“No me encamino hacia
el final, me encamino hacia el encuentro”. Fue una de sus lúcidas frases en los días en que
anunció su renuncia al ministerio petrino en 2013. Estas pocas palabras podrían
resumir su trayectoria vital de creyente, intelectual, teólogo, profesor,
arzobispo, prefecto, papa… Pero ha sido en los últimos nueve años, cuando hemos
podido ver que la vida de Joseph Ratzinger no caminaba hacia un final sin
sentido, un final de debilidad y muerte, sino hacia el encuentro con una
persona que había dado sentido a toda su larga existencia de 95 años: Jesús.
Su
pontificado se situó entre dos titanes: Juan Pablo II y Francisco, ambos
con una personalidad desbordante, tal vez arrolladora, con un fuerte sentido de
su papel como pontífices, ambos extrovertidos, amigos de frases lapidarias,
creadores de eslóganes, populares, quizás en cierto modo populistas a lo
divino, martillos de ideologías, el uno del comunismo, el otro del capitalismo…
En este contexto, Benedicto apareció como un puentecillo frágil en medio de dos
riberas de exultantes flores y frutos. Benedicto fue el leal colaborador de
Juan Pablo II que puso sobre la mesa lo temas con los que tuvo que lidiar y
resolver Francisco.
Benedicto fue
un Papa vilipendiado y caricaturizado, especialmente en España, país al que
dedicó una atención privilegiada y al que visitó en tres ocasiones, algo que no
ocurrió con ningún otro. Desde el momento en que su figura, tímida, apareció en
el balcón de la fachada de San Pedro, lo quisieron presentar como un
simpatizante del nazismo, únicamente por una fotografía en la que aparece como
miembro de las juventudes hitlerianas, cuando era apenas un niño. Él, como
tantos menores alemanes, fue una víctima, forzada a alistarse. Nos lo quisieron
presentar como inquisidor, intolerante, inflexible, el “panzerKardinal”
o el “rottweiler de Dios”, por haber presidido el Dicasterio de la
Doctrina de la Fe, en un momento de fuertes tensiones teológicas, cuando
junto a teólogos propositivos e incomprendidos, crecían otros desnortados,
teólogos-estrella, y más amigos de la ruptura que de la comunión. Ratzinger
nunca rehuyó el diálogo y la escucha de los disidentes, aunque mantuvo una
firmeza propia del cargo que ocupaba y de la misión encomendada a ese Dicasterio:
preservar y custodiar el legado de la fe. Era tal la talla de Ratzinger como teólogo,
como intelectual, tal su competencia bíblica que no pocos teólogos hubieran
preferido medirse con un prefecto menos competente, menos inteligente. Pero con
Ratzinger no valían subterfugios, ni eslóganes facilones, sino sólo argumentos
sólidos e irrefutables. Sabía que “quien tiene una fe clara, según el Credo
de la Iglesia, a menudo es tachado de fundamentalista”.
Fue él quien
inició, sin contemplaciones, la lucha contra los abusos sexuales en el seno de
la Iglesia, verdadera peste, uno de los episodios más vergonzosos de la Iglesia
Católica. Benedicto no temía la verdad. En cierta forma, él fue un profeta de
la verdad, y creía que la Iglesia nada perdía mirando de frente la suciedad que
desde hacía años se extendía por colegios, seminarios y parroquias. Cuando muchos
clérigos se escudaban en que todo era una conjura de los medios de
comunicación, él dijo que “esto está sucediendo por los pecados cometidos
por la propia Iglesia, y no por los ataques de la prensa o de los enemigos”.
Las manchas en la túnica de Cristo no eran culpa de las víctimas o de quienes
las descubrían, sino de curas y frailes que durante años la habían ensuciado
con sus pecados en medio de una total impunidad.
Fue un Papa
incomprendido, porque en un mundo de lo políticamente correcto, de relativismo
moral, de mentiras en envoltorios que parecen de verdad, de genuflexiones
vergonzantes y serviles a los dictados de la moda, de la mundanidad y de las
corrientes en boga en cada momento, Benedicto buscaba la verdad, no lo que cada
año es correcto o suena bien, o baila al son de la música de este mundo. Bastaba
una frase malinterpretada o sacada de contexto para iniciar una campaña de
desprestigio. Ejemplo de todo esto podría ser su célebre discurso pronunciado
en la Universidad de Ratisbona en la que citó unas líneas del emperador
Bizantino Manuel II Paleólogo, sobre la violencia ejercida en nombre de la fe.
