lunes, 6 de diciembre de 2021

Una clase magistral de Francisco

 



Se podrían trazar las líneas maestras del pontificado de Francisco a través de los países visitados. Bergoglio, que tomó el nombre del Poverello de Asís el día de su elección al solio pontificio, es un jesuita y, por lo tanto, un hombre con una clarividencia ignaciana, fuera de lo común, sobre los problemas del mundo y del corazón humano. Francisco no da puntada sin hilo en esa esa hoja de ruta que se ha marcado en pos de la “fraternidad universal”.

            En esta última semana, su viaje a Chipre y a Grecia lo ha vuelto a demostrar una vez más. Y ha puesto ante los ojos del mundo entero distintas realidades que encuentran poco espacio en los media que cuentan, y que son los seguidos mayoritariamente por la sociedad. Por un lado, la cruda realidad de los refugiados. Por otro lado, la división de Chipre como consecuencia de la invasión sufrida hace décadas por las tropas turcas.

            Chipre es una pequeña isla de Europa pero con una larguísima historia a sus espaldas. Una isla por la que, a la sombra de Grecia, han pasado todas las civilizaciones. Bizantina, veneciana, británica.. En 1960 obtuvo su independencia. En 1974, un golpe de estado intentó integrar la isla de Chipre (el nombre en griego significa ‘cobre’) con Grecia. Cinco días después, con la excusa de proteger a la minoría turca que vivía en la isla (alrededor de un 15%), Turquía invadió la isla y consiguió controlar el 37% de la extensión chipriota. Y esta situación permanece invariable hasta el día de hoy. Desde esa fecha miles de turcos han llegado como colonos a la isla. Se calcula entre cien mil y doscientos mil los turcos que han entrado en la isla para asentarse. Al mismo tiempo, otros tantos grecochipriotas, cristianos, tuvieron que abandonar la zona invadida por Turquía o vivir en ella como ciudadanos de tercera clase, sintiendo la hostilidad de los invasores. En este momento se calcula que unos treinta  mil militares turcos están presentes en la isla para proteger los intereses de Turquía.

            Un muro de la vergüenza sigue dividiendo este pequeño país europeo (pertenece a la Unión Europea desde 2004). “El muro de Atila” o la “Línea verde” es la alambrada que separa a grecochipriotas y a turcochipriotas. Un muro olvidado. Una cuestión espinosa que pone en evidencia oscuros tejemanejes europeos unidos a la prepotencia de Erdogan. Una vergüenza europea que, gracias a esta visita papal, ha salido, ¿por cuánto tiempo?, a la palestra de la actualidad.


            En la mañana del pasado 3 de diciembre, el Papa realizó una visita de cortesía al arzobispo ortodoxo, Su Beatitud Crisóstomos II. El líder religioso de los ortodoxos chipriotas hizo recordatorio de la dolorosa reciente historia de esta isla. Recordó que Chipre había sido la puerta del cristianismo a los gentiles (San Pablo cruzó Chipre  antes de llegar a Roma) y acusó a Turquía de llevar a cabo contra los grecochipriotas un “plan de limpieza étnica”. "No solo imitaron la barbarie sangrienta de Atila, sino que lo hicieron peor que él", denunció el líder ortodoxo. "Nuestro pueblo que sufre, rinde homenaje al señor de la Justicia", subrayó. Y solicitó a Francisco su mediación y el interés de la Santa Sede ante la marginación de los cristianos en la zona tucrcochipriota, la destrucción de los templos cristianos, el expolio de objetos sagrados de gran valor artístico y la destrucción de la cultura clásica.


            La otra realidad sobre la que el Papa ha puesto el foco ha sido el drama de los migrantes y los refugiados. Desde hace algunos años, Europa se ve impotente ante la llegada a su territorio de sucesivas oleadas de migrantes. La violencia y la guerra, la desestabilización étnica y religiosa y las pésimas condiciones de vida de sus países de origen están en la raíz de este éxodo masivo. Unos países europeos se desentienden como si el problema no fuera con ellos. En otros crece la xenofobia y el racismo con la excusa de los migrantes. Otros países se llenan la boca de buenas intenciones y de palabras amables, pero la realidad es que poco se hace y a pocos se atiende. Esto último podría ser el caso de España. Más palabras que hechos. El continuo goteo de migrantes llegados a nuestras costas podría dar la sensación de que llegan millones, pero no es así. Hay que recordar, por ejemplo, que un país de no sobrados recursos, como Jordania, soporta a casi ochocientos mil refugiados sirios. Y que Chipre o Grecia han hecho bastante mejor los deberes que aquí. Las imágenes del campo de refugiados así lo atestiguaban. El Papa, sin pompa y sin boato, llegó en un coche utilitario sin blindaje a encontrarse de nuevo con las personas que viven en este campo.

