domingo, 10 de agosto de 2025

La magdalena de Proust y una amistad llamada “connerie”

 

El pasado mes de marzó visité en el Museo Thyssen de Madrid, la exposición sobre Proust y las artes. Una curiosa exposición, bastante insólita. Normalmente los museos exponen a los grandes pintores o a los grandes movimientos pictóricos. En esta ocasión, han tirado del escritor francés Proust, para hablarnos de los temas recurrentes de su obra y de su relación permanente con la pintura.

                Considerado una estrella mayor del firmamento literario del país vecino, Marcel Proust (1871-1922) retrató la alta burguesía y la aristocracia parisinas, con ironía, admiración, crítica, según los días y los personajes, y lo hizo en su novela “A la recherche du temps perdu”/ “En busca del tiempo perdido”, compuesta por siete libros.

                En el primero de ellos, Du coté de chez Swann /Por el camino de Swann es donde describe el célebre episodio de la magdalena. Al protagonista le sirven un té y una magdalena, y justo en el momento en que moja un trozo del dulce en la infusión, la memoria lo transporta a un momento de gozo y de placer: el instante en que en Combray, donde el autor pasaba las vacaciones, su tía Léonie le ofreció también un té y una magdalena. Palabras, frases y páginas para describir parsimoniosamente cómo un gesto trivial, como es el hecho de mojar un trozo de magdalena en una taza de té, nos puede llevar a otro acontecimiento de nuestra vida, nos puede evocar y hacer revivir algo que creíamos muerto y bien muerto. La memoria involuntaria nos juega a menudo estas pasadas, felices o dramáticas. Un olor, un sabor, unas notas musicales, un paisaje nos transportan a momentos olvidados o empolvados y nos hacer re-vivir,  re-gozar o re-sufrir situaciones, cosas y personas del pasado.

                Ya en la primera sala de la exposición del Thyssen sufrí el mismo efecto que Proust con la magdalena. Las pinturas expuestas me trasportaron a París, concretamente al curso de 1988-1989: Los libros de segunda mano comprados por unos pocos francos en Gibert Jeune, la vigilia pascual en la catedral de Notre Dame, las numerosas visitas al Museo del Louvre, las clases de conversación en el Lycée Voltaire, las aulas de la Sorbonne, la habitación número 21 de una pensión triste, los paseos por el barrio del Marais. Y ese final de curso en la Sorbonne en el que leí unos versos de Baudelaire y en el que me fue regalado Du coté de chez Swam, un libro ahora perdido en alguna balda de la estantería.

                Pero la exposición del Museo Thyssen me trasportó sobre todo a una amistad, fundamental en mi vida, con las cuatro jóvenes que conocí en los últimos días del mes de septiembre de 1988, en el curso preparatorio que nos fue impartido en la ciudad de Clermont-Ferrand, antes de nuestro salto sin red a la ciudad de París. Y esta amistad no ha sido un ‘amor de verano’, como suele decirse, sino una amistad sólida que aún se mantiene en pie, casi cuarenta años después, “como un árbol plantado al borde de la acequia que da frutos, flores, cobijo y sombra”, tal y como está escrito en el salmo 1 de la Biblia.

                Diré sus nombres: Vicen, Belén, Ana y Olga. En junio de 1989, cuando nos despedimos con una cena griega en el Barrio Latino, con mil abrazos, teléfonos y direcciones, tuve la intuición de que a esa amistad le quedaba aún mucho recorrido.

                Yo vivía en una pensión de mala muerte en el Boulevard Voltaire, y ellas cuatro en una residencia de monjas, el Foyer Jorbalan (en bromas, les decía que les vendría bien una ‘reparación’ conventual, después de su vida mundana). Todos teníamos muchas ganas de perfeccionar la lengua de Molière, escasísimos francos en nuestros bolsillos, curiosidad infinita por conocer París calle a calle y monumento a monumento. Y éramos disciplinados ‘asistentes de lengua española’ para bachilleres parisinos en distintos Liceos, y también disciplinados alumnos en el Curso de Civilización Francesa, de la Sorbonne.

                ¿Qué cosas nos unieron? Una sensación de desamparo al aterrizar en una ciudad tan hermosa como hostil. Una necesidad de compartir información para enterarnos de tantas gestiones, pasos, procesos, papeleos, ofertas y gangas. En fin, una necesidad de sobrevivir. Una forma de ver la vida, los estudios y los gastos bastante parecida. Una pasión grande por la cultura francesa, desde su lengua a su historia, desde los libros a los museos. Y unos caracteres dados a la simpatía y a la ayuda mutua.

