viernes, 23 de marzo de 2018

La casa junto al almendro


 .

        Como cada sábado he cogido la senda del Esgueva para caminar un buen rato. Lleva lloviendo varios días. Y hoy mismo el cielo amenaza lluvia, pero yo he querido mantener esta marcha. Voy armado, eso sí, de paraguas. La temperatura es agradable. Y un sol débil intenta abrirse paso, casi inútilmente, entre los nubarrones.
        A medio camino, ya cerca de Renedo de Esgueva, veo el primer almendro florecido. Y por asociación de ideas, me acordé de R. G., aquella mujer que había conocido en el Camino Portugués, en 2005, en Redondela, y con la que había compartido la cena en el albergue, el café en un bar cercano, y una larga conversación en español y en francés.
         El  Principito ganaba por el color del trigo, porque le recordaría siempre su encuentro con el zorro. Y yo ganaba por la flor del almendro, porque siempre me recordaría a R.G.
           Había nacido en Inglaterra, de padres españoles. Su madre trabajaba en una casa de un matrimonio acomodado. Pero la señora de la casa se preocupó mucho de que la hija de su sirvienta estudiara. R.G. dio muestras de aprovechar los estudios y, así, tuvo acceso a becas y a buenos centros escolares. Se licenció en literatura inglesa. Y en el ambiente de la Universidad conoció a un joven apuesto inglés a punto de acabar sus estudios a la Real Escuela Diplomática de Londres. Se sintió deslumbrada por su personalidad, por su saber estar y por los ambientes intelectuales y cosmopolitas que el joven frecuentaba.
        Entró así en los círculos selectos de la diplomacia, la banca y la nobleza; en fin, el mundo exquisito, también rancio, de la buena sociedad inglesa. Las carreras de caballos, los tés de las cinco, los conciertos más selectos, pero también las modernidades de la música y las incursiones de fin de semana en un mundo de bohemia, de costumbres relajadas y de vivir ‘todas las experiencias’: el hedonismo inglés de finales de los sesenta y principios de los setenta. Se casaron y empezaron una vida de embajada en embajada. Ella apenas pudo ejercer  un año como profesora de literatura en un instituto de Londres. Lo recordaría siempre y lo echaría de menos toda la vida. Tuvieron tres hijos y, mientras duró la primera infancia de los niños, también el matrimonio fue feliz. Las novedades que aportan los hijos y la ilusión por el trabajo de su marido -y por ejercer de diplomática consorte- llenaban su vida.
        Lima, Nairobi, México DF, Manila, Estocolmo o París fueron algunos de los destinos de su marido. Y ella lo acompañó en fiestas, recepciones, obras de caridad, viajes y negocios. Saludó a reyes, ministros, embajadores, banqueros y artistas con impecable acento oxoniano, castellano o parisino, según las circunstancias.
        Pero conoció también en las embajadas de smoking y vestido largo, entre cóctel y canapé, reverencias y sonrisas almidonadas, los golpes bajos, los negocios turbios, las zancadillas a los representantes de países pobres, las zalamerías a representantes de países ricos, las intrigas para la difamación, las trampas que hacen caer imperios.
           Una noche en el imponente salón regio de la embajada inglesa en París, a la luz de las imponentes arañas que colgaban de un techo pintado al fresco, vio su imagen en uno de los espejos. Era una máscara. Era solamente un vestido palabra de honor de Givenchy colgado de una percha o de un maniquí de plástico. Ya no quedaba nada de aquella muchachita de padres humildes españoles, pero orgullosa de sus raíces, de sus esforzados estudios, de aquella universitaria que se estremecía antes los sonetos de Shakespeare o de Byron. Ya no quedaba nada.
            Tampoco quedaba nada del amor que un día sintió por el joven diplomático. Y lo que a los veinte años le deslumbraba de la corte y de sus luces, ahora le repugnaba y le asqueaba. Ya no veía el oro, sino únicamente el oropel de un mundo que, de joven, quiso conquistar con tanto ahínco, como el muchacho que invierte toda la propina de un domingo en un delicioso helado de fresa que no sabe a la fresa que él imaginaba. Los hijos, por su parte, ya habían volado y estaban aquí y allá, en buenas universidades, entregados también ellos a la conquista de brillantes puestos en la buena sociedad.
        Cuando esa noche llegó a su casa, tuvo la certeza de que, al igual que ocurre en los camerinos de un teatro, a ella le había llegado el turno de desvestirse del personaje, para que apareciese la verdadera persona. A medida que se iba quitando la ropa, las joyas, el maquillaje y las horquillas del recogido, tuvo la sensación de que este ritual lo cumplía por última vez. Y así fue.
            En los días siguientes, pidió el divorcio, dejó la embajada de París, y se ‘retiró’ a la pequeña casa que el matrimonio había comprado años atrás en un pueblo del Valle del Tiétar, Ávila. Allí llegó a primeros de marzo del año 2000. Cuando abrió la cancela del patio de su casa, contempló el almendro florecido. Y para R.G. fue todo un augurio: un poco de alegría y un poco de esperanza para afrontar cada día. ¡Por fin había encontrado su lugar en el mundo! Pocas semanas después, llegarían los baúles con centenares de libros. Fue lo único que se trajo de su pasado.
            Y así transcurrieron, en este remanso de paz, en esta pequeña Andalucía de Ávila, los últimos años de su vida. Paseaba, leía, meditaba y escribía. También, invariablemente, cada viernes por la mañana hacía una tarta de Santiago o unas magdalenas. Había recuperado las riendas de su existencia, aunque a todo su entorno, ahora, le pareciera una insignificante existencia. Y así hasta que un infarto fulminante la doblegó mientras contemplaba, una tarde invernal de 2017, las cumbres nevadas en la lejanía.
            Desde que nos conocimos en el Camino, cada primavera me mandaba una fotografía del almendro florecido, y unas líneas de buenos deseos de alegría y esperanza para el futuro, algo que ella, finalmente, había alcanzado en una casa al lado de un almendro.

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