Segovia. La
ciudad despierta de su somnolencia romana. Todavía no han abierto los
monumentos. Pocos y silenciosos transeúntes por las calles. Empieza,
tímidamente, el traqueteo metálico de las persianas de las tiendas. El vaho
empaña los cristales del café La Colonial.
***
Mesa 1. Mañana cumplirá 71 años. A las 11
tiene hora en la peluquería. Nunca se dio maña para arreglarse el pelo. Y ahora
lo tiene fatal, unos pelos para cada lado, de un rubio apagado y mortecino. Ya
lleva 6 años jubilada. Trabajó durante más de veinte años en el Palacio
Azpiroz, en Fomento, como ordenanza. Y todavía cuando, al pasar, ve el Palacio,
le entra como un remusguillo en el estómago. Siempre la trataron bien. Y a ella
le costaba poco ser servicial, esa es la verdad. Desde que dejó de trabajar, se
acerca cada mañana a La Colonial. Es su
costumbre diaria, haga frío o calor, nieve o caigan chuzos. En las primeras
semanas de jubilada insistió machaconamente a su marido para que la acompañase.
Pero él prefiere levantarse más tarde, desayunar sentado en el sofá. Y en el
sofá se pasa el marido las horas muertas, viendo deporte tras deporte en un
canal de pago. Los primeros meses de jubilada se sintió decepcionada. ¿Así que
esto era la jubilación? ¿Llegar sola a la cafetería y pasar prácticamente sola todo
el día? Pero decidió hacer su vida y tirar para adelante. Su marido es bueno, a
su manera, pero a estas alturas ya no va a cambiar. ¡No hay quién le mueva! Los
tres hijos se emplearon en Madrid, y allí formaron sus propias familias. Ella
entra cada mañana en La Colonial y pide café con leche y cruasán. Y los viernes
–costumbre adquirida en sus años de ordenanza- un chocolate con porras. Cuando
termina el desayuno, se levanta y coge el periódico de la barra. Se planta las
gafas y, lentamente, pasa página tras página. El desayuno le lleva poco más de
una hora. Luego, según los días y los humores, le espera la gimnasia o el yoga,
o la misa en la parroquia de San Martín, o el café, ya por las tardes, con dos
antiguas compañeras de trabajo y sus correspondientes conversaciones de
mujeres, ya sabes, recetas, ropas y maridos aburridos. De vez en cuando se deja
caer por la sala de lectura de la Biblioteca. Y al atardecer, de nuevo la casa,
el intercambio de breves frases con el marido, que raramente se quita el
pijama, las llamadas a los hijos cada dos o tres días, los crucigramas… Y las
labores de la casa, esto se sobreentiende. Y así transcurren los días, hasta
que llega la hora de acostarse. Y también de rezar a la Virgen de la Fuencisla
por la salud de los hijos y de los nietos, de sus seis nietos, que son la cosa
más hermosa del mundo.

Mesa 2. Un matrimonio de italianos con sus
tres hijos, adolescentes-jóvenes entre los 16 y los 20 años. Este plan de fin
de año con los padres era lo que menos les apetecía a los dos muchachos y a la
chica. Hubieran preferido quedarse con sus amigos de Turín, ir a una pizzería,
a una discoteca, celebrar la nochevieja con ellos. A los padres les ha costado
Dios y ayuda pasar esta semana de vacaciones juntos. Han tenido que amenazarlos
con no permitirles la semana de febrero en la nieve. Al final, los hijos se
rindieron y aceptaran una semana en Madrid y alrededores. Ha habido que pactar
mucho, aunque algunas cosas eran innegociables: visita al Prado y al Palacio
Real, a los lugares teresianos de Ávila y a la catedral de Toledo. Todo ha sido
pactado al milímetro. “L’ostensorio è la
cosa più bella che ci sia al mondo”, dice el padre para referirse a la
custodia de Toledo. La madre dice haberse emocionado en los conventos
teresianos, por la sencillez y la pobreza. De hecho, lleva una estampa de Santa
Teresa en la carcasa del móvil. A la hija lo que más le ha gustado ha sido el
bullicio de las calles cuando encienden el alumbrado navideño. El pequeño de la
familia se inclina por el Palacio Real. El mayor, solemne, suelta; “para mí,
el Primark de la gran Vía es lo mejor de Madrid”. La madre le contesta: “Para
de hacer el bobo”. “Bromeaba –se defiende el joven-; lo que más me ha
gustado ha sido El Jardín de las Delicias, de El Bosco en el Prado”. Sus dos
hermanos están a punto de explotar de risa. Creen que la primera respuesta es
la que vale, porque su hermano mayor, presumido donde los haya, salió de
Primark con un bolsón de ropa. La hija, que es la mediana de la los tres hermanos,
no para de jugar con su pelo: una melena larga y un par de finas trenzas en
cada lado del óvalo de su agraciado rostro. Disimuladamente, tiene el móvil
activo sobre el muslo, y no para de mirarlo. El más pequeño de la saga devora
un pincho de tortilla en menos que canta un gallo, y luego moja un churo tras otro
en el café con leche, hasta vaciar el vaso. El mayor, en plan gamberro, flequillo largo que le tapa los
ojos, cuchichea en los oídos de sus hermanos una tontada, algo que el padre,
perilla blanca y rostro enjuto, reprueba: “ma
smittila. Non fare lo scemo”. La madre resignada: “Mamma mia, che pazienza”.

