sábado, 10 de febrero de 2024

Agricultores en el asfalto

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Los tractores han abandonado los campos y se han metido en el asfalto y en la ciudad. Los agricultores y los ganaderos han dejado los establos y las tierras de labor y se han colado en las calles, para manifestarse y defender un estilo de vida, una forma de pensar y, sobre todo, una forma de producir, precisamente alimentos, algo tan necesario, que cada día compramos en el supermercado y que nos encontramos en el plato a la hora de desayunar, comer y cenar. Tres veces al día necesitamos los frutos del campo. 

En estos últimos días, me he ido fijando en las diferentes pancartas que acompañaban a las tractoradas por las ciudades de España. Las había incisivas, humoristas, ácidas e ingeniosas. Una de ellas captó mi intención. Y se la regalo al Ministerio de Consumo (no sé cuál es su misión): “Junto al precio de los alimentos en los supermercados, deberían poner también el precio que han pagado al agricultor o al ganadero”. Pues sí, sería una idea estupenda: que una vez por todas aprendiésemos que los alimentos no los producen Mercadona, Día, Gadis, Alimerka, Carrefour, Aldi, Lidl y otros tantos. ¡No! Y que los alimentos no aparecen, por arte de birlibirloque, en la nevera o en el armario de la cocina. Los alimentos los producen  el campo y la ganadería, los agricultores y los ganaderos. Y en los últimos años los venden a unos precios tan ridículos e indignos que daría para un memorial de agravios. Precios tan inmorales que en el último año han cerrado tres ganadería cada día (subida de los piensos, subida de los combustibles, sequía, burocracia extenuante…). Y de cientos de tierras no se ha recolectado el fruto porque costaba más sacar las patatas que el precio que ofrecían por ellas.

Los precios de los alimentos en el último año, por dar un dato, han subido un 10,5%. Y sin embargo esta riqueza no ha repercutido a los hombres y mujeres del campo. Si pagan 10 céntimos el kilo de tomates a un agricultor y tú lo compras en el supermercado a 2,50 euros, ¿quién se está beneficiando?  Parece que quien pone la tierra, el trabajo, el sudor, quien adelanta el capital, quien da trabajo a los jornaleros, quien mira al cielo para ver si la helada o la sequía acabará con el fruto, no es el agricultor, sino los señores que, desde sus despachos y ordenadores, sin arriesgar nada, hacen el agosto, un agosto que abarca los doce meses del año. Cuando camino por los caminos parcelarios y me adentro en los campos, descubro, al menos en esta tierra de minifundismo castellano, que la gente vive honradamente de su trabajo y que ninguno de ellos se ha hecho millonario vendiendo sus uvas, sus patatas, sus cebollas o su cebada. No vengáis a buscar millonarios en quien ara con el tractor hasta que el día atardece, en quien está subido a una cosechadora hasta las doce de la noche, o cambia los tubos de riego con el sol hiriente, o se desloma recogiendo patatas y llenando sacas. Lo triste de todo esto es que, como decía también una de las pancartas, “por una bolsa de plástico el supermercado me pide 15 céntimos, más de lo que el propio supermercado ha pagado al agricultor por un kilo de naranjas”.

Allá lejos en Bruselas, los políticos y los funcionarios europeos, repartidos por un sinfín de edificios y de hoteles de alto standing, gobiernan para un territorio inmenso, cuyas formas de vida no tienen demasiado en común. Probablemente tiene poco que ver el ganadero asturiano de cuatro vacas y cuatro prados con las ganaderías estabuladas de Centroeuropa. Probablemente el pequeño agricultor de un pueblo de Sicilia no se parece a la forma de producir de los inmensos invernaderos de Almería. Hasta hace no muchas décadas un ganadero podía vivir con sus cuatro vacas y un agricultor con sus cuatro tierras. ¡Hoy es impensable! Europa quiere ir a la vanguardia de la agricultura ecológica y del respeto medioambiental, pero no se puede echar por la borda a miles de pequeños agricultores y ganaderos que, desde que han nacido, no han conocido más que sus cuatro hectáreas y su aprisco de ovejas. No se puede exigir cumplir una burocracia tan estricta a nuestras pisciculturas, establos de ganado, y cultivos, tantos controles en la leche y en la carne, en los invernaderos, y luego importar miles de toneladas de alimentos de países con normativas laxas y con sueldos de hambre a los trabajadores. Este verano un agricultor me decía que había tenido que contratar una gestoría para que le arreglase todos los papeles, porque le llevaba más tiempo rellenar formularios que arar las tierras. La agenda 2030 está muy bien, es muy bonita, pero habrá que aterrizarla en las realidades concretas, que no son lo mismo en Baviera que en el Algarve.

