miércoles, 28 de febrero de 2024

Mario Borzaga y los mártires de Laos

 

Laos está lejos de mí. Y Mario Borzaga también lo estaba hasta que una conferencia y un libro de Alberto Ruiz González me lo acercaron. Así ocurre siempre. Todo ha existido en el mundo. La Historia ha registrado todo, pero nosotros apenas sabemos nada. Nuestra mirada poco abarca y nuestra inteligencia poco retiene.  El ser humano es ignorante por naturaleza. Solo la curiosidad lo saca de este trastorno.

Mario Borzaga tenía apenas 27 años cuando el martirio vino a su encuentro en la tierra lejana de Laos, donde unos cuantos frailes extranjeros y unos cuantos cristianos nativos intentaban sembrar el evangelio en surcos donde antes sólo había crecido el arroz. Pero a Mario el martirio no le pilló desprevenido, porque en el horizonte de su existencia lo vio como en esbozo, cada vez más perfilado y delineado, a medida que las noticias sobre la penetración de la ideología de odio al extranjero y al cristiano avanzaba.

En 1957, Mario Borzaga con otros compañeros llega a Laos. Este país, situado en la península de Indochina y con una extensión equivalente a la mitad del territorio español, estaba atenazado entre Vietnam y Tailandia y era objeto de deseo de las grandes potencias (Estados Unidos, China y Unión Soviética). Entre 1954 y 1970, un grupo de 17 mártires, religiosos extranjeros, sacerdotes nativos, catequistas laicos, sufrieron el martirio por causa de su fe. De este grupo, destaca el joven Mario Borzaga, tal vez porque, con sinceridad inaudita, fue anotando en un diario lo que le sucedía en los adentros y en 'las afueras': “El diario de un hombre feliz”. Un diario íntimo ("escribir es lo que más me gusta") que inició poco antes de partir para Laos desde su patria, Italia. 

Había nacido en Trento, en agosto de 1932. Muy pronto comenzó sus estudios en el seminario de los Oblatos de María Inmaculada (omi), una congregación fundada por Eugenio de Mazenod en 1816. Esta congregación, de origen francés, conoció el martirio como pocas órdenes religiosas en el siglo XX (cinco mártires en la Francia ocupada por los nazis; veintidós mártires en Pozuelo de Alarcón durante la persecución religiosa de 1936 y otros seis mártires en Laos, a manos de las guerrillas comunistas) 

Mario, sacerdote recién ordenado, llega a un país extranjero donde el catolicismo está poco extendido, y en un momento en que el auge del comunismo aumenta la hostilidad a los extranjeros y a los cristianos, vistos como miembros de una religión extraña a la cultura laosiana. Y cuando Mario llega a la misión laosiana, lleno de entusiasmo juvenil, de fervor religioso y acaso de un sueño vanidoso de convertir laosianos, choca con una realidad bien distinta. Aunque la lengua oficial es el francés, casi nadie lo habla.  Dedica mucho tiempo al estudio de la lengua local, pero los progresos apenas se ven. Quiere transmitir el evangelio y comunicar la fe, pero siente la impotencia del mudo y del sordo: nadie le entiende y él no entiende a nadie. Cuando los feligreses quieren confesarse buscan a otros curas y se alejan de su lado, porque él no les comprende en su lengua nativa. El sueño se ha quebrado. Y en su diario, en el silencio de la noche, va anotando esta batalla diaria. Por otro lado, los lugareños de acuden a él, como acuden a los otros religiosos blancos, en busca de remedio para las enfermedades de sus cuerpos, pero él nada sabe de medicina. A lo más se atreve a distribuir algunos medicamentos simples,  aún a riesgo de equivocarse. Tiene afición por el tabaco, algo que a él le parece un vicio a erradicar. Sus propósitos de dejar de fumar duran poco, lo que le produce una nueva sensación de fracaso.

