martes, 14 de diciembre de 2021

Una tumba sin lápida

 


“Yo he querido permitirme el lujo de no tener ninguna solidaridad con los asesinos: para un español quizá sea eso un lujo excesivo”. (MCN)

En la tumba CR 19 no hay lápida que rece un nombre. No hay una cruz. Simplemente un espacio en el cementerio de Fullham, en el distrito londinense de Richmond. Es una potente metáfora para hablar de uno de los mejores periodistas españoles y para disertar sobre un tipo de español, escaso y raro. Un hombre que representa la Tercera España. Si pensamos en algún representante de esta Tercera España, tal vez, inmediatamente, nos viene a la cabeza Don Miguel de Unamuno. Por encima de unos y otros, él antepuso la verdad. Le costaría caro. Pero hoy hablaré de otra persona: Manuel Chaves Nogales. Si durante el régimen franquista se proclamaron a bombo y platillo las atrocidades cometidas por el bando republicano, ahora llevamos años (empezó ya en tiempos de Zapatero y se ha multiplicado con Pedro Sánchez) escuchando únicamente las barbaridades del bando nacional. ¿Ninguna voz ecuánime para hacer el relato desapasionado de la más grande barbarie en España? En este momento presente, de pensamiento único y relato listo para el adoctrinamiento, no está de más recordar a un hombre que fue capaz de ver la realidad y la verdad, más allá de la propia posición política.

Era el año 1937. Aún no había acabado la Guerra Civil cuando el periodista Manuel Chaves Nogales emprendió el camino del exilio. Marchó a París. Y allí en un humilde hotelito escribió A Sangre y fuego, una serie de relatos sobre la contienda fratricida precedidos por un prólogo. Este prólogo, precisamente un prólogo, es por derecho propio un documento muy importante de la historia reciente de este país. Un hombre en el exilio. Un hombre lejos de su mujer. Un hombre escribe para dejar constancia de otra verdad. Ni en la zona azul ni en la zona roja había ya sitio para él. Para unos y para otros, este brillante periodista era un simpatizante del enemigo. Él mismo confiesa que “El resultado de esta lucha no me preocupa demasiado. No me interesa gran cosa saber que el futuro dictador de España va a salir de un lado u otro de las trincheras. El hombre fuerte, el caudillo, el triunfador que al final ha de asentar las posaderas en el charco de sangre de mi país y con el cuchillo entre los dientes, puede salir indistintamente de uno u otro lado.” Él lo vio venir: ganase quien ganase, a España le esperaba una Dictadura.

Por ello, decidió poner tierra por medio y, voluntariamente, tomó el camino amargo del destierro: “Me fui cuando tuve la íntima convicción de que todo estaba perdido y ya no había nada que salvar, cuando el terror no me dejaba vivir y la sangre me ahogaba. ¡Cuidado! En mi deserción pesaba tanto la sangre derramada por las cuadrillas de asesinos que ejercían el terror rojo en Madrid como la que vertían los aviones de Franco, asesinando mujeres y niños inocentes".

En un momento en que tanto se habla de “memoria histórica” y que tanto se agita el fantasma del franquismo para fustigar al adversario político, conviene no olvidar la Historia. Cuanto más rebuznan los políticos a la izquierda y a la derecha, más necesaria será la lectura de Chaves Nogales. Durante décadas este escritor fue silenciado: tanto los afines a Franco como por los intelectuales republicanos en el exilio. En los últimos años las dos Españas han vuelto a tronar con singular ruido y potencia. Estamos asistiendo a una reescritura de la Historia: la glorificación de la Segunda República, la criminalización de Franco y la sospecha sobre la Transición. Quizás por ello, algunos autores reivindican a Manuel Chaves Nogales como ejemplo de periodista ecuánime, de buscador de la verdad más allá de las anteojeras del propio partido y de la propia ideología. La verdad es tan compleja y tan sutil que no puede estar en posesión absoluta de una determinada ideología, y menos cuando está ideología habita los “palacios del poder”. El poder es enemigo de la libertad. Los que observan el mundo sin las gafas de una ideología concreta saben que los defensores de la libertad en manifestaciones y algaradas, se olvidan de la libertad el día que pasan de la pancarta y las cacerolas a las alfombras de los despachos oficiales. De sobra sabemos que cuanta más ideología amontonamos en la cabeza, menos espacio dejaremos a la verdad, a la realidad y a la razón. Escritores como Trapiello, Muñoz Molina, Pérez Reverte han intentado últimamente poner el foco en las páginas luminosas de Manuel Chaves Nogales.

