“Quién tiene fuerza, difícilmente se resiste a usarla”. Es una de las ideas principales de la pensadora Simone Weil. Ya sea la fuerza física, intelectual o social… Y esto podría aplicarse, grosso modo, a la historia de desigualdad entre hombres y mujeres a lo largo de la historia. El dominio del varón sobre la mujer tiene mucho que ver con la idea de fuerza física. Una fuerza bruta. Una fuerza que atemoriza y domina.
En el último mes las alarmas sociales
han saltado. Muchos días nos hemos despertado con un nuevo caso de violencia
contra las mujeres. Horrorizados, muchos son los que se preguntan por qué y hasta
cuándo. Podemos llamarlo violencia machista, violencia de género, violencia
doméstica, violencia a secas. Da igual el nombre. En el fondo se trata de
asesinatos cometidos por hombres (parejas o exparejas contra las mujeres).
Desde hace años, la violencia contra
las mujeres es un tema habitual entre la clase política, en los medios de
comunicación y hasta en las conversaciones de café. En España, las noticias
sobre la violencia machista abren telediarios y ocupan muchas páginas en los
periódicos, algo que no sucede en todos los países, donde con cifras similares
o superiores, sigue siendo un asunto bastante ‘invisible’.
La sociedad se escandaliza y se lleva
las manos a la cabeza, se convocan manifestaciones, se suceden declaraciones
políticas de buenas intenciones, nuevas acciones, nuevas normas, nuevas
amenazas, nuevos castigos… La situación, en cambio, no mejora; la solución
parece lejos. El Ministerio de Igualdad (a pesar de su elevadísimo presupuesto),
creado ad hoc para esta y otras causas, parece encontrase paralizado, sin
conseguir neutralizar las fuerzas oscuras que golpean a las mujeres un día sí y
otro también. Parece una ira interminable.
Ni la condena de estas acciones, ni
las sucesivas normas parecen demasiado efectivas contra esta violencia. ¿Por
qué? El fenómeno es complejo porque se mezclan situaciones y sentimientos contradictorios:
amor, desamor, odio, hijos, dependencias afectivas o económicas, dominio,
sumisión, venganzas, chantajes emocionales, promesas de cambio, historias de
perdón, convivencias tormentosas, intervalos de miel, celos… ¿No tiene remedio,
es algo inevitable, debemos resignarnos a las estadísticas? ¿Por qué al amor y
a la armonía suceden tan a menudo el odio y el resentimiento? ¿Debemos, además
de condenar cada asesinato, analizar fría y racionalmente las causas, crear
conciencia, trabajar valores como el respeto y la empatía, y mejorar como
sociedad?
Raramente nos ocupamos de las causas
de esta lacra. ¿Por qué un hombre utiliza su fuerza para golpear, herir o matar
a la mujer que un día creyó amar o, presuntamente, cree amar todavía? ¿Por qué
no se puede disolver por las buenas la convivencia cuando aparecen desavenencias
serias o simplemente cuando uno de los dos ya no quiere continuar esa
relación?
Ya sé que no solo las mujeres sufren
la violencia, también algunos hombres la sufren, aunque sea en menor medida y de
otro tipo. Pero el hecho incontestable es que la violencia última, la que llega
al asesinato, tiene como víctimas a las mujeres y, como autores, a los hombres (casi
siempre).
Cuando empecé a escribir esto,
encontré en google cantidad de
artículos que hablaban del fenómeno de la violencia de género, de las
estadísticas, del comportamiento de los maltratadores y del de las víctimas, de
las consecuencias para los hijos, pero muy poco sobre las causas de esta
violencia. Decir que estamos en una sociedad machista es una causa tan
generalista que no explica nada.
A mí, a bote pronto, me vienen a la
cabeza algunas causas:
La dificultad de tantos varones para controlar su ira, su rabia y su frustración y la
facilidad para hacer uso de la fuerza física, como un ‘argumento definitivo y
contundente’, cuando en el fondo demuestra a las claras su incapacidad para la
palabra y el diálogo, para dirimir las diferencias con serenidad y respeto. De
hecho, como si de un ‘entrenamiento’ perverso se tratase, niños y adolescentes ejercen
violencia en el recreo, en la discoteca, en el deporte y, finalmente, en el
hogar. Estas actitudes deberían ser cortadas sin contemplaciones. Y esas fuerzas oscuras deberían ser educadas y canilizadas.
La sobreprotección de los hijos está fomentando niños egoístas que creen que el mundo gira y
debe girar a su alrededor. Resulta curioso que muchas mujeres que, con razón,
exigen a sus parejas compartir tareas y obligaciones de la casa, eximan de
ellas a los hijos. Crecen así niños sin normas y sin cortapisas, lo que tarde o
temprano forma caracteres caprichosos, incapaces de aceptar la frustración. Para
muchos hijos, la casa es un hotel con sirvientes y criados (los padres) y con
una permisividad tan grande donde cada uno puede hacer lo que le plazca: entrar
y salir de casa sin horarios, comer cuando y lo que a uno le apetezca, gastar
como manirrotos, faltar el respeto a los padres o desobedecerles. En
definitiva, muchos jóvenes crecen sin que nadie les haya dicho lo que está bien
y lo que está mal, y por lo tanto, incapaces de afrontar una convivencia con la
pareja que exige dialogar, pactar, ceder, renunciar, compartir tareas, contar
constantemente y a cada momento con el otro.
