miércoles, 28 de julio de 2021

¿Puede haber una memoria histórica en España?

 


Cada vez que un Gobierno determina crear una memoria histórica (ahora han empezado a llamarla ‘memoria democrática’), lo que está creando es una venganza histórica. La “memoria histórica” es algo propio de las dictaduras o de los populismos.

La memoria solo puede ser individual. Cada uno guarda memoria de unas cosas, de unos hechos, de unas personas, dependiendo de su ‘yo’ que piensa y siente de una determinada manera,  y de su entorno familiar, laboral, social. Cada uno cuenta la feria según le va. El hijo de un alto miembro del aparato comunista ruso que disfrutaba de un enorme apartamento, que tenía acceso a los mejores productos del mercado, que nunca conoció la cartilla de racionamiento, que tenía entradas para un palco en el Bolshoi o que disponía de una preciosa dacha en verano, conservará de la dictadura comunista soviética una imagen idílica y entrañable. Muy diferente a la del hijo cuyo padre fue conducido a un Gulag donde habría de pasar interminables años, que conoció miles de privaciones, que tuvo que soportar interminables colas para conseguir una hogaza de pan negro o un salchichón enmohecido, que no fue admitido a la Universidad por ser hijo de quien era, que tuvo que vivir en un piso de 30 metros y recorrer largas distancias para traer cuatro trozos de leña para no morir de frío, guardará del régimen comunista un recuerdo siniestro.

La historia, por otro lado, compete a los historiadores. Cuando los gobiernos se ponen a redactar la historia y a distribuirla, por todos sus medios, que son muchos, como si fuesen bocadillos de chope y refrescos, lo que están haciendo es adoctrinamiento e inculcando ideología sectaria.

Todos conocemos de sobra el relato histórico impuesto durante la dictadura franquista, o la historia impuesta durante la Revolución Cultural China. Entra dentro de la ‘normalidad’ que las dictaduras, sean del signo que sean, impongan una historia revisada, pero no se puede entender ni justificar que un Gobierno de una democracia la imponga, como es el caso de España.

Desde hace un tiempo, cada vez que los problemas nacionales son serios y gordos, se empieza a hablar de la dictadura de Franco y de todas sus maldades, como una forma sutil de desviar la atención. El otro día en una viñeta se decía: “Hala, majos, cuando terminéis de solucionar lo de la guerra de hace 85 años, os ponéis a solucionar el paro, la factura de la luz, la educación y la pandemia”.

 Aquel periodo de la Transición, cuando la palabra ‘concordia’ estaba en el sentir y en el pensar general, fue interrumpido por el Sr. Zapatero con su conocida frase: “Hay que crear un poco de tensión”. Y la tensión consistía en empezar a recordar a la gente su pasado más o menos franquista, y a enzarzar a unos contra otros. Y en esas estamos ahora, versión corregida y aumentada. Echar la culpa de los males de este momento presente a una dictadura que acabó en 1975 es como si la comarca del Bierzo echase la culpa de su atraso a la explotación romana de las Médulas. Los problemas actuales no proceden de entonces; son demasiado actuales como para que paguen el pato las generaciones anteriores que crían malvas en los cementerios.

Todo lo que en estos días se habla en torno al futuro del Valle de los Caídos es más de lo mismo: una venganza histórica o una memoria dictatorial. Querer expulsar a los benedictinos de la basílica, que llevan rezando décadas por la reconciliación entre las dos Españas, con el pretexto de que no se arrodillaron ante los planes del Sr Sánchez sobre el Valle de los Caídos, suena a vendetta. Las democracias admiten otros puntos de vista y otros pareceres, admiten la disidencia y la crítica. Las dictaduras, solo admiten el amén y la genuflexión de los súbditos.