            Hemos asistido a la edición de sus todos sus escritos y a la celebración de conferencias y encuentros sobre su persona y su obra. Pero es su “Prólogo” a la obra “A sangre y fuego” (1937) donde Manuel Chaves, con dramática sinceridad, nos ofrece su visión amarga y desencantada de la guerra fratricida.

            Y así dice verdades como puños contra unos y contra otros. Cuando leí este prólogo y este libro pensé en una obra escultórica de Pablo Gargallo, titulada El Profeta. Se puede ver en el Museo Reina Sofía o en el Museo Pablo Gargallo (Zaragoza). Bronce retorcido, donde la figura humana está formada tanto por lo lleno como por lo vacío. La expresividad de un profeta vociferando a los cuatro vientos se logra tanto con la plenitud como con la oquedad del bronce. El profeta anuncia y denuncia, en una pose desgarrada y dramática. La recompensa del profeta suele ser el martirio. No podía caber mejor imagen para definir a Manuel Chaves Nogales.

En el Prólogo dice cosas como: “Cuando iba a Moscú y al regreso contaba que los obreros rusos viven mal y soportan una dictadura que se hacen la ilusión de ejercer, mi patrón me felicitaba y me daba cariñosas palmaditas en la espalda. Cuando al regreso de Roma aseguraba que el fascismo no ha aumentado en un gramo la ración de pan del italiano, ni ha sabido acrecentar el acervo de sus valores morales, mi patrón no se mostraba tan satisfecho de mí ni creía que yo fuese realmente un buen periodista; pero, a fin de cuentas, a costa de buenas y malas caras, de elogios y censuras, yo iba sacando adelante mi verdad”.

Nogales, a medida que conoce lo que sucede en los dos bandos de la Guerra Civil, “siente un odio insuperable a la estupidez y a la crueldad”, pero era consciente de que precisamente la estupidez y la crueldad se habían enseñoreado de España. El revolucionario le parece algo tan pernicioso como el reaccionario. A su alrededor, ve como la peste del comunismo y del fascismo se contagia y avanza imparable. El español medio había absorbido ávidamente las etiquetas de comunismo o de fascismo y por eso no le extrañaba que, en esta tierra, una y otra ideología dieran tan perversos frutos. Y así pudo sentenciar ecuánimemente: “Ni blancos ni rojos tienen nada que reprocharse. Idiotas y asesinos se han producido y actuado con idéntica profusión e intensidad en los dos bandos que se partieran España”.

Manuel Chaves pierde toda esperanza en un pueblo que se ha echado al monte y que no quiere oír más que sus razones y sentir como enemigos a todos los demás. Desalentado escribe: “De mi pequeña experiencia personal, puedo decir que un hombre como yo, por insignificante que fuese, había contraído méritos bastantes para haber sido fusilado por los unos y por los otros”.

Por ello, para dar testimonio contra unos y contra otros, para ganarse la vida en tierra extranjera y para librarse de la congoja de la expatriación, escribió que en el arrabal de París y desde una modesta pensión: “es donde caen todos los residuos de la humanidad que la monstruosa edificación de los estados totalitario va dejando”. Lo único que podía hacer por su amada tierra es levantar acta de lo oído, visto y presenciado: “Es preferible meterse las manos en los bolsillos y echar a andar por el mundo, por la parte habitable del mundo que nos queda, aun a sabiendas de que en esta época de estrechos y egoístas nacionalismos el exiliado, el sin patria, es en todas partes un huésped indeseable que tiene que hacerse perdonar a fuerza de humildad y servidumbre su existencia. De cualquier modo, soporto mejor la servidumbre en tierra ajena que en mi propia casa”. 

            La Transición Española, a pesar de sus sombras, fue un momento de grandeza, un tiempo en que todos estuvieron dispuestos a ceder algo para ganar la libertad, construir la democracia, olvidar tiempos ignominiosos, perdonar el pasado de unos y de otros y sentirse habitantes-hermanos de una casa común. Sin embargo, en el momento presente hay muchos empeñados en resucitar las dos Españas de los años treinta.

No está de más, ahora mismo, volver a pensar en una Tercera España de todos, con una puerta lo suficientemente ancha y alta para que nadie se tenga que agachar y nadie se dé un coscorrón. Es oportuno recordar figuras trágicas pero luminosas, como la de Manuel Chaves Nogales. Su tumba sin lápida nos invita a un ejercicio de reflexión. También de inteligencia y de concordia.






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