Mesa 3. Se divorció cuando la pequeña tenía
apenas unos meses. Esta semana de vacaciones le tocan los niños: un chiquillo de
cuatro añitos y una chica de siete. Los tres comparten mesa con la novia que,
hace poco más de medio año, se ha echado el padre de los pequeños. El hombre
busca mesa, acomoda a los niños, les
ayuda a quitarse el abrigo, el gorro y la bufanda. Acerca a la barra las tazas
vacías de los que ocuparon anteriormente la mesa. Limpia con servilletas de
papel el tablero. Pide los desayunos, contesta las preguntas de los pequeños.
Se ve que quiere ganarse a los niños, que quiere que los hijos se sientan bien
y cómodos con su novia. Han venido desde Guadalajara a pasar un par de días a Segovia.
Es el primer viaje que hacen los cuatro juntos. ¡Qué difíciles son los viajes!
Es un continuo ejercicio de pactos, desde que el sol se levanta hasta que se
acuesta. Ella parece envarada, casi a disgusto, como si este viaje no fuera con
ella. Aceptó a regañadientes, después de mucha insistencia y súplica por parte
del divorciado. Y ahora se arrepiente. No para de dar vueltas al café con
leche, al que por cierto no ha echado ningún sobre de azúcar que desleír. La
niña, más seriecita, se ensimisma en su desayuno desde el momento en que se lo
sirven. Pero el pequeño, blanco de piel, pelo oscuro, mira repetidamente a la
novia del padre, sin obtener ni una sola vez su mirada, una aprobación, una
sonrisa o una carantoña. El silencio se instala por unos minutos entre los
cuatro. El divorciado, guapo, tal vez algo decepcionado por el resultado del viaje,
no tira la toalla sin embargo. Intenta animar el cotarro: el castillo al que
entrarán dentro de un rato es el más bonito de España; desde él se ven
montañas, ríos y torres a mucha distancia, en él vivieron reyes y príncipes,
los soldados lo defendieron valientemente a cañonazos. Se aviva la atención de
los pequeños. Y el niño se dirige a la novia del padre, guapa y tal vez
infeliz, y sonriendo le dice una cosa al oído, al mismo tiempo que busca su
mano. Y por un momento ella destensa los músculos de la cara y hace un repelús
en la cabeza del pequeño. El divorciado pone cara de dar gracias al Universo
por este gesto.

Mesa 4. Felices las felices. Dos mujeres
todavía jóvenes que aún no han alcanzado los cuarenta. Y una niña, cuatro
añitos; una preciosa niña rubia, de sonrisa encantadora con hoyito en la
barbilla. Se levanta de su silla y se sienta alternativamente sobre las piernas
de la una y de la otra. No deja de sonreír. No para de hablar, y cuando lo hace
es para mordisquear con gracia y aplicación su madalena. Sus madres la miran
embobadas y no es para menos. Su ‘cielo’, su ‘tesoro’, su ‘amor’ les ha salido
bien. Es una niña sana, alegre, simpática, sin ser empalagosa, y lista, sin ser
resabiada. Una madre, pelo moreno a lo garçon, unos ojos grandes y negros que
el rímel resalta, y el mismo hoyito que ha heredado la pequeña. La otra madre, más
alta, lleva una cola de caballo y parece ligeramente más joven. Tuvieron que
vencer dificultades y contrariedades. Los padres de la chica con el pelo corto
no admitían, ni por asomo, que su hija fuese como fuese y amase a quien amase.
¿Qué iban a pensar los de la parroquia del Salvador de Cuenca cuando se supiese
por toda la ciudad este romance? Les suplicaron que no hicieran pública su
relación, que disimulasen, que se fuesen a vivir a Madrid, donde pasarían
desapercibidas. Pero se quedaron en su ciudad, regentando una floristería que
marcha viento en popa, en pleno centro de la ciudad. El soponcio llegó cuando
anunciaron que la del pelo corto se encontraba embarazada. Y no de ningún
maromo conquense, sino de unos mililitros de semen anónimo, tal vez un
descreído o un extranjero. Ahora es la otra, la de la cola de caballo, la que
está embarazada de otro ‘anónimo”. Con el primer ‘anónimo’ parece que hubo
suerte. Esperemos que con el segundo también. Se las ve felices con lo que han
vivido y con lo que aún les queda por vivir. A la pequeña le han prometido que
van a ver muchos nacimientos, algo que la embelesa. La pequeña es la alegría de
los abuelos. Y ahora ya ni imaginan el mundo sin la niña de sus ojos. No hubo
ningún escándalo en la parroquia cuando la noticia se supo, porque la gente
está ya de vuelta. Las aguas han vuelto a su cauce y la paz familiar ha
regresado. La niña llegó a un hogar donde las dos madres tienen alegría y
felicidad para dar y repartir. Siempre es así: felices las felices.

