miércoles, 10 de agosto de 2022

¡Tanto que celebrar!

Si lo pensamos bien y reparamos en ello por un momento, la vida no es un valle de lágrimas, lo cual no quiere decir que no existan las lágrimas, las noches oscuras, los bajones anímicos, pero en general, a la existencia del ser humano no le faltan algunos grandes momentos de plenitud y, sobre todo, muchos instantes cotidianos que rompen la monotonía y la colorean con su alegría y su dicha. Y sin embargo, apenas reparamos en estos múltiples fogonazos de felicidad y en los muchos motivos que tenemos para sentirnos privilegiados e invitados a vivir y no sólo a sobrevivir. Porque, si prestamos atención a nuestra vividura cotidiana, coincidiréis conmigo que, solamente cuando sufrimos un contratiempo, somos objeto de una incomprensión o pasamos una mala racha de salud, es cuando caemos en la cuenta de que éramos felices antes de la enfermedad, de la crítica injusta o del percance económico. Éramos felices, pero no lo sabíamos. No habíamos sido conscientes de la salud rebosante de nuestro cuerpo, del afecto de nuestra familia, de que teníamos un trabajo y un sueldo, de que nos reuníamos con una copa en la mano y un plato de paella. Nos había faltado la atención y, al faltarnos, nos habíamos perdido la degustación y el saboreo de los pequeños placeres de cada día.

En estos días de vacaciones, a la orilla del padre Duero, bajo el acogedor refugio de la vieja casa o bajo la sombra del olivo y del pino en el patio, he pensado muy a menudo en estas pequeñas pero esenciales dichas de la vida.

Simone Weill consideraba que la atención es una virtud y, al mismo tiempo, una expresión de amor. Prestar atención a la vida, observarla con misericordia, vivirla con aceptación, nos predispone a celebrarla. Únicamente solemos decir que estamos de celebración cuando asistimos a una boda, un cumpleaños, un acontecimiento importante, una graduación, y sin embargo, pocas veces, decimos que estamos de celebración cada vez que paseamos por medio de un bosque, preparamos un café, nos sentamos con un libro en la mano o nos reencontramos con un amigo.

Mirar con atención el mundo, la naturaleza, la conversación con los demás, el afecto que nos tienen, los sentidos de nuestro cuerpo que nos acercan una música, nos hacen saborear nuestro plato preferido, reciben un abrazo fuerte de un amigo, se maravillan ante un campo de girasoles, o huelen el espliego del pinar... Todo es gracia, nos decía George Bernanos. Y recibir cada día y a cada persona como ‘gracia’ nos ayuda a alcanzar la plenitud del cuerpo y del alma.

¿No es motivo para celebrar el levantarse a pasear y contemplar el amanecer entre los pinos? ¿O vislumbrar en la lejanía  el ramoneo de los corzos y sus brincos cuando oyen nuestros pasos? ¿Y recibir en casa a un amigo que nos pone al día de su vida y nos despide con un abrazo o comparte con nosotros unas viandas? ¿Y tomar un café y un dulce en la chopera de San Bernardo, teniendo a tus espaldas el monasterio cisterciense? ¿Y juntarse con la familia y recordar a los que no están, sus decires y sus expresiones, o tomar un poco el pelo a los más jóvenes, fingiendo escándalo por sus formas de vestir, de pensar o de divertirse? ¿Y sentarse al atardecer con un libro en la mano, por ejemplo el Cartapacio en torno a José Jiménez Lozano, los escritos de Rafael Narbona, o Las furias invisibles del corazón, de John Boyne? ¿Y  preparar un plato de pasta alla matriciana  para la familia o los amigos y hacerlo con amor que es el perejil imprescindible de todos los guisos? ¿Y escuchar a primera hora de la mañana o a última de la tarde el piar de los pajarillos en el ciprés o su revoloteo juguetón de rama en rama? ¿O pasar al lado de los niños que chapotean en el agua o hacen cubos de arena en la playa del río, y de los mayores que, sentados a la mesa, comen y charlan? ¿O escuchar cada domingo el sonido de las campanas que desde la torre llaman a los creyentes a reunirse en torno al altar? ¿Y saludar a los veraneantes y viejos amigos en el bar del pueblo que vuelven por verano y repetirse los unos a los otros: “mientras sigamos viéndonos por verano es que todo va bien”? ¿Y la esfera del firmamento y sus estrellas, y la luna y el girar continuo de las estaciones que desnuda los árboles y los vuelve a vestir con telas bellísimas? ¿Y el crucero de las eras del pueblo, uno de los miles plantados en caminos y calles y montañas de toda Europa, como para recordarnos eternamente de dónde venimos?

Y ya lo sé que el mundo está ahí, con su guerra de Ucrania, con su crisis energética, con los insultos de unos y otros políticos, con el paro y la guadaña de la muerte haciendo su cosecha diaria en carreteras y hospitales. Y tampoco esto se puede olvidar ni cancelar.

Pero la belleza de este mundo también está aquí, espolvoreada por cada rincón y cada esquina. Está la belleza de tantos rostros que nos aman y a los que amamos. Están las palabras y las conversaciones y los mensajes que nos animan y levantan. Están las acciones de tantos que nos hacen un poquito más fácil la vida y más llevadero el día. Están los abrazos de los que van y vienen, y sobre todo, de los que se quedan a nuestro lado. Por lo tanto, no nos faltan motivos para la celebración, motivos para la alegría y razones para la felicidad. Basta con abrir los ojos de par en par al mundo, al rostro del otro, a la naturaleza y a la bondad de los demás.

En un breve pero hermoso poema, José Jiménez Lozano escribía:

“Matinales neblinas, tardes rojas,

doradas; noches fulgurantes,

y la llama, la nieve;

canto del cuco, aullar de perros,

silente luna, grillos, construcciones de escarcha;

amapolas, acianos, y desnudos

árboles de invierno entre la niebla;

los ojos y las manos de los hombres, el amor y la dulzura

de los muslos, de un cabello de plata, o color caoba;

historias y relatos, pinturas y una talla.

Todo esto hay que pagarlo con la muerte.

Quizás no sea tan caro”.

 

La muerte llegará para todos, de eso no cabe duda. Pero ojalá que no pasemos por esta vida con tantas cataratas en los ojos y tantas piedras en el corazón que nos impidan ver y disfrutar y celebrar toda la verdad, la bondad y la hermosura de este mundo. Porque de lo contrario, cuando la muerte llegue, nos encontrará ya muertos y bien muertos.









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