Si lo pensamos bien y
reparamos en ello por un momento, la vida no es un valle de lágrimas, lo cual
no quiere decir que no existan las lágrimas, las noches oscuras, los bajones
anímicos, pero en general, a la existencia del ser humano no le faltan algunos
grandes momentos de plenitud y, sobre todo, muchos instantes cotidianos que
rompen la monotonía y la colorean con su alegría y su dicha. Y sin embargo,
apenas reparamos en estos múltiples fogonazos de felicidad y en los muchos
motivos que tenemos para sentirnos privilegiados e invitados a vivir y no sólo
a sobrevivir. Porque, si prestamos atención a nuestra vividura cotidiana, coincidiréis
conmigo que, solamente cuando sufrimos un contratiempo, somos objeto de una
incomprensión o pasamos una mala racha de salud, es cuando caemos en la cuenta
de que éramos felices antes de la enfermedad, de la crítica injusta o del
percance económico. Éramos felices, pero no lo sabíamos. No habíamos sido
conscientes de la salud rebosante de nuestro cuerpo, del afecto de nuestra
familia, de que teníamos un trabajo y un sueldo, de que nos reuníamos con una
copa en la mano y un plato de paella. Nos había faltado la atención y, al
faltarnos, nos habíamos perdido la degustación y el saboreo de los pequeños
placeres de cada día.
En estos días de vacaciones,
a la orilla del padre Duero, bajo el acogedor refugio de la vieja casa o bajo
la sombra del olivo y del pino en el patio, he pensado muy a menudo en estas
pequeñas pero esenciales dichas de la vida.
Simone Weill consideraba
que la atención es una virtud y, al mismo tiempo, una expresión de amor.
Prestar atención a la vida, observarla con misericordia, vivirla con aceptación,
nos predispone a celebrarla. Únicamente solemos decir que estamos de
celebración cuando asistimos a una boda, un cumpleaños, un acontecimiento
importante, una graduación, y sin embargo, pocas veces, decimos que estamos de
celebración cada vez que paseamos por medio de un bosque, preparamos un café, nos
sentamos con un libro en la mano o nos reencontramos con un amigo.
Mirar con atención el
mundo, la naturaleza, la conversación con los demás, el afecto que nos tienen,
los sentidos de nuestro cuerpo que nos acercan una música, nos hacen saborear nuestro
plato preferido, reciben un abrazo fuerte de un amigo, se maravillan ante un
campo de girasoles, o huelen el espliego del pinar... Todo es gracia, nos decía
George Bernanos. Y recibir cada día y a cada persona como ‘gracia’ nos ayuda a
alcanzar la plenitud del cuerpo y del alma.
¿No es motivo para
celebrar el levantarse a pasear y contemplar el amanecer entre los pinos? ¿O vislumbrar
en la lejanía el ramoneo de los corzos y
sus brincos cuando oyen nuestros pasos? ¿Y recibir en casa a un amigo que nos
pone al día de su vida y nos despide con un abrazo o comparte con nosotros unas
viandas? ¿Y tomar un café y un dulce en la chopera de San Bernardo, teniendo a
tus espaldas el monasterio cisterciense? ¿Y juntarse con la familia y recordar
a los que no están, sus decires y sus expresiones, o tomar un poco el pelo a
los más jóvenes, fingiendo escándalo por sus formas de vestir, de pensar o de
divertirse? ¿Y sentarse al atardecer con un libro en la mano, por ejemplo el
Cartapacio en torno a José Jiménez Lozano, los escritos de Rafael Narbona, o
Las furias invisibles del corazón, de John Boyne? ¿Y preparar un plato de pasta alla matriciana para
la familia o los amigos y hacerlo con amor que es el perejil imprescindible de
todos los guisos? ¿Y escuchar a primera hora de la mañana o a última de la
tarde el piar de los pajarillos en el ciprés o su revoloteo juguetón de rama en
rama? ¿O pasar al lado de los niños que chapotean en el agua o hacen cubos de
arena en la playa del río, y de los mayores que, sentados a la mesa, comen y
charlan? ¿O escuchar cada domingo el sonido de las campanas que desde la torre
llaman a los creyentes a reunirse en torno al altar? ¿Y saludar a los
veraneantes y viejos amigos en el bar del pueblo que vuelven por verano y
repetirse los unos a los otros: “mientras
sigamos viéndonos por verano es que todo va bien”? ¿Y la esfera del
firmamento y sus estrellas, y la luna y el girar continuo de las estaciones que
desnuda los árboles y los vuelve a vestir con telas bellísimas? ¿Y el crucero
de las eras del pueblo, uno de los miles plantados en caminos y calles y
montañas de toda Europa, como para recordarnos eternamente de dónde venimos?
Y ya lo sé que el mundo
está ahí, con su guerra de Ucrania, con su crisis energética, con los insultos
de unos y otros políticos, con el paro y la guadaña de la muerte haciendo su
cosecha diaria en carreteras y hospitales. Y tampoco esto se puede olvidar ni
cancelar.
Pero la belleza de este
mundo también está aquí, espolvoreada por cada rincón y cada esquina. Está la
belleza de tantos rostros que nos aman y a los que amamos. Están las palabras y
las conversaciones y los mensajes que nos animan y levantan. Están las acciones
de tantos que nos hacen un poquito más fácil la vida y más llevadero el día. Están
los abrazos de los que van y vienen, y sobre todo, de los que se quedan a
nuestro lado. Por lo tanto, no nos faltan motivos para la celebración, motivos
para la alegría y razones para la felicidad. Basta con abrir los ojos de par en
par al mundo, al rostro del otro, a la naturaleza y a la bondad de los demás.
En un breve pero hermoso poema, José Jiménez
Lozano escribía:
“Matinales
neblinas, tardes rojas,
doradas;
noches fulgurantes,
y
la llama, la nieve;
canto
del cuco, aullar de perros,
silente
luna, grillos, construcciones de escarcha;
amapolas,
acianos, y desnudos
árboles
de invierno entre la niebla;
los
ojos y las manos de los hombres, el amor y la dulzura
de
los muslos, de un cabello de plata, o color caoba;
historias
y relatos, pinturas y una talla.
Todo
esto hay que pagarlo con la muerte.
Quizás
no sea tan caro”.
La muerte llegará para
todos, de eso no cabe duda. Pero ojalá que no pasemos por esta vida con tantas
cataratas en los ojos y tantas piedras en el corazón que nos impidan ver y
disfrutar y celebrar toda la verdad, la bondad y la hermosura de este mundo. Porque
de lo contrario, cuando la muerte llegue, nos encontrará ya muertos y bien
muertos.
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