Dar una sepultura digna a muchos muertos enterrados en las cunetas durante la Guerra Civil o la inmediata posguerra es un acto de pura dignidad y de pura piedad. Nada que objetar. Un deber moral. Pero decirnos quiénes son los buenos y los malos de todas las películas de la Historia, es un intento zafio de comernos el coco. Ahora los señores de la Moncloa exigen que asintamos, como niños de coro, a una versión de la Historia completamente sesgada, ideologizada. En la Guerra Civil, y antes y después de ella, hubo desmanes por todos los sitios y por ambos bandos. Y no hace falta tener mucha imaginación para saber que si el bando ganador hubiese sido el republicano, se hubiera producido parecida represión, o peor, que es lo que sucedió en tantos países de la órbita soviética. La continua demonización del régimen franquista y la continua santificación del periodo republicano no puede conducir a nada bueno. Lo que menos necesita la sociedad española es resucitar fantasmas del pasado y menos aún reavivar viejos reconcomios y antiguos odios cainitas, tan frecuentes por desgracia, en esta vieja España.

La Historia busca la verdad. Los historiadores, los estudiosos del pasado, intentan comprender el pasado, contextualizándolo en un momento internacional, y lo hacen desde los documentos y los testimonios de una época. Y sus estudios tienden –o deberían tender- a comprender todas las posturas y todos los puntos de vista que tuvieron que ver con un acontecimiento. En la historia no hay buenos y malos netos, porque en todas las posturas caben muchos matices y muchas apreciaciones.  

Rescribir la Historia es una tentación continua de los dictadores, que no buscan la verdad sino engordar su ideología. Los que rescriben la Historia no parten de lo que sucedió sino de lo que tenía que haber sucedido según su criterio y su opinión. Negar cualquier bondad a un periodo histórico es lo mismo de grave y de falso que negar cualquier maldad a ese mismo periodo.

Las democracias aparentes –y España corre el riesgo de formar parte de una de ellas- tienden a hacernos creer que todo lo que sucede en democracia es perfecto e ideal, que todo está justificado porque el ‘detergente democrático’ limpiaría todas las manchas y todas las suciedades. En las dictaduras se comenten todo tipo de tropelías, pero en las democracias también se comenten unas cuantas, y en ellas existe la ignorancia, la manipulación, la corrupción, el chantaje y las demasías del Estado. Los pecados de la democracia no pueden quedar impunes por el hecho de vivir en democracia. Cuanto más precaria es una democracia, más tiende a culpar de los males del país a las épocas pretéritas.

Decir ahora a un español, que uno de sus abuelos fue un mártir y un héroe porque luchó al lado del Frente Popular, y el otro abuelo fue un asesino porque luchó en el Bando Nacional, sin pararse en matices y en detalles, es una burda tergiversación de la Historia. A la mayoría de los españoles de los años treinta no se les preguntó a qué bando querían pertenecer; simplemente estaban en un territorio concreto, y tuvieron que apechugar con ello. Condenar sumariamente todo lo realizado durante el régimen franquista y absolver impunemente todas las tropelías de la República es una bajeza y una inmoralidad. Y esto es lo que sucede cuando la Historia queremos que la escriban los cuatro asesores a sueldo del Palacio de la Moncloa en lugar de que la escriban los historiadores y la Universidad.

La Historia se debe conocer en toda su cruda o amable verdad, para no repetirla en un caso y para proseguir su senda en el otro. Rescribir la Historia de un periodo convulso en España solo servirá para volverla a rescribir dentro de unos cuantos años. Y así andaremos por los siglos de los siglos.

En este tiempo, precisamente, lo que necesitamos son mensajes de concordia, reconciliación y entendimiento. Porque sólo estas actitudes pueden mejorar el futuro. Lo que sucedió en los años treinta y después en el periodo franquista, sucedió. Y no se puede cambiar. Solo cabe el estudio para sacar conclusiones y evitar caer en los mismos errores. Los políticos verdaderos piensan, no en los males que se vivieron en épocas pasadas, sino en las soluciones que ellos pueden dar a los problemas actuales. Un verdadero político y una sociedad cabal miran al mañana y al futuro, porque el pasado corresponde a los historiadores y a los libros.  La memoria del pasado, en todo caso, corresponde a cada individuo. Una memoria hecha de vivencias, relatos y lecturas. 

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