Los tractores
han abandonado los campos y se han metido en el asfalto y en la ciudad. Los
agricultores y los ganaderos han dejado los establos y las tierras de labor y
se han colado en las calles, para manifestarse y defender un estilo de vida,
una forma de pensar y, sobre todo, una forma de producir, precisamente
alimentos, algo tan necesario, que cada día compramos en el supermercado y que
nos encontramos en el plato a la hora de desayunar, comer y cenar. Tres veces
al día necesitamos los frutos del campo.
En estos
últimos días, me he ido fijando en las diferentes pancartas que acompañaban a
las tractoradas por las ciudades de España. Las había incisivas, humoristas,
ácidas e ingeniosas. Una de ellas captó mi intención. Y se la regalo al Ministerio
de Consumo (no sé cuál es su misión): “Junto al precio de los alimentos en los
supermercados, deberían poner también el precio que han pagado al agricultor o
al ganadero”. Pues sí, sería una idea estupenda: que una vez por todas
aprendiésemos que los alimentos no los producen Mercadona, Día, Gadis,
Alimerka, Carrefour, Aldi, Lidl y otros tantos. ¡No! Y que los alimentos no
aparecen, por arte de birlibirloque, en la nevera o en el armario de la cocina.
Los alimentos los producen el campo y la
ganadería, los agricultores y los ganaderos. Y en los últimos años los venden a
unos precios tan ridículos e indignos que daría para un memorial de agravios.
Precios tan inmorales que en el último año han cerrado tres ganadería cada día
(subida de los piensos, subida de los combustibles, sequía, burocracia
extenuante…). Y de cientos de tierras no se ha recolectado el fruto porque
costaba más sacar las patatas que el precio que ofrecían por ellas.
Los precios de
los alimentos en el último año, por dar un dato, han subido un 10,5%. Y sin
embargo esta riqueza no ha repercutido a los hombres y mujeres del campo. Si
pagan 10 céntimos el kilo de tomates a un agricultor y tú lo compras en el
supermercado a 2,50 euros, ¿quién se está beneficiando? Parece que quien pone la tierra, el trabajo,
el sudor, quien adelanta el capital, quien da trabajo a los jornaleros, quien
mira al cielo para ver si la helada o la sequía acabará con el fruto, no es el
agricultor, sino los señores que, desde sus despachos y ordenadores, sin
arriesgar nada, hacen el agosto, un agosto que abarca los doce meses del año.
Cuando camino por los caminos parcelarios y me adentro en los campos, descubro,
al menos en esta tierra de minifundismo castellano, que la gente vive
honradamente de su trabajo y que ninguno de ellos se ha hecho millonario
vendiendo sus uvas, sus patatas, sus cebollas o su cebada. No vengáis a buscar
millonarios en quien ara con el tractor hasta que el día atardece, en quien está
subido a una cosechadora hasta las doce de la noche, o cambia los tubos de
riego con el sol hiriente, o se desloma recogiendo patatas y llenando sacas. Lo
triste de todo esto es que, como decía también una de las pancartas, “por una bolsa de plástico el supermercado
me pide 15 céntimos, más de lo que el propio supermercado ha pagado al
agricultor por un kilo de naranjas”.
Allá lejos en
Bruselas, los políticos y los funcionarios europeos, repartidos por un sinfín
de edificios y de hoteles de alto standing, gobiernan para un territorio
inmenso, cuyas formas de vida no tienen demasiado en común. Probablemente tiene
poco que ver el ganadero asturiano de cuatro vacas y cuatro prados con las
ganaderías estabuladas de Centroeuropa. Probablemente el pequeño agricultor de
un pueblo de Sicilia no se parece a la forma de producir de los inmensos
invernaderos de Almería. Hasta hace no muchas décadas un ganadero podía vivir
con sus cuatro vacas y un agricultor con sus cuatro tierras. ¡Hoy es
impensable! Europa quiere ir a la vanguardia de la agricultura ecológica y del
respeto medioambiental, pero no se puede echar por la borda a miles de pequeños
agricultores y ganaderos que, desde que han nacido, no han conocido más que sus
cuatro hectáreas y su aprisco de ovejas. No se puede exigir cumplir una
burocracia tan estricta a nuestras pisciculturas, establos de ganado, y
cultivos, tantos controles en la leche y en la carne, en los invernaderos, y
luego importar miles de toneladas de alimentos de países con normativas laxas y
con sueldos de hambre a los trabajadores. Este verano un agricultor me decía
que había tenido que contratar una gestoría para que le arreglase todos los
papeles, porque le llevaba más tiempo rellenar formularios que arar las
tierras. La agenda 2030 está muy bien, es muy bonita, pero habrá que
aterrizarla en las realidades concretas, que no son lo mismo en Baviera que en
el Algarve.