Mesa 5. Los dos son de Segovia. Y sin
embargo –y mira que es difícil- no se conocieron en la ciudad del Acueducto. Fue
en la Universidad de Salamanca donde se descubrieron y se gustaron. Y ya llevan
casi dos años saliendo juntos. Son jóvenes y son guapos. Yo diría que demasiado
guapos los dos, y altos y bien proporcionados. Y los dos practican deporte y
vida saludable. Melena larga ella, cutis fino, ojos grandes, piel tostada.
Moreno él, barba descuidada-cuidada, corte de pelo de universitario oxoniano. Y
ambos muy bien vestidos, con ropa cara. Pero también son aplicados y
responsables. Están en tercero de matemáticas. Y el noviazgo no les ha hecho
perder ni un minuto de tiempo. Ambos son prácticos. Son acicate y empujón el
uno para el otro. Estudian muchas horas juntos. También ahora en navidades. Se
levantan pronto. Desayunan en la Colonial y después marchan para la Biblioteca.
Sobre una silla han dejado las carpetas de los apuntes, más algún voluminoso
libro. Acercan sus rostros alguna vez: besos leves, besos finos como papel de
fumar. Y hablan de nonadas y de planes para la Nochevieja. Y todavía se
escuchan. El mundo aún está por estrenar para ellos. Dividen el cruasán y el
ocho y lo comparten como dos enamorados románticos y bien educados. Ella cree
que su chico gusta a todas las chicas, y que sería un peligro dejarle solo en medio de una
jauría de estudiantes universitarias que se le comería en un santiamén. Le ata
corto. Él cree que su novia levanta pasiones, pero sabe enfriar con una mirada de
hielo la mínima confianza de otro hombre. Los padres de ambos están encantados
con esta perfección de hijos, y ya les imaginan cruzar la nave central de la
catedral con vestido de Caprile y chaqué serio, con olor a incienso y lirios, y
cuarteto de música con su Ave María de Schubert. E imaginan un futuro
prometedor en cualquier empresa solvente de la capital del Reino, y nietos
hermosos como sus padres, y un piso grande en la ciudad y un chalé en la
sierra. Y viajes y, de vez en cuando, ambas familias se reunirán para una
comida de postín en el Parador, en Casa Duque o en el Mesón Cándido. Por soñar
que no quede.
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Mesa 6. Llega como quien llega a su casa. Tal vez este sea su hogar, o el hogar
que a él le gustaría tener. Pide un café con leche y un pincho de tortilla, que
casi deja entero. Después pide una copa de aguardiente. Lleva en sus mejillas algunos
puntitos rojos que son como los sedimentos o las marcas inequívocas de quien
homenajea su cuerpo con alcohol, puede que más de lo aconsejable por el médico
de cabecera. Lleva poco tiempo jubilado. Trabajó toda la vida de contable en
una empresa de la ciudad. Aprendía rápido las novedades y se fue adaptando, sin
gran esfuerzo, a los nuevos programas de contabilidad. Pero nunca fue capaz de
trabajar en equipo, porque tiende a la hurañía y a la sequedad en el trato. Y
la querencia del alcohol y de la soledad siempre caminaron a la par en su
existencia. Sin embargo, no recuerda
haber hecho el canelo por culpa una copa de más. Bebe. Lo reconoce. Fuma, lo
reconoce, si bien mucho menos que antes. Y ya no va de putas desde hace medio
año. Y no porque no haga su función de hombre, sino porque tiene el alma como
acorchada de un tiempo para acá. Y le da pereza llegarse hasta el club, elegir
prostituta, dar conversación, desvestirse, y acabar la faena con tristeza y sin
cariño. En eso ha cambiado; ya no es el de antes. Antes un polvo semanal no se
lo quitaba nadie, siempre en miércoles, para evitar el mogollón del fin de
semana. Y, además, piensa, esta es una
maldita ciudad de provincias, maldita ciudad levítica, donde cada vecino lleva la
ficha en la cabeza de todos los habitantes y sus pecados. Se tenía que haber
largado a Madrid o al fin del mundo, pero ya es tarde. Para todo es tarde. Su único
amigo murió hace seis meses, de cáncer. Era su compañero en la empresa, y su
compañía en desayunos de oficina, y algunas cenas sin cadencia fija que terminaban
con un gintonic y algunas confidencias en el bar de copas La Guagua. Su amigo
era también un consejero al que respetaba. Y cuando él amigo decía “esta es tu última copa”, él le obedecía
sin rechistar, como si se lo ordenase su madre. Desde que le llegó la
jubilación pasa muchas horas en las cafeterías, siempre en una mesa. Piensa que
el día en que se quede horas acodado en la barra, ese día ya será alcohólico
sin remedio. De momento sólo es un opositor a alcohólico. Y pasa muchas horas
haciendo cábalas para las quinielas. Anota en una libreta combinaciones,
números, series. Las quinielas y la lotería son otros de sus vicios. Si un día
gana la lotería, se marchará de la ciudad y no volverá ni siquiera para visitar
el uno de noviembre a los muertos del cementerio. Y eso que en el camposanto
segoviano es donde crían malvas las tres personas por las que sintió algún
afecto: sus padres y su compañero de oficina. Chasca los dedos. Se acerca la
camarera. “Otra copa de aguardiente y otro
café solo, por favor”. Y así
pasan los días.