Un razonado y profundo discurso académico fue reducido a una frase, a una
supuesta condena del islamismo. Muchos musulmanes la emprendieron violentamente
contra los cristianos, al mismo tiempo que muchos católicos encontraron la
excusa para tildarlo de fundamentalista.
Escribió
hermosos libros para acercar al creyente al Evangelio. No tenían nada de
dogmáticos, sino que buscaban una vivencia interior de la fe, postulando un
diálogo sereno entre fe y razón, entre cultura contemporánea y cristianismo,
entre creyentes y no creyentes. En una sociedad donde todo mensaje de más de
140 caracteres es ya un discurso soporífero, era difícil encontrar lectores que
se tomasen una media hora de tiempo para leer y subrayar sus palabras. Sucedió,
por ejemplo, que cuando escribió un libro sobre la Infancia de Jesús,
los medios de comunicación crearon una polémica vacía que dio la vuelta al
mundo: en una página del libro, de pasada, escribió que en los evangelios no se
menciona al buey ni a la mula. Ninguna novedad, porque, efectivamente, no
consta la presencia de estos animales en el nacimiento de Jesús. Sin embargo,
los periódicos lograron reducir grotescamente un hermoso libro sobre Jesús a un
asunto intrascendente como el del buey y la mula.
Sería una
pena y una banalidad resumir el Papado de Benedicto XVI a su renuncia,
algo histórico, ciertamente. Evidentemente, Benedicto empezó a notar cómo las
fuerzas físicas empezaban a mermar, pero fue su humildad y la conciencia de
pequeñez para el gobierno de la Iglesia, las que le llevaron a renunciar al
pontificado y a convocar un nuevo cónclave. No era un hombre aferrado al poder,
sino “un humilde trabajador en la viña del Señor”, y por ello quiso que
otro, con más fuerzas o con más capacidad de gobierno, pudiera hacer frente a
los numerosos desafíos que la Iglesia Católica tenía en ese momento. Fue una
renuncia providencial. La llegada de Francisco culminó muchas de las
tareas emprendidas por Benedicto: la tolerancia cero en el caso de los abusos
sexuales (Benedicto se había reunido y escuchado a las víctimas), la reforma de
la anquilosada y mafiosa curia vaticana (“un inocente rodeado de cuervos”,
escribió un periodista italiano en alusión a Benedicto), la necesidad de un papel
de las mujeres en la Iglesia (como ha manifestado Lucetta Scaraffia), la
transparencia en las procelosas cuentas vaticanas, la búsqueda de una Iglesia
más cercana a los pobres (también Benedicto comió con los mendigos y sin techo),
el camino hacia los que piensan distinto, teológicamente hablando, como lo
atestigua su largo encuentro con Hans Kung, su preocupación por la pobreza o la ecología, como lo asevera
su encíclica Caritas in veritate, la búsqueda de un Dios a partir de la belleza
del arte o de la liturgia… Su secretario personal, Georg Gänswein, afirmó en
una ocasión que al “Papa emérito le había tocado vivir en un tiempo de
lobos”.
Cuando en
2011 acudí a Roma para la canonización de Luis Guanella, comprobé la respetuosa
escucha de miles de feligreses en la Plaza de San Pedro. Nadie flameaba banderas
o pancartas durante la Santa Misa. Sus discursos no se interrumpían con
interminables aplausos en un ambiente de cristianismo triunfante, liturgias que
rozaban lo chabacano y papolatría exacerbada, similar a la que suscitan
los cantantes de rock. Su voz, monocorde, estaba muy alejada de la oratoria teatral
y barroca, que fácilmente levanta entusiasmos y despliega aplausos, tras una
frase lapidaria. Él era el sabio que, en tono íntimo y confidencial, transmite
una historia a los hijos reunidos alrededor. Nada más lejos de su estilo que el
eslogan hueco de nuestros tiempos. El discurso sobre la vida de Jesús, el
pensamiento que aúna razón y fe, el análisis sobre Dios y mundo, precisan del
argumento, de la exposición ordenada, del análisis pormenorizado, de las
preguntas inteligentes que invitan a la reflexión y de las conclusiones que
abren espacios para ulteriores preguntas y meditaciones.
