José Jiménez
Lozano acaba de fallecer, hoy 9 de marzo de 2020. Fue para mí un guía seguro a
la hora de moverme por el mundo del pensamiento, desde que un libro suyo cayera
en mis manos, allá por 1986.
Ha sido, con mucho, el escritor
que más he leído, como bien da cuenta de ello el anaquel donde guardo sus
publicaciones. Un estupendo pensador en tiempos de pensamiento anémico y light.
Para mí, el pensador español más importante de las últimas décadas. A él se le
podría dar el título de “avisador”, en el sentido de que desde hace muchos años
lleva avisándonos de por dónde va a despeñarse esta sociedad que llamamos
occidental. Un pesimista lúcido y esperanzado. Un escritor que no deslumbraba,
sino que iluminaba, como ilumina una pequeña candela en una habitación a
oscuras. La cabeza mejor equipada ha muerto discretamente, después de una breve
indisposición. Era un escritor de pocos lectores, pero muy fieles. Ya se
encargaron los media importantes de colgarle el sambenito de ‘escritor
católico’, y así condenarle a una muerte civil. Retirado en Alcazarén, como un
morabito o como un ermitaño, pudo desde esa atalaya tan poco cortesana, avisar
a sus pocos lectores de qué barro estamos hechos y en qué tortuosos senderos se
está metiendo el hombre europeo, ajeno a la mirada de Cristo, ajeno a la
verdad, seducido por lo políticamente correcto y adoctrinado por el pensamiento
único. Es decir: la moda que aprisiona en cada momento. Hierba que por la
mañana florece y por la tarde está agostada.
José Jiménez
Lozano dijo en una ocasión que sólo aspiraba a hacer un poco de compañía a un
puñado de lectores. En mi caso, la compañía fue mucha. Y seguirá haciéndomela,
porque la muerte nunca interrumpe la conversación con los escritores que han
tenido algo que decir y lo han dicho. Su primera novela Historia de un Otoño –y
también mi preferida- cuenta la historia de las monjas de Port Royal des
Champs, el célebre monasterio parisino. Vivían en la más absoluta austeridad,
pero también en la más completa libertad y en la más perfecta alegría. Fueron
acusadas de jansenismo, por su manera de vivir el cristianismo, muy lejos de
una religión barroca y huera. Se resistieron heroicamente a las imposiciones
del propio Luis XIV, lo que provocó su ira. La comunidad tuvo que dispersarse y
el monasterio fue arrasado hasta no dejar piedra sobre piedra. Esta novela bien
podría ser una parábola de su propia vida y una invitación a ser libres en un
mundo en que –y esto es lo más triste- cada vez optamos más por la “servidumbre
voluntaria”.
Le debo algunas cosas, yo diría
que bastantes.
1. Sus
lecturas me llevaron a otras muchas lecturas, por ejemplo a Simone Weil, a
Willa Cather, Julien Green, Stefan Zweig o a Shushaku Endo, por citar algunos.
Que alguien te descubra nuevas vetas en la mina de la literatura o del
pensamiento es impagable. Por eso, de toda su producción literaria, fueron sus
dietarios los que más alimento proporcionaron a mi alma. Recuerdo aún la
impresión de Los tres cuadernos rojos
y de los diarios que vinieron después. Leídos y releídos, subrayados y
resubrayados. Admiraba su inteligencia iluminadora y su compasión dulce. Y
también su alegría por las pequeñas cosas, por las pequeñas noticias al margen,
por las pequeñas conversaciones. Una alegría necesaria para seguir respirando.
Una alegría que no se deja abatir por las calamidades de los periódicos y por
los profetas agoreros. La alegría de un niño por unas canicas o por un charco
bajo sus pies.
2. Su
cristianismo heterodoxo. José Jiménez
fue corresponsal en Roma durante los años cruciales del Vaticano II. Sus
crónicas fueron dando buena cuenta de lo que se estaba jugando en la Iglesia
Católica, la ilusión que estaba generando el ‘aggiornamento’ en tantos
cristianos cansados de una Iglesia rancia, cerrada, clerical, unida
inseparablemente al poder. Recuerdo la impresión de la lectura de Los Cementerios civiles, donde Lozano
rinde homenaje a tantos hombres que acabaron en el cementerio civil, o corral
ignominioso, al lado del cementerio, donde acababan los descreídos o los
suicidas o los que habían decidido apartarse de la Iglesia y solicitado un
funeral no católico. Esa opción de apartarse de la fe social y normativa, les
convertía, a los ojos de Lozano, en personas dignas de respeto e incluso de admiración.
