad y la burla, el escándalo y la condena. Asustados, decidieron separarse. Rimbaud volvió a su casa. Verlaine mantuvo las formas en la suya.

Pero para Rimbaud la casa materna seguía siendo cárcel. La vida era insufrible, aburrida y vacía. La idea del suicidio entró en su cabeza. Nada más lógico, en un siglo de suicidas incomprendidos. Volvió a París, se encontró con Verlaine en una calle. Era el 7 de julio de 1872. Rimbaud le dijo: “Me voy a Bélgica. Ya no volverás a verme, a menos que me acompañes”. Era la orden esperada. Paul Verlaine, el más renombrado poeta de su generación, sólo pudo balbucir: “Entonces, vámonos”. El escándalo explotó en París como una tempestad no anunciada, como un obús, como un incendio. La pareja dio la espalda al mundo y viajó a Bruselas; luego, a Londres. Vivieron y malvivieron. Los pocos ahorros que llevaban en sus bolsillos pronto se esfumaron. Daban clases, vendían poemas, pero la pobreza llegó a sus vidas. Los insultos, las broncas, las lamentaciones, las culpas, las amenazas de abandono, el perdón y la reconciliación, se mezclaban con la absenta y el opio, las sábanas revueltas y también con los labios que se buscan y se maldicen al mismo tiempo.

Las cosas empeoraron y se salieron de madre. Rimbaud le dijo que definitivamente quería romper y largarse. Verlaine pareció aceptar esta solución, también él reconcomido por un sentimiento de culpabilidad frente a su mujer y a su hijo. Cuando llegó el momento de la despedida, Verlaine enloqueció. Sacó un revólver y disparó dos veces, pero los nervios y la borrachera erraron el tiro. Rimbaud estaba dispuesto a olvidar el incidente, mas cuando Verlaine hizo ademán de coger de nuevo la pistola, avisó a la policía. Un homicidio frustrado puso punto final a la relación amorosa más escandalosa de Francia.

A Verlaine le esperaban dos años de cárcel. Entre los barrotes -y bajo la abstinencia de absenta- tuvo tiempo para reflexionar sobre una vida echada a perder, sobre las personas infelices que había dejado a su alrededor y sobre Rimbaud, el joven poeta que le había elevado a los cielos y le había arrojado al averno. Y en la vorágine de culpa, desdicha, arrepentimiento y sufrimiento, su alma volvió a Dios. Surgió el poeta de espléndidos versos cristianos e inconfundibles anhelos místicos.

Dicen que los dos escritores aún se vieron una última vez. Tomaron una cerveza juntos. Verlaine le dijo que había encontrado refugio y paz en Dios.  Rimbaud le escuchó en silencio como quien oye llover.

Al joven poeta, al niño prodigio de la rima francesa, aún le quedaban otras aventuras por recorrer. Se alistó en diferentes ejércitos mercenarios, viajó por medio mundo y acabó en Harar, actual Etiopía, donde se dedicó al contrabando de marfil y de armas y al tráfico de esclavos. En su poemario en prosa “Una temporada en el infierno” dejó buena cuenta de su atormentada relación con Verlaine. Este, por su parte, habló de ese periodo salvaje en “Libro de los poetas malditos”.

Rimbaud tenía sólo diecinueve años cuando escribió su último poema. No volvió a emborronar una cuartilla.  En cinco años como escritor había alcanzado una de las cimas de la poesía en lengua francesa. Perdido en África, nadie supo nada de él. La tierra se tragó al iluminado poeta, al favorecido de las musas.  

Hace un par de años, un grupo de intelectuales franceses solicitó al presidente de la República, Enmanuel Macron, que Verlaine y Rimbaud fueran sepultados juntos en el Panteón de París. Se opusieron los últimos familiares de ambos y los amigos de sus asociaciones. Lo suyo –argumentaban- no fue una historia de amor. Simplemente sus vidas se encontraron y chocaron durante un breve tiempo. Nunca sabremos si se echaron de menos el uno al otro.

Macron no tuvo más alternativa que respetar la voluntad de los familiares y de los amigos. A pesar de los muchos intentos de hacer de ellos un icono gay en Francia, nada más ajeno a los sentires y pensares de los protagonistas. Rimbaud hubiera probablemente contestado con uno de sus versos rotundos: “Nunca he pertenecido a este pueblo; nunca he sido cristiano; soy de la raza que cantaba en el suplicio; no comprendo las leyes, soy un bruto: os equivocáis”

Roído por un cáncer de huesos, lo que obligó a amputarle una pierna, Rimbaud volvió a Francia en 1891, para morir unos meses después. Tenía 37 años. Está enterrado en su ciudad natal, Charleville, bajo un escueto epitafio: “Priez pour lui”, rogad por él. Cinco años después, hundido por el alcohol y la locura (en una ocasión intentó estrangular a su madre), Paul Verlaine murió a los 51 años. Está enterrado en París, en la tumba familiar. En su lápida solamente aparece escrita una palabra: “Poéte”

Tal vez muchos no hayan leído un solo verso de estos poetas. Y sin embargo, sus vidas malditas, salvajes e inconformistas seguirán llenando páginas y páginas. Ese lapso que va entre el encuentro de dos hombres en el andén de una estación parisina y el sonido de un disparo fue, como lúcidamente escribió Arthur Rimbaud, una temporada en el infierno, aunque en el momento en que estaban inmersos en ella, también les supiese a gloria y a miel. O por lo menos, a absenta.




























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