Creo que el
pontificado de Benedicto XVI no terminó el 28 de febrero de 2013 cuando
a las 8 de la tarde se cerró el portón de Palacio de Castengaldolfo y se puso
en marcha el cónclave, sino que ha durado hasta las 9:15 de la mañana de la
pasada Nochevieja. Con su renuncia, silencio, estudio, oración y contemplación,
Benedicto siguió ejerciendo un Magisterio.
Con sus
sombras, sus errores, sus fallos y sus pecados, como todo ser humano y más cuando se tienen altísimas responsabilidades, Benedicto fue un hombre coherente con su fe. El hombre que visitó
en la celda y perdonó a su mayordomo, Paolo Gabriele, que le había traicionado,
sustrayendo y filtrando a la prensa documentos sensibles… el hombre que cada
jueves, cuando era prefecto del Dicasterio, desayunaba con el anciano conserje
del edificio… el hombre que lloró cuando se reunió en Malta con víctimas de
abusos sexuales por parte de sacerdotes católicos, el hombre que, sin cámaras y
sin fotos, dialogó con teólogos situados en las antípodas de su pensamiento… el
hombre que corregía con expresiones más suaves la redacción de la
correspondencia, a veces seca y tajante, del Dicasterio… no era el inflexible y
severo Papa que nos quisieron mostrar.
En la mañana del 31 de diciembre de
2022, mientras, caminando junto a un amigo, despedía el año por la senda de
la Esgueva, la vida de Benedicto se apagaba. Dicen que sus últimas palabras
fueron “Jesus, ich liebe dich” (Jesús, te amo). Se puede ser
creyente, agnóstico, ateo o anticlerical, pero cuando un hombre, con el poco
aliento que le queda en la garganta, se despide de este mundo con el nombre del
amado en sus labios, merece un respeto por su coherencia hasta el final de sus
días.
Termino con un pensamiento de Benedicto
que refleja muy bien su confianza en Dios, amigo misericordioso: "Muy
pronto me presentaré ante al juez definitivo de mi vida. Aunque pueda tener
muchos motivos de temor y miedo cuando miro hacia atrás en mi larga vida, me
siento, sin embargo, feliz porque creo firmemente que el Señor no solo es el
juez justo, sino también el amigo y el hermano que ya padeció Él mismo mis
deficiencias y por eso, como juez, es también mi abogado (Paráclito). En vista
de la hora del juicio, la gracia de ser cristiano se hace evidente para
mí. Ser cristiano me da el conocimiento y, más aún, la amistad con el
juez de mi vida y me permite atravesar con confianza la oscura puerta de la
muerte”.
Excelente amigo mío , no se podría describir mejor. Muchas gracias
ResponderEliminarMuchas gracias. Quién eres?
EliminarMuy interesante.
ResponderEliminarQué placer leerte y mucho más escucharte.
ESM
Muchas gracias. Pero quién es ESM?
ResponderEliminarMuchas gracias por estas reflexiones, como siempre un placer leerte. Como siempre me encanta tu visión ponderada de las cosas, tu análisis de la situación y cómo sabes argumentar con hechos tus opiniones. Creo que analizar la vida y actuación de un Papa desde los estereotipos que nos imponen ciertos medios de comunicación, es un grave error. Personalmente agradezco a Dios por la "estatura" humana y espiritual de los últimos Papas que he conocido.
ResponderEliminarMuchas gracias. Me alegra saber tu opinión. Personalmente creo que Benedicto ha prestado un gran servicio al mundo con su acento sobre la verdad en una sociedad marcada por las ideologías de diversos signos. Su razonamiento fino y argumentado ha sido un buen antídoto contra los eslóganes que son simplonas maneras de llamar la atención, pero que no guardan nada dentro. La realidad es compleja y admite muchos matices, por eso no se puede resumir en cinco palabras.
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