                ¿Y cuántos recuerdos atesoramos durante ese año? ¡Cientos, miles! Aquel primer encuentro en el kilómetro cero de París, frente a la catedral, para conocer en qué instituto había caído cada uno y donde había encontrado un cobijo para pasar la noche. El déca (descafeinado) en el Centre Pompidou. Siempre pedíamos lo mismo porque era la modalidad de café más barata. Una tarde soleada en los jardines y fuentes del Palacio de Versalles para celebrar el Bicentenaire de la Revolución. Una tortilla española y un poco de chorizo, apretujados en la pensión angosta, y a la que ‘oficialmente no se podía subir a chicas”. Un viaje a Amsterdam, compartiendo habitación junto a los canales. Deslumbrados por el Museo Van Gogh, la casa de Ana Frank, la cafetería con olor a porro y el piquant del Barrio Rojo. Una tarde para compartir dulces y otras delicias españolas que cada uno había traído de las vacaciones navideñas. El sabor inconfundible del foie gras sobre un trozo de pan. Era de la marca Olide y era el más barato de toda Francia. El paseo al caer la tarde por el Bois de Boulogne, donde fulanas y chaperos esperaban paseando a que un coche se acercara y les invitase a subir. Una noche de ópera en el Palais Garnier para ver Los maestros cantores de Nuremberg, con un intermedio en el que nosotros mordisqueábamos galletitas baratas, mientras parte del público bebía champagne y canapés haute cuisine en el comedor de gala. Algunas compras en Tati, el considerado supermercado más barato de Francia, codo con codo con todos los magrebíes del mundo. Una excursión a Saint Michel en un autobús lleno de españoles emigrantes, en el que no paramos de comer, reír y cantar canciones cañí durante todo el recorrido. Y también teatro, conciertos, ballets, viajes a Brujas, Londres, Rouan, Estrasburgo, exposiciones, un café, un souvlaki, un milllefeuille, charletas en cualquier plaza, y paseos sabatinos por cada uno de los barrios de París.

         ¿Y que es la ‘connerie’? Cuando nos veíamos algunos sábados, solíamos intercambiar títulos de libros y vocabulario francés recién aprendido. También nos poníamos al día de palabras malsonantes o expresiones picantes, tan necesarias para que nadie se ría de ti. Yo había aprendido una nueva palabra “con / conne” (gilipollas) (creo que en la novela La vie devant soi, de Romain Gary), y se lo comenté al grupo, pero cuando me pidieron qué significaba, les dije que “majetón”. Al día siguiente una de las chicas descubrió el verdadero significado. Pero la palabra ya había hecho fortuna, y empezamos a llamarnos los unos a los otros “mon cher con / ma chère conne”. Durante las vacaciones de Semana de 1989, Ana había viajado a Sevilla para recibir un premio y a Olga le había venido a ver su novio. En París sólo nos quedamos Belén, Vicen y yo. Y decidimos hacer una excursión a Reims y a los castillos del Loira. Y a esa excursión o reunión de amigos ‘cons’, la bautizamos con el nombre de “La Connerie”. Y así ha permanecido hasta el día de hoy.

     ¿Y después de París, qué? Desde 1989 hasta este mismo año de 2025 hemos continuado encontrándonos y viéndonos en las “Conneries”. En muchas ocasiones, al completo, y en otras se ha tratado de “conneries” sectoriales. A veces se han incorporado amigos y parejas. A Jose y a Luis, ya los consideramos “cons consortes”.  Hemos celebrado “conneries” en Valladolid, Benavides de Órbigo, Zamora, Salamanca, Madrid, Mallorca, Sevilla, Castellón, Murcia y Quintanilla de Arriba. Puede que me olvide de alguna ciudad. Hemos conocido paisajes, monumentos, museos o pueblos pintorescos, hemos celebrado comidas y cenas con productos o dulces típicos de nuestras respectivas regiones, hemos depositado en las estanterías de nuestras casas regalos, detalles y recuerdos. Nos hemos reído a montones recordando anécdotas de nuestro periplo parisino, hemos filosofado y arreglado el mundo en conversaciones interminables de cafés, chupitos y ‘teresitas’ u otros dulces. Y hemos hablado con el corazón en la mano y compartido también tristezas y penas, propias o ajenas. Hemos colaborado con proyectos solidarios de algún rincón de África, a través de la Ongd Puentes. Y hemos posado para centenares de fotos, manteniendo la misma sonrisa de otras instantáneas en el castillo de Vincennes, en la escalinata de la Sorbonne, en un bistrot del Quartier Latin, en el Jardín de Luxemburgo, la Place de Vosges, el Museo Rodin y muchos otros lugares que habíamos visitado juntos en aquel curso prodigioso de París. Una sonrisa imperturbable, no obstante las arrugas y el paso del tiempo en nuestra piel, o tal vez en nuestro ánimo.

             ¿Y Siempre nos quedará París?  La película Casablanca (1942) es una obra maestra del cine en blanco y negro, firmada por Michael Curtiz. Y tiene una última escena memorable: es de noche y una espesa niebla cubre el aeródromo. Es entonces cuando Humphrey Bogart le dice a Ingrid Bergman: “Siempre nos quedará París”, porque ambos protagonistas habían conocido la felicidad en la ciudad de la luz, antes de que la separación los alcanzase. La frase se ha convertido en un símbolo de recuerdos compartidos y momentos hermosos. Las circunstancias cambian, los recuerdos permanecen. Los encuentros significativos de un tiempo y un lugar determinados, siguen siendo valiosos y conservan siempre algo de su dicha o su paz, su  belleza o su alegría. Y casi con toda seguridad, los cinco “cons de París” podríamos afirmar lo mismo con idéntica fuerza: Siempre nos quedará París. Y como le sucedió a Proust al comer su magdalena, también a Vicen, Belén, Ana, Olga y Juan, una novela de Flaubert o Balzac en francés, un cuadro impresionista de Monet o Degas, una noticia en el telediario sobre Notre Dame o del Sena, una canción de Edith Piaf o de George Brassens, e incluso un foie-gras barato, nos transportará a París.

Siempre nos quedará París. Y siempre nos quedará la amistad, que es otra clase de amor”, como decía un grafitti a orillas del Sena.





Diferentes obras en la exposicón 'Proust y las artes'


Hunphrey Bogart e Ingrid Bergman en 'Casablanca'










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