Francisco no sólo habla desde los cálidos y fastuosos salones del Vaticano. El Papa ha mostrado su cercanía y su coraje poniendo los pies en este lugar maldito de Europa. Su sola presencia es un discurso. Pero también ha hablado con valentía y con parresia. Y su valiente discurso es fácilmente entendible por todos, porque habla como un padre, y no con esa ‘neolengua’ o  jerga politicastra de la Comisión Europea o de los parlamentos nacionales, que, para no parecer incorrectos, no dicen absolutamente nada. El Papa, además de su presencia y de su discurso, llegó a Lesbos con obras. Justo es reconocer que la mayoría de los refugiados están siendo atendidos en instituciones cristianas. El caso español es el más evidente. Los políticos hablan desde las tribunas y se cuelgan medallas a diestro y siniestro, pero luego son las parroquias o las congregaciones religiosas las que acogen. La labor de los religiosos mercedarios en este asunto está siendo verdaderamente honrosa (lo he podido comprobar en Valladolid). Y la labor de P. Ángel, de Mensajeros de la Paz, en la parroquia de San Antón, es de sobra conocida de todos. Pero hasta parroquias en barrios humildes, como la madrileña de San Joaquín, en el barrio de San Blas,  regentada por los padres guanelianos, también están poniendo su grano de arena, con creativa caridad y poco ruido mediático. Y en todos estos lugares está funcionando bien la acogida, la promoción y la integración de migrantes y refugiados. Y todo ello, sin preguntar nunca de qué país son, a qué etnia pertenecen, qué opinan de las cuestiones candentes, a qué partido votaban o a qué Dios rezan. Tomemos nota y no lo olvidemos

El Papa, que visitaba Lesbos por segunda vez, acompañado por el obispo ortodoxo y el obispo católico, ha afirmado: “Estoy aquí para decirles que estoy cerca de ustedes de corazón; estoy aquí para ver sus rostros, para mirarlos a los ojos: ojos cargados de miedo y de esperanza, ojos que han visto la violencia y la pobreza, ojos surcados por demasiadas lágrimas. Hace cinco años, el Patriarca Ecuménico y querido hermano Bartolomé dijo en esta isla algo que me impactó: «El que les tiene miedo no los ha mirado a los ojos. El que les tiene miedo no ha visto sus rostros. El que les tiene miedo no ve a sus hijos. Olvida que la dignidad y la libertad trascienden el miedo y la división. Olvida que la migración no es un problema del Oriente Medio y del África septentrional, de Europa y de Grecia. Es un problema del mundo”.

            Si algo nos ha enseñado la pandemia es que todos estamos en la misma barca. Problemas universales, como los migrantes y refugiados, como la pobreza extrema, como el cambio climático afectan a todo el mundo y necesitan la cooperación de todos. En una Europa miope, incapaz de reconocer sus raíces cristianas e incapaz de reconocer la fuerza siempre nueva del Evangelio, un hombre en solitario, vestido de blanco, sin más fuerza que la que le otorga el Evangelio, es capaz de defender, con palabras y con hechos, el valor de cada vida humana, de cada hombre y de cada mujer, hermanos al fin y al cabo de todos nosotros, porque nacidos de mujer, hijos de Dios y habitantes de una casa común: el mundo.

            Francisco ha recordado que nuestra civilización podría naufragar si no pone en el centro a cada hombre y a cada mujer, por encima de las cosas, por encima de los sistemas económicos, por encima de las ideologías amenazadoras y de los populismos que tantos votos dan. El mare nostrum podría ser también un mare mortuum (un mar de los muertos) y no sólo por ese inmenso cementerio sin lápidas en el que se está convirtiendo el Mediterráneo, sino porque el alma europea podría estar a punto de morir para la piedad y la compasión ante el sufrimiento ajeno, si el nombre de Jesús ya no significa nada o no puede ser invocado con temblor y con dulzura. 





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