Cada vez que un
Gobierno determina crear una memoria histórica (ahora han empezado a llamarla
‘memoria democrática’), lo que está creando es una venganza histórica. La “memoria
histórica” es algo propio de las dictaduras o de los populismos.
La memoria solo
puede ser individual. Cada uno guarda memoria de unas cosas, de unos hechos, de
unas personas, dependiendo de su ‘yo’ que piensa y siente de una determinada
manera, y de su entorno familiar,
laboral, social. Cada uno cuenta la feria según le va. El hijo de un alto
miembro del aparato comunista ruso que disfrutaba de un enorme apartamento, que
tenía acceso a los mejores productos del mercado, que nunca conoció la cartilla
de racionamiento, que tenía entradas para un palco en el Bolshoi o que disponía
de una preciosa dacha en verano, conservará de la dictadura comunista soviética
una imagen idílica y entrañable. Muy diferente a la del hijo cuyo padre fue
conducido a un Gulag donde habría de pasar interminables años, que conoció
miles de privaciones, que tuvo que soportar interminables colas para conseguir una
hogaza de pan negro o un salchichón enmohecido, que no fue admitido a la
Universidad por ser hijo de quien era, que tuvo que vivir en un piso de 30
metros y recorrer largas distancias para traer cuatro trozos de leña para no
morir de frío, guardará del régimen comunista un recuerdo siniestro.
La historia,
por otro lado, compete a los historiadores. Cuando los gobiernos se ponen a
redactar la historia y a distribuirla, por todos sus medios, que son muchos,
como si fuesen bocadillos de chope y refrescos, lo que están haciendo es
adoctrinamiento e inculcando ideología sectaria.
Todos conocemos
de sobra el relato histórico impuesto durante la dictadura franquista, o la
historia impuesta durante la Revolución Cultural China. Entra dentro de la ‘normalidad’
que las dictaduras, sean del signo que sean, impongan una historia revisada,
pero no se puede entender ni justificar que un Gobierno de una democracia la
imponga, como es el caso de España.
Desde hace un
tiempo, cada vez que los problemas nacionales son serios y gordos, se empieza a
hablar de la dictadura de Franco y de todas sus maldades, como una forma sutil
de desviar la atención. El otro día en una viñeta se decía: “Hala, majos, cuando terminéis de solucionar
lo de la guerra de hace 85 años, os ponéis a solucionar el paro, la factura de
la luz, la educación y la pandemia”.
Aquel periodo de la Transición, cuando la
palabra ‘concordia’ estaba en el sentir y en el pensar general, fue
interrumpido por el Sr. Zapatero con su conocida frase: “Hay que crear un poco de tensión”. Y la tensión consistía en
empezar a recordar a la gente su pasado más o menos franquista, y a enzarzar a
unos contra otros. Y en esas estamos ahora, versión corregida y aumentada.
Echar la culpa de los males de este momento presente a una dictadura que acabó
en 1975 es como si la comarca del Bierzo echase la culpa de su atraso a la
explotación romana de las Médulas. Los problemas actuales no proceden de
entonces; son demasiado actuales como para que paguen el pato las generaciones
anteriores que crían malvas en los cementerios.
Todo lo que en
estos días se habla en torno al futuro del Valle de los Caídos es más de lo
mismo: una venganza histórica o una memoria dictatorial. Querer expulsar a los
benedictinos de la basílica, que llevan rezando décadas por la reconciliación entre
las dos Españas, con el pretexto de que no se arrodillaron ante los planes del
Sr Sánchez sobre el Valle de los Caídos, suena a vendetta. Las democracias admiten otros puntos de vista y otros
pareceres, admiten la disidencia y la crítica. Las dictaduras, solo admiten el
amén y la genuflexión de los súbditos.
Dar una
sepultura digna a muchos muertos enterrados en las cunetas durante la Guerra
Civil o la inmediata posguerra es un acto de pura dignidad y de pura piedad. Nada
que objetar. Un deber moral. Pero decirnos quiénes son los buenos y los malos
de todas las películas de la Historia, es un intento zafio de comernos el coco.