La pornografía
ofrece la visión más distorsionada que se pueda dar de una mujer. El fácil
acceso a la pornografía a un golpe de clic hace caer fácilmente a jóvenes en
ella. Muchos hombres tienen dificultad para distinguir entre pornografía, que
es fantasía y relato ficticio, y realidad, que es otra cosa bien distinta, con
la consiguiente frustración y rabia: ni ellos son los actores pornos tan
maravillosos, ni sus compañeras son las actrices pornos tan desinhibidas que
aparecen en las películas. Los estereotipos de la pornografía, con mujeres condescendientes,
encantadas de ser tratadas como objetos, deseosas de ser dominadas, de
complacer en todo al varón, hasta en sus fantasmagorías de dominación, no
tienen nada que ver con la realidad sexual de una pareja normal en la que entra
la ternura, el diálogo, la comprensión, la seducción, la palabra, la caricia,
el elogio, el afecto… En una relación íntima no sólo cuenta el cuerpo, sino también la mente y el
corazón.
En esta sociedad multicultural, multiétnica, no es fácil conjugar los
valores democráticos de nuestras sociedades europeas con otras formas de
entender el mundo, la libertad y la relación entre los sexos. Aunque no está
permitido decirlo públicamente ni hacerlo patente en las estadísticas, todos
sabemos que no pocas víctimas de la violencia pertenecen a comunidades de otras
latitudes geográficas, con otras creencias religiosas o culturales o étnicas,
con formas distintas de entender la ‘igualdad’. Hombres de otras procedencias
que difícilmente soportan las costumbres occidentales ni esa libertad y
emancipación de las mujeres a la hora de relacionarse, comportarse o disponer
de su vida.
Muchos
hombres se sienten ofendidos y marginados, pues piensan que las leyes favorecen
excesivamente a las mujeres a la hora de un divorcio o de una tutela de los
hijos. Es preciso reconocer que una simple denuncia contra un hombre por malos
tratos es una condena social, laboral, emocional difícil de soportar. Y que
cuando la denuncia es infundada o es falsa, y el juicio declara inocente al
hombre, el daño ya está hecho. Y el estigma lo persigue de por vida. Las
medidas para proteger a las mujeres hacen pensar a muchos hombres en su propia
desprotección. Las denuncias falsas, que también las hay, tienen un efecto
devastador sobre los hombres acusados, al mismo tiempo que hacen un flaco
servicio a la causa feminista (baste recordar las denuncias de la asociación
de mujeres Infancia Libre que acusó a varios hombres de haber abusado de sus
propios hijos). Ante la sola amenaza de una denuncia, algunos hombres se
sienten acorralados y perdidos, y golpean sin piedad.
La atracción insana que algunos hombres canallas ejercen sobre algunas mujeres añade otro
elemento de confusión a este asunto. Con demasiada frecuencia, después del
primer maltrato, llega una lacrimógena petición de perdón por parte del varón y
un ‘no volverá a ocurrir” o también “si hago esto es porque te quiero con locura
y quiero que seas siempre mía”, o “no
podría vivir sin ti”. A esto, sigue el perdón por parte de la mujer. Empieza una
tregua de “luna de miel’. Y todo queda ahí en el secreto de la pareja. Y así se
suceden las segundas, terceras y cuartas oportunidades y perdones. Casi siempre
es un error, porque muy raramente hay una enmienda definitiva por parte del
agresor. La convivencia se deteriora y los maltratos suben de grado. Cuando una
mujer se determina a denunciar, a veces ya es tarde.
Pero creo que la principal causa de
esta violencia está en la mente de tantos hombres maltratadores: considerar a la mujer como una propiedad
personal. “La maté porque era mía”,
hemos escuchado en más de una ocasión. Mientras un hombre considere a una mujer
como propiedad suya, difícilmente se saldrá de esta espiral. A las propiedades
les atribuimos una característica: están a mi exclusivo servicio, ya sea un
coche, una casa, una bebida, una camisa o unos billetes. Pero con las personas
esto no funciona. A nadie se le puede exigir que sea un autómata que nos diga a
todo que sí. Nadie es un apéndice, un objeto, un complemento, un adorno. Todo
ser humano ha sido destinado para la libertad. Puede que en algún tiempo o
momento, su libertad le indique que quiere acampar al lado de alguien, con un
rostro y un nombre concretos. Pero tal vez, si las circunstancias cambian, en
otro momento prefiera volar a otro árbol y por otros cielos. La familia, la
escuela y la sociedad tienen que trabajar por un cambio de mentalidad que
elimine cualquier tipo de violencia física, psicológica y emocional en la
relación entre hombres y mujeres y en el seno de las familias.
Asumir la libertad de la otra parte
es la más suprema forma de amor. Todo lo demás, no cuenta. Quien bien te quiere,
nunca te golpeará ni te herirá. Nadie puede disponer de la vida de nadie,
porque nadie es de nadie. Frente a
un egoísmo masculino infantil, caprichoso, lleno de rabia ante cualquier
frustración, solo cabe la madurez personal y altas dosis de generosidad y de
respeto. Lévinas escribió que el
rostro del otro es siempre un mandato para quien lo mira: “no me matarás”. No lo olvidemos y aprendamos a inculcarlo en los más
pequeños.
Sesuda y acertada reflexión , acerca de esta lacra. Muchas gracias por compartirla . La comparto con otros . Un abrazo
ResponderEliminarMuchas gracias. Todos necesitamos un "cambio de mentalidad y de corzazón"
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