Miguel Delibes dedicó su libro Cinco horas con Mario a José Jiménez
Lozano, compañero suyo en los afanes del Norte de Castilla. Delibes se inspiró
en ‘Pepe’, como llamaban a J.J.L., para construir el personaje de Mario.
3. Una
tarde de invierno, en Alcazarén, conversaban, como otras muchas tardes, Jiménez
Lozano y José Velicia, un sacerdote vallisoletano, apasionado por el arte y la
belleza. Fue en ese momento donde surgió la idea de mostrar obras de arte que
contasen un relato y que pudieran hablar de nuevo a los hombres y mujeres de
esta tierra. El proyecto se llamaría Edades
del Hombre. El guión de las primeras muestras de las Edades se lo debemos a
Lozano. Todos los que vimos aquella primera exposición en la Catedral de
Valladolid, en 1998, salimos heridos por la belleza. Nunca se había hecho nada
semejante. Y a partir de ese momento, todo se haría al estilo de las Edades.
Millones de personas dan testimonio de esto. Cuando murió Velicia, le dedicó un
bellísimo poema que terminaba: “¿Seguiremos conversando?”.
4. Yo
era uno de los colaboradores de la revista guaneliana Servir. Propuse hacer una
entrevista a Lozano. Llamé por teléfono. Le expliqué que quería entrevistarle y
me dijo que no le gustaban las entrevistas, y que casi nunca las concedía,
porque luego el periódico ponía lo que le daba la gana, etc. Estaba a punto de
darme por vencido, cuando le dije que la entrevista no era para ningún medio
importante, sino para una revista humilde, ligada a un centro de chicos con
discapacidad. “Ah, bueno, bueno, eso es
otra cosa. Dígame cuándo le viene bien, etc. –me contestó”. No puso ninguna
traba, contestó a todo lo que le preguntamos y aceptó encantado una pequeña
cerámica que le regalamos y que habían hecho los chicos con discapacidad.
5. Su
amor hacia los aplastados. Contó en más de una ocasión que su madrina se había
enfrentado, como una Antígona rediviva, contra los asesinos que querían impedir
que una madre gritase y llorase cuando se llevaba a su hijo hacia el paredón. Y
contó también que la criada de casa le advirtió más de una vez: “fíjate en esos pobres, parecen eccehomos”.
Fueron estas enseñanzas vividas en su infancia las que marcaron su sensibilidad
hacia los aplastados. Su literatura está llena de estos seres de desgracia.
Todos ellos son mirados con piedad y compasión, que es lo propio del alma
cristiana. Su desconfianza hacia el poder y los poderosos, forma parte también
de esta mirada compasiva por aquellos que el poder o la fuerza va dejando en la
cuneta.
***
Le tacharon
muchas veces de ‘escritor católico’, que era una manera de descalificarlo y de
condenarlo a la muerte civil, algo muy propio de este país cainita. Pero quien
ha leído a Lozano, se encuentra con un catolicismo heterodoxo, una fe que duda,
una vivencia que nada tiene que ver con el clericalismo imperante ni con la
iglesia triunfante. La suya es la mirada de un eccehomo que descubre otros eccehomos en la inmensa paramera que es
el mundo
José Jiménez
encontraría este texto muy grandilocuente. Pero así me ha salido y así se lo
ofrezco. Se ha ido muy discretamente de este mundo. Un mundo que sucumbe ante
el pánico del coronavirus y el derrumbe de las bolsas. La noticia de su muerte
ha ocupado exactamente 50 segundos en el telediario. Es lo normal en un país
que desdeña la cultura de un cierto grosor. Nada para escandalizarse. El grosor de su sabiduría y de su
pensamiento no resulta digerible para estómagos acostumbrados a las dietas
suaves.
En cambio, para
el pequeño grupo de sus lectores, su figura seguirá agrandándose, vitamina
insustituible para nuestra alma. Compañía necesaria. Candela en mitad de la
noche oscura. José Jiménez Lozano está ya –lo estaba desde hace mucho- en mi
personal Liber Amicorum. El Libro de los Amigos.
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