Mons, la edición de las Edades del Hombre de Aguilar de Campoo, constituyó una bella
reflexión sobre un aspecto bíblico fascinante: la montaña como lugar donde Dios
se manifiesta y se encuentra con el hombre. El movimiento que mejor define a
Dios es el descenso, mientras que el movimiento que mejor habla del hombre es
el ascenso. Dios deja el cielo y baja a la montaña. El hombre deja el valle y
sube a la montaña. Y allí se encuentran.
El creyente se mueve entre el Monte Tabor, el Monte Calvario y el Monte de las Bienaventuranzas. La fe de
un creyente depende, en gran medida, de cómo vive el Tabor, el Calvario o las
Bienaventuranzas.
El Monte Tabor. Representa aquellos momentos en que
sentimos la fe como consuelo, como luz y como paz. Son los momentos en los que
la religión proporciona un bálsamo bienhechor en medio de los trajines y
sinsabores de la vida o en momentos de pérdida y de duelo. Hay muchas veces en
que un creyente siente una cercanía inenarrable a Dios y, entonces, el alma se
inunda de beatitud, esa suave dicha que sólo podemos hallar en las cosas del
espíritu. A veces la contemplación de una obra de arte religiosa, ya sea una
catedral, una pintura de devoción, una custodia, el canto de una determinada
música o la asistencia a una hermosa liturgia, tienen sobre nuestros sentidos
un efecto ‘Tabor’. También la naturaleza, en toda su hermosura y diversidad,
ejerce, para quien sabe admirar la obra del Creador, un efecto Tabor. En esos
instantes, como los apóstoles, tenemos ganas de exclamar: ¡Qué bien se está
aquí!
También es cierto que el Tabor puede ser una trampa y
una tentación. Existe una tentación grande a ‘instalarse’ en el Monte Tabor. El
creyente puede pensar que la religión es únicamente un consuelo y una
anestesia. Una luz sin sombras, un bello día claro sin noche oscura. La
tentación de construir una tienda-refugio en la cima del Tabor es muy grande.
La religión sería un intento de autoprotección en la pequeña tienda de nuestras
seguridades religiosas, en el confort que pueden producir las prácticas devocionales,
los ritos y las plegarias consoladoras. La religión reducida a un ‘bienestar’ y
a una ‘confortabilidad’. El Tabor es necesario, como es necesaria la luz, el
agua, la sombra de un árbol. El Tabor nos da aliento y empuje para seguir
caminando. Pero uno debe saber que el monte del Calvario puede estar a la
esquina y que el Monte de las Bienaventuranzas nos espera. El creyente debe
saber que vendrán túneles oscuros, largos desiertos, parameras sin un solo árbol.
Y sin embargo, quien ha conocido un instante de Tabor sabe que siempre quedará
ese poso de dulzura en el alma: la nostalgia del absoluto, la esperanza de lo
venidero.
El Monte Calvario.
Al Calvario –y a los calvarios- se llega tarde o temprano. Y se llega a
menudo. La cruz forma parte de la vida
-y hasta nuestro cuerpo tiene forma de ella-. En el Monte Calvario nos
medimos con nosotros mismos y medimos a los demás. En el Calvario descubrimos
nuestra debilidades, nuestras heridas, nuestras llagas, nuestra sed y nuestro
abandono por parte de un Dios al que habíamos imaginado como un mago poderoso,
y que, sin embargo, solo es -pero nada menos- un padre amoroso aunque “humanamente
impotente”.
Pero también el Calvario tiene sus trampas y sus
mentiras. El Calvario como mentira es resignarse a un mundo como perpetuo valle
de lágrimas. Creer que el sufrimiento nos hace ganar méritos para el cielo. El
Calvario como trampa es instalarse en la perpetua tristeza, en la pesadumbre,
en la amargura, en un fatalismo que nos ensimisma en nuestras propias llagas.
El riesgo de reducir nuestra mirada a los sayones y verdugos, a los esbirros y
soldados impíos. Pensar en la vida como una sucesión interminable de estaciones
de viacrucis. Teresa de Jesús creía que la tristeza estaba reñida con la
santidad: “Dios nos libre de los santos encapotados”. Dios nos libre de los que
se empecinan en la tristeza.
En el Calvario están Anás y Caifás, la chusma
vociferante, la cobardía de Pilatos, o el escapismo de Herodes, los soldados
amenazantes, la traición de Judas, el miedo y la negación de Pedro, el abandono
de los amigos, la violencia de los sayones, pero también en el Monte Calvario
están la ternura de María, la lealtad de Juan, las lágrimas de Pedro, el cariño
de la Magdalena, el consejo de la mujer de Pilatos, las lágrimas de las mujeres
de Jerusalén, la fe del buen ladrón, la verdad del centurión, el arrojo de
Nicodemo y Arimatea, la colaboración del Cirinero… En el Monte Calvario medimos
la estatura de nuestra fe y medimos también la humanidad de los que nos rodean.
En el Calvario solo caben la aceptación del misterio
del dolor o la desesperación nihilista ante el propio infierno. Los grandes
místicos han degustado las delicias del Tabor, pero no les ha sido ahorrado la
sequedad de espíritu, el silencio impenetrable de Dios y las espinas del
Gólgota.
El Monte de las
Bienaventuranzas. Pero la mayoría de los días de un creyente no transcurren ni en el Monte
Calvario (sufrimiento) ni en el monte Tabor (gozo), sino en el Monte de las
Bienaventuranzas, que es el espacio de la cotidianidad, de lo ferial, de la
rutina, del bregar cotidiano. El espacio del compromiso y de la caridad. El
Monte de las Bienaventuranzas es nuestra oficina, nuestro campo, nuestra
fábrica, nuestra escuela y nuestra casa. Es el ágora, la plaza y la encrucijada
donde se producen todos los encuentros cotidianos. Y cada uno de estos
encuentros es una llamada, un grito de
socorro, una invitación, porque, como decía Enmanuel Lévinas, el rostro del
hombre es una interpelación para el que lo contempla. Nos interpela la
violencia, la sed, el hambre, la injusticia, la pobreza, o por decirlo más
acertadamente, nos interpela el que sufre violencia, el sediento, el
hambriento, el pobre, el analfabeto, el niño abusado y la mujer violada; nos
interpela el sinhogar y el emigrante. Y ante cada uno de ellos, entra en juego
nuestra libre decisión: o cuidar de los heridos o pasar de largo.
Y también el Monte de las Bienaventuranzas tiene su
trampa y su mentira. Solo quien se sabe poca cosa, puede de verdad sanar y
cuidar. El que se cree alguien e importante solo es capaz de mover los brazos,
las piernas, como un autómata, repartir palabras o monedas como una máquina. La
suya es una carrera insensata para afianzar su yo, engordar su ego, creerse
mejor que aquellos a los que ayuda, entrar en un activismo mesiánico que sólo
busca el reconocimiento de los demás, el sobresalir en el pódium de la sociedad,
y alcanzar prestigio y fama. Quiere ser fuego y no es más que humo.
Solo el corazón es capaz de cuidar, sanar, proteger y
amar. Solo quien se sabe vulnerable puede ayudar a los vulnerables. Solo quien
acepta que no es él quien ayuda, sino que hay Otro, por encima de él, que mueve
su corazón y sus manos, puede hacer el bien.
En las distintas montañas, Dios nos conoce. Y lo que
es aún más importante, nosotros conocemos al otro, y el otro nos conoce a
nosotros.
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