La gente llana, la
gente de monte y valle, lo ha expresado de forma muy hermosa: "La cara es el espejo del alma".
El rostro humano concentra los sentires y los pesares, las ansias y las
soledades de su portador. El rostro humano ríe y llora, manifiesta la rabia o
la paz, la serenidad o el atolondramiento. El rostro exige piedad, suplica
compasión, amenaza o condena. El niño se parece a sus padres; el adulto se ha
esculpido su propio rostro: la suave sonrisa del pacífico o la inquietante
mueca del codicioso, la anavajada mirada del violento, la babosa del
lujurioso, la fraterna del compasivo, la temblorosa del inseguro, la inflamada
del vengativo. Todas las miradas. Todos los rostros. Todas las facciones.
Pero el rostro es
también una hierofanía, por su unicidad. Incomparable ADN de
músculos, tendones, carnaciones y arrugas. En esa unicidad está, para el
creyente, la mano de Dios. La expresión absoluta de una soberanía
creadora. El rostro que es capaz de perdonar, acariciar, llorar o temblar
es el “mediador de todo encuentro”,
en bellísima expresión de Lévinas.
El
rostro sigue siendo hierofanía, a pesar de su envejecimiento o de su
enfermedad devastadora, a pesar de su falta de belleza y encanto. Ese rostro
aún puede ser amado y redimido por la mirada salvadora de quien lo estima y lo
aprecia, de quien lo ama y lo mira con ternura.
Mientras que la
mayoría de los filósofos del siglo XX se dedicaron a estudiar el ‘ente’, Enmanuel
Lévinas puso en el corazón de su pensamiento al sujeto. En lugar de la filosofía, la ética,
en lugar del yo, el otro. El otro se impone con su alteridad. Una presencia que
me mira. El rostro que me mira no es la suma de unas características físicas
(ojos, labios, mejillas, boca), es una interpelación, una pregunta y un
mandato: “No me matarás”. El rostro
es la condensación del otro. El otro se convierte en hermano gracias a un
rostro que, joven o viejo, sano o enfermo, hombre o mujer, es siempre una
llamada a la responsabilidad.
Enmanuel
Levinas (Lituania, 1906 - París, 1995) conoció a lo largo de su vida
todos los desastres europeos. Después de la traumática experiencia de la Shoah, se acercó a la Biblia. Y es en esta
vecindad bíblica donde se asienta su ética. Podríamos decir que todo el
pensamiento de Lévinas responde a una visión del ser humano como ‘guardián
de su hermano’. Dios asiste impotente al asesinato de Abel. Y,
entristecido, pregunta a Caín: “¿Dónde
está tú hermano?” Y Caín, responde a Dios con desaire y desabrimiento, y,
disculpándose, se autoinculpa: “¿Soy
acaso el guardián de mi hermano?” Una pregunta para responder a una
pregunta. Pero Caín no se engaña y es consciente que, efectivamente, tenía que
haber cuidado a su hermano. ¡Y no lo ha hecho!
Sabemos ya a estas
alturas que, cuando se concibe al ser humano sin el ‘otro’, la sociedad cae en
el precipicio. Sabemos ya dónde nos lleva una humanidad que no desea ser ‘guardián
del hermano’. Por ello, cualquier civilización, con un sentido ético mínimo,
se asienta en el imperativo “no matarás”. Por ello, la ética es la primera
filosofía. La Biblia, en la primera página del Génesis, nos lo enseña. Caín,
después de matar y ver el rostro sin vida de su hermano Abel, en cierta forma
se condena para siempre a una vida errante. En ningún lugar hallará paz.
El hombre, al
contrario de lo que decía con ligereza Jean Paul Sartre y con él todo el
existencialismo ateo, no es un ser para la muerte, sino en contra de la muerte
y a favor de la vida. Las consecuencias de un existencialismo ramplón aún las
sufrimos. Nunca como ahora la cultura de la muerte está tan extendida. En el
fondo, nos instalamos en “la in-cultura” cuando pensamos a alguien como nadie y
a algo como nada.
Yo soy alguien
cuando reconozco al otro como alguien y no como algo. La búsqueda ansiosa y
algo paranoica de la perfección del yo, toda esa espiritualidad zen que busca el bienestar
personal, el quietismo, la serenidad atontada, la conciencia adormilada, el
crecimiento del yo, el estar bien, sentirse bien, etcétera, no es sino el
intento de engordar el yo. El cristianismo nos invita a recorrer otros
senderos: procura que el otro esté bien, que se sienta bien, intenta
facilitarle la vida, hacerle más llevadera la existencia… y entonces tú
alcanzarás la bienaventuranza. ¿Estamos aquí para ser felices o estamos aquí
para hacer felices, y de paso, alcanzar nosotros mismos la dicha?
La compasión -importantísima,
claro- puede no ser suficiente. Tal vez haya que subir otro peldaño: no sólo
sentir pena, sino también poner remedio. El yo tiende a ocupar todo el espacio.
Lo propio del yo es colonizar, al igual que las malas hierbas el barbecho. Lo
propio del nosotros es el compartir, acoger, sumar, complementar, recibir y
donar.
Lévinas piensa que
somos una síntesis de la herencia griega que busca la verdad y la herencia
judía que ordena amar al prójimo. Los principios, las ideas, las ideologías y las
certezas no pueden borrar los contornos del rostro del otro. No mirar el rostro
del semejante, negarse a aprender su rostro o, peor aún, impedir al otro que
muestre su rostro, es siempre una manera de aniquilar al otro, y hacerlo sin
culpa y sin remordimiento.
El rostro del otro
es una responsabilidad para mí. El rostro que me mira me obliga. El rostro que
me mira es una llamada a ser humanos. El rostro es la forma en la que el otro
se presenta ante mí. Es una forma única e inequívoca. El rostro del otro,
provoca siempre preguntas: “¿Quién es y qué puedo hacer por él?
Cuando los talibanes afganos –y otros muchos otros grupos islamistas- obligan a llevar el rostro cubierto a sus mujeres, no están sino empleando un método veloz para convertirlas en cosas, bultos andantes, sacos que se mueven. Cuando alguien nos pide limosna, y rehusamos dársela, apartamos la mirada de su rostro, para que sus rasgos no se nos aparezcan en un momento de culpa. En las ejecuciones sumarias se venda los ojos a los reos, para que los ejecutores no sientan clavadas sus miradas y no titubeen o disparen al aire. Si una mujer conociese el rostro del “nasciturus” que va a eliminar, probablemente se lo pensaría dos veces.
En un mundo de indiferencias crecientes, en una sociedad que, frustrada e insatisfecha, busca remedios para sentirse bien y alcanzar una felicidad de almíbar, el pensamiento de Enmanuel Lévinas pone el dedo en la llaga: el otro no puede existir sin nuestro reconocimiento. Y su rostro, único, es siempre una llamada a la responsabilidad, a no hacer daño, una petición de afecto, una súplica de respeto. Solo cuando en nuestro interior crece la conciencia de ser “guardián del otro”, crece también nuestra felicidad.
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Nosotros, aunque no nos veas los rostros, nos hemos quedado atolondrados leyendo esto elevados mensajes que sòlo algunos allegados podemos comprender.
ResponderEliminarSaludos de P. Aldo, P. José, P. Vicente, Alfonso y Jose Angel
Y yo me alegro que algunos rostros tan queridos para mí desde hace tanto tiempo se asomen a estas páginas. Abrazos cariñosos y guanelianos
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