Mesa 7. Entran en la cafetería cediéndose
el paso el uno al otro. Con su mochila en la espalda y su bufanda al cuello,
mismos cuadros, diferentes tonos. Han llegado hace unos minutos a la estación
del Ave. Han tomado el autobús 11 que hace el trayecto entre la estación y el
Acueducto. Los dos alrededor de los 45 años. Uno de ellos, más alto, pelo
ligeramente fosco y mejillas rasuradas. El otro, más bajo, pelo al uno con las
primeras canas y barbita de una semana, lleva una antología de Antonio Machado,
en edición bilingüe, que en seguida
introduce en la mochila. Se miran embobados, con ese arrobo de los inicios, y
no les falta tema de conversación. Están pasando la última semana del año en
Madrid. Ayer hicieron una excursión al Escorial. Y hoy, toca Segovia. Ambos
llegaron al Lycée Édouard Gand, de Amiens, como profesores de español en
septiembre pasado. Ya en el primer claustro de profesores, no pararon de
mirarse, si bien furtivamente. Fue un flechazo a primera vista. Uno ya había
encontrado casa en Amiens y buscaba compañero de piso. Él otro se alojaba
temporalmente en un hotel y buscaba habitación. Todo fue fácil. Al tercer día
ya compartían almohada, y convirtieron la habitación sobrante en trastero. El
más alto había estado casado durante diez años y tiene un hijo pequeño. El más
bajo había estado unido a otro hombre durante otros diez años. La ruptura para
el primero fue amarga y devastadora. La ruptura para el segundo fue serena y
civilizada. Y todavía se llaman o quedan para una cerveza. Han rehecho sus
vidas, como se dice. ¿Pero es verdad que la vida puede rehacerse? Han decidido
hacer su primer viaje juntos al extranjero. Y han elegido Madrid, porque es la
capital mundial gay y una ciudad abierta. Todo es bonito para ellos. Y todo lo
admiran: la ciudad, la cafetería, las flores de plástico en la mesa, la
simpatía de la camarera, el vendedor de lotería del Niño que circula por las
mesas anunciando premios para el día de Reyes, el chocolate y los churros, que
toman como si fuese una delicatessen.
Todo es bonito pare ellos: también la catedral que verán, el alcázar que verán,
la casa de Antonio Machado que verán, por algo son profesores de español, el
acueducto que ya han visto. El enamoramiento sólo tiene ojos para la belleza
del mundo.

***
Unos clientes abandonan La Colonial. Otros los remplazan. Las
calles se llenan de turistas en una mañana invernal pero apacible. Mientras
esperan en la cola a que la catedral abra sus puertas, el matrimonio italiano intenta explicar a sus tres vástagos la
historia de la seo segoviana. Cruzan el foso del Alcázar el hombre divorciado -y vuelto a ennoviarse- con sus dos niños y su
novia. La pareja de profesores de
Amiens sube las escaleras de la pensión en la que vivió Antonio Machado. La niña rubia y sus dos madres muestran
su asombro y felicidad ante el nacimiento hecho con figuras de trapo y papelón,
de tamaño natural, en la iglesia de San Andrés. Los novios guapos y estudiantes de matemáticas extienden sus apuntes,
el uno al lado del otro, en la Biblioteca Pública de la capital. La antigua ordenanza llega con algunos
minutos de retraso a la clase de gimnasia en el centro Cívico de San Lorenzo. El hombre solitario anota en un viejo
cuaderno números para esa quiniela que un día, tal vez, le haga millonario. La camarera de La Colonial se dirige a
su mesa con un chupito de aguardiente en la mano. Es viernes, 29 de diciembre
del Año del Señor 2023.