Solamente cuando se sabe frágil es cuando su alma se resquebraja, y por las grietas de ese desmoronamiento personal empieza a entrar la luz en su corazón, lo que le permite leer la realidad y el evangelio correctamente. Consciente de su pobreza personal, se sabe “un tipo de poco valor, un ser execrable”, pero mantiene su propósito firme de “no desear otra cosa que hacer la voluntad de Dios”. Y lleno de gratitud puede exclamar: “Dios mío, cuán inmensamente bueno eres conmigo”.

En una memorable página escribe: “Ha pasado el tiempo feliz de la esperanza de ser santos: ha llegado el tiempo de serlo; ha pasado el tiempo dulce de las hermosas promesas: ha llegado el tiempo atroz de cumplirlas. Mi cruz soy yo. Mi cruz es mi timidez que me impide decir una palabra en laosiano. Mi cruz es detestar sordamente a los que debería amar: los laosianos; pero por ellos tendré que dar toda mi vida”. 

Mario Borzaga no encontró en la misión lo que su yo iba buscando: conversión de infieles, transmisión del evangelio, autoridad sacerdotal, una pizca de aventura, un poco de prestigio, un tanto de reconocimiento. Lo que encontró fue su pequeñez, su incapacidad para ejercer el sacerdocio, tal y como él lo había soñado. Pero gracias a ese sufrimiento, encontró sentido a su vida y halló la felicidad. Se abandonó en los brazos de Dios como un niño indefenso. Escribe: “No debemos ayudar a los pobres para hacernos amar, estimar de ellos. Debo amarlos por Jesús, aunque me sean antipáticos”. Y también: “Pertenecemos al grupo de aquellos que luchan desesperadamente contra la tristeza, de aquellos a los que no les es lícito aparentar ni siquiera estar tristes”.

Ante las noticias de las masacres cometidas por las patrullas comunistas del Pathet Lao, Mario siente miedo. Tiene miedo no sólo de los guerrilleros; tiene miedo de no dar la talla, de no estar a la altura cuando las cosas pinten mal, de “no ser capaz de decir sí hasta el final”. Barrunta que la prueba definitiva se acerca, y escribe a su tío  para decirle que “ha dado su dirección en caso de acontecimientos tristes”.

A medida que los grupos violentos se acercan, los religiosos se dirigen a otras comunidades más alejadas. Y entonces, con lirismo poético y viva emoción, escribe, a modo de despedida: “¡Adiós, Kiucatian, que tanto quería! Mi pequeña iglesia, las casas de paja, los cerros ventosos. Niñitos que en vano me sonreísteis, mujeres de ojos serenos como oraciones, vosotros amigos… Todo esto ha pasado y nunca volverá a ser para mí. Y tu recuerdo no será más que lágrimas sobre mis días acabados. A las estrellas cada noche rezaré por vosotros, a quienes siempre he amado”

El 25 de abril de 1960, acompañado de un joven catequista laosiano, Shiong, parte para otro lugar, un saco sobre los hombros, una gorra en la cabeza, vestido de negro como un hombre de la etnia hmong. Se pusieron en camino y poco después se encontraron con un grupo de guerrilleros. Como odiaban a los extranjeros y la fe que profesaban, decidieron matarlo, aunque a Shiong le dieron la oportunidad de huir. El catequista intercedió por Mario: “Es un sacerdote italiano muy bueno, muy amable con todo el mundo. Ha hecho muchas cosas buenas”. Pero se negaron a creerle. “No me iré –dijo Shiong- me quedo con él. Si le matáis, matadme a mí también. Donde él muera, moriré yo, y donde él viva, viviré yo”. Mataron a los dos. Un hmong dio testimonio de su final.

El 11 de diciembre de 2016, en Vientián, capital de Laos, conforme a lo establecido por el Papa Francisco, se celebró la beatificación de los 17 mártires de Laos: religiosos y laicos, laosianos y europeos, entre los 16 y los 59 años de edad. Todos ellos habían intentado vivir el ‘martirio de caridad’ en Laos. Y en Laos encontraron el martirio de sangre. La vida se desgasta por amor. Y a veces, amar y creer cuesta la vida.












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