Hay cosas que
son verdaderamente desquiciantes. No se entiende que llevemos naranjas
españolas a Dinamarca y traigamos naranjas marroquíes a España. No se entiende
que un tráfico pesado atasque todas las carreteras internacionales llevando
patatas descontroladamente de país en país. No se entiende que entre el 20 y el
40% de la fruta y la verdura acabe en la basura porque su aspecto no es perfecto
ni su tamaño standard. No se entiende que un alto porcentaje de la aviación
comercial esté dedicada al transporte alimentos. Es decir que los aviones –que
contaminan lo que no está escrito- vengan cargados de lechugas, piñas
tropicales, mangos, carne, flores, y que luego se nos “catequice” para que
pongamos el despertador y encendamos la lavadora a las cuatro y diez de la
mañana, o para que nos compremos un coche eléctrico porque el coche de gasóleo
(que previamente nos habían animado a comprar) contamina mucho o que se impida
el paso al centro de la ciudad de nuestro viejo coche. No se entiende que traigamos
el trigo en barcos desde los países bálticos y luego no dejemos a los agricultores
de Frómista sembrar trigo. No se entiende que se den ayudas por sembrar, en
tierras de secano, girasoles que se secarán antes de tiempo y que no darán
ningún fruto. No se entiende que miles de toneladas de naranjas en Valencia
estén destinadas, no a las mesas, sino a las fábricas de biodiesel. Resulta
increíble que el mayor productor del mundo de aceite haya visto como en el
último año el precio de una botella de litro se duplicaba. No se entiende que
seamos tan sensibles a la conservación de lobo y tan insensibles a las ovejas
que el lobo mata. Hay algo desquiciante en esta política agrícola.
Creo que uno de los males de este país es la falta de sensibilidad hacia los problemas de la ganadería, la pesca y la agricultura. Me gustaría saber cuántos de los políticos que nos gobiernan a nivel nacional, autonómico o municipal han trabajado alguna vez en en el campo. La mayoría de ellos son urbanitas de zapato sin barros que nunca han pisado un establo, ni han ordeñado una vaca, ni han doblado el espinazo para recoger patatas o han faenado para pescar sardinas. Son, en su mayoría, gente que sólo conoce las oficinas, las aulas de la universidad, los despachos de abogados, y los cómodos salones de los partidos políticos y los sindicatos. Gentes que no saben manejar más que el ordenador y el móvil. Y ya se sabe, como rezaba otra pancarta: "La agricultura es muy fácil cuando se ara con un lápiz". Quien ha entrado en un corral de animales o ha vendimiado en pleno mediodía o ha recogido aceituna en el frío de enero ve las cosas distintas y los problemas diferentes. No se entiende que los grandes supermercados ofrezcan cajas de leche (producto anzuelo) por debajo de los costes de producción, y que las autoridades no intervengan o que las multas sean mínimas. Creo que la política agraria europea es la pata coja de la administración del Viejo Contiente. Las ayudas – que las hay- no solucionan el problema. El campo de un país está para ser trabajado. El campo tiene que producir. Una nación necesita ser autosuficiente en materia de alimentos. Un país necesita ser soberano, alimentariamente hablando.
En estos
últimos días, los tractores han circulado por nuestras avenidas y el estiércol
de los establos ha acabado a veces a las puertas de los impolutos palacios del
poder. Estos días hemos entendido que podemos no necesitar nunca un campo de
golf, un festival de rock, o un asesor financiero o un arquitecto de renombre. Pero
lo que sí que es cierto es que la ciudad siempre necesitará el campo. Los
abogados, los funcionarios, los médicos y los maestros necesitan el campo. Los
hombres y las mujeres del campo son trabajadores
esenciales, también después de la era Covid. No podemos decir lo mismo de
otras profesiones, incluida la de los políticos europeos y españoles.
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