Hay cosas que son verdaderamente desquiciantes. No se entiende que llevemos naranjas españolas a Dinamarca y traigamos naranjas marroquíes a España. No se entiende que un tráfico pesado atasque todas las carreteras internacionales llevando patatas descontroladamente de país en país. No se entiende que entre el 20 y el 40% de la fruta y la verdura acabe en la basura porque su aspecto no es perfecto ni su tamaño standard. No se entiende que un alto porcentaje de la aviación comercial esté dedicada al transporte alimentos. Es decir que los aviones –que contaminan lo que no está escrito- vengan cargados de lechugas, piñas tropicales, mangos, carne, flores, y que luego se nos “catequice” para que pongamos el despertador y encendamos la lavadora a las cuatro y diez de la mañana, o para que nos compremos un coche eléctrico porque el coche de gasóleo (que previamente nos habían animado a comprar) contamina mucho o que se impida el paso al centro de la ciudad de nuestro viejo coche. No se entiende que traigamos el trigo en barcos desde los países bálticos y luego no dejemos a los agricultores de Frómista sembrar trigo. No se entiende que se den ayudas por sembrar, en tierras de secano, girasoles que se secarán antes de tiempo y que no darán ningún fruto. No se entiende que miles de toneladas de naranjas en Valencia estén destinadas, no a las mesas, sino a las fábricas de biodiesel. Resulta increíble que el mayor productor del mundo de aceite haya visto como en el último año el precio de una botella de litro se duplicaba. No se entiende que seamos tan sensibles a la conservación de lobo y tan insensibles a las ovejas que el lobo mata. Hay algo desquiciante en esta política agrícola.

Creo que uno de los males de este país es la falta de sensibilidad hacia los problemas de la ganadería, la pesca y la agricultura. Me gustaría saber cuántos de los políticos que nos gobiernan a nivel nacional, autonómico o municipal han trabajado alguna vez en en el campo. La mayoría de ellos son urbanitas de zapato sin barros que nunca han pisado un establo, ni han ordeñado una vaca, ni han doblado el espinazo para recoger patatas o han faenado para pescar sardinas. Son, en su mayoría, gente que sólo conoce las oficinas, las aulas de la universidad, los despachos de abogados, y los cómodos salones de los partidos políticos y los sindicatos. Gentes que no saben manejar más que el ordenador y el móvil. Y ya se sabe, como rezaba otra pancarta: "La agricultura es muy fácil cuando se ara con un lápiz". Quien ha entrado en un corral de animales o ha vendimiado en pleno mediodía o ha recogido aceituna en el frío de enero ve las cosas distintas y los problemas diferentes. No se entiende que los grandes supermercados ofrezcan cajas de leche (producto anzuelo) por debajo de los costes de producción, y que las autoridades no intervengan o que las multas sean mínimas. Creo que la política agraria europea es la pata coja de la administración del Viejo Contiente. Las ayudas – que las hay- no solucionan el problema. El campo de un país está para ser trabajado. El campo tiene que producir. Una nación necesita ser autosuficiente en materia de alimentos. Un país necesita ser soberano, alimentariamente hablando.

En estos últimos días, los tractores han circulado por nuestras avenidas y el estiércol de los establos ha acabado a veces a las puertas de los impolutos palacios del poder. Estos días hemos entendido que podemos no necesitar nunca un campo de golf, un festival de rock, o un asesor financiero o un arquitecto de renombre. Pero lo que sí que es cierto es que la ciudad siempre necesitará el campo. Los abogados, los funcionarios, los médicos y los maestros necesitan el campo. Los hombres y las mujeres del campo son trabajadores esenciales, también después de la era Covid. No podemos decir lo mismo de otras profesiones, incluida la de los políticos europeos y españoles.

















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