Ahora los señores de la Moncloa exigen que asintamos, como niños de coro, a una
versión de la Historia completamente sesgada, ideologizada. En la Guerra Civil,
y antes y después de ella, hubo desmanes por todos los sitios y por ambos
bandos. Y no hace falta tener mucha imaginación para saber que si el bando
ganador hubiese sido el republicano, se hubiera producido parecida represión, o
peor, que es lo que sucedió en tantos países de la órbita soviética. La
continua demonización del régimen franquista y la continua santificación del periodo
republicano no puede conducir a nada bueno. Lo que menos necesita la sociedad
española es resucitar fantasmas del pasado y menos aún reavivar viejos
reconcomios y antiguos odios cainitas, tan frecuentes por desgracia, en esta
vieja España.
La Historia
busca la verdad. Los historiadores, los estudiosos del pasado, intentan comprender
el pasado, contextualizándolo en un momento internacional, y lo hacen desde los
documentos y los testimonios de una época. Y sus estudios tienden –o deberían
tender- a comprender todas las posturas y todos los puntos de vista que
tuvieron que ver con un acontecimiento. En la historia no hay buenos y malos
netos, porque en todas las posturas caben muchos matices y muchas
apreciaciones.
Rescribir la Historia
es una tentación continua de los dictadores, que no buscan la verdad sino
engordar su ideología. Los que rescriben la Historia no parten de lo que
sucedió sino de lo que tenía que haber sucedido según su criterio y su opinión.
Negar cualquier bondad a un periodo histórico es lo mismo de grave y de falso
que negar cualquier maldad a ese mismo periodo.
Las democracias
aparentes –y España corre el riesgo de formar parte de una de ellas- tienden a
hacernos creer que todo lo que sucede en democracia es perfecto e ideal, que
todo está justificado porque el ‘detergente democrático’ limpiaría todas las
manchas y todas las suciedades. En las dictaduras se comenten todo tipo de
tropelías, pero en las democracias también se comenten unas cuantas, y en ellas
existe la ignorancia, la manipulación, la corrupción, el chantaje y las
demasías del Estado. Los pecados de la democracia no pueden quedar impunes por
el hecho de vivir en democracia. Cuanto más precaria es una democracia, más
tiende a culpar de los males del país a las épocas pretéritas.
Decir ahora a
un español, que uno de sus abuelos fue un mártir y un héroe porque luchó al
lado del Frente Popular, y el otro abuelo fue un asesino porque luchó en el Bando
Nacional, sin pararse en matices y en detalles, es una burda tergiversación de
la Historia. A la mayoría de los españoles de los años treinta no se les
preguntó a qué bando querían pertenecer; simplemente estaban en un territorio
concreto, y tuvieron que apechugar con ello. Condenar sumariamente todo lo
realizado durante el régimen franquista y absolver impunemente todas las
tropelías de la República es una bajeza y una inmoralidad. Y esto es lo que
sucede cuando la Historia queremos que la escriban los cuatro asesores a sueldo
del Palacio de la Moncloa en lugar de que la escriban los historiadores y la Universidad.
La Historia se
debe conocer en toda su cruda o amable verdad, para no repetirla en un caso y
para proseguir su senda en el otro. Rescribir la Historia de un periodo
convulso en España solo servirá para volverla a rescribir dentro de unos cuantos
años. Y así andaremos por los siglos de los siglos.
En este tiempo,
precisamente, lo que necesitamos son mensajes de concordia, reconciliación y
entendimiento. Porque sólo estas actitudes pueden mejorar el futuro. Lo que
sucedió en los años treinta y después en el periodo franquista, sucedió. Y no
se puede cambiar. Solo cabe el estudio para sacar conclusiones y evitar caer en
los mismos errores. Los políticos verdaderos piensan, no en los males que se
vivieron en épocas pasadas, sino en las soluciones que ellos pueden dar a los
problemas actuales. Un verdadero político y una sociedad cabal miran al mañana
y al futuro, porque el pasado corresponde a los historiadores y a los libros. La memoria del pasado, en todo caso, corresponde a cada individuo. Una memoria hecha de vivencias, relatos y lecturas.
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