Al final de la novela de Mario Vargas Llosa no nos queda claro en qué
momento se jodió el Perú. Ni en qué momento se jodió Santiago Zavalita ni en qué
momento se jodió Ambrosio.
La Catedral es un humilde bar de Lima donde conversan Zavalita y Ambrosio,
después de un encuentro casual en la perrera municipal a la que acude Zavalita
para recuperar a su perro y donde Ambrosio, antiguo chófer de la familia,
apalea perros sospechosos de haber contraído la rabia. Una larga conversación
de horas, una conversación que es como un río donde llegan arroyos claros,
turbios, fangosos o cristalinos. Un río que atraviesa Perú durante el ochenio
del general Manuel A. Odría (1948-1956).
Se trata de una novela coral, de destino trágico y
desesperanzado. Una novela de casi 800 páginas -un río de palabras por
contraposición a la palabra amordazada de las dictaduras- que exige al lector
bastante concentración en las primeras páginas, porque los diálogos de los
protagonistas se abren y se cierran, se mezclan con otros diálogos y con otras
descripciones, sin ningún cambio tipográfico que lo indique. Por otro lado, y
sin solución de continuidad, pasamos de la casa de Cayo Bermúdez a la de Don
Fermín, del burdel regentado por Yvonne a la sede del periódico La Crónica, de
las calles de Lima a los despachos gubernamentales, del elitista barrio de
Miraflores a la cochambre de la perrera. Y en estos escenarios transcurren las
vidas de un puñado de personajes que se cruzan y descruzan, se emulsionan o se
repelen. Ministros y generales, chóferes y criadas, estudiantes
revolucionarios, ociosos pijos, rebeldes sin causa, prostitutas y alcohólicos, cada
uno con su ambición y cada una con su frustración. Porque la frustración es la
carcoma que ataca a todos los personajes. Se frustra un país, Perú, por las
políticas dictatoriales y las corruptelas del general Odría, y se frustran las
pequeñas vidas de sus habitantes, lo mismo la del periodista de La Crónica que
la del chófer de una familia bien, lo mismo la de una prostituta que la de un
empresario solvente.
Cuando el lector comienza a leer, necesita un poco de tiempo para adaptarse
al “clima” del vocabulario peruano o limeño: la lluvia fina es garúa,
los desnudos son calatos, los canillitas vocean los periódicos,
los cholos son los mestizos o indígenas, y los zambos son los
negros, las polillas son las prostitutas y los cafiches,
los proxenetas; los buitres son gallinazos
y el overol es un simple mono de trabajo; los bulines son los
burdeles; cachaco es el militar y arrecharse es enojarse; cojudo
es tonto y disfuerzo es exageración; cachar es mantener
relaciones sexuales y lisuras son palabras malsonantes; requintar
es protestar y huachafo es cursi. Todas palabras sabrosas y tan ricas
como un chupe de camarones o un buen ceviche.
El mandato del general Manuel Odría, que nunca
aparece en la novela, es el que pone el marco temporal donde se desarrollan
muchas vidas que se han ido jodiendo poco a poco. La corrupción está presente
por doquier. Los favores se pagan, el poder económico siempre arrima el ascua a
su sardina. El burdel, muy presente en la novela, es una metáfora de la vida:
Las vidas aparentemente impolutas de las familias bien y de los políticos no lo
son tanto cuando cruzan el umbral de la casa de citas. Los vicios son siempre
debilidades que son utilizadas para el chantaje económico.
Cayo Bermúdez, director del gobierno y ministro, encarna
el espíritu del régimen del general Odría. Representa el poder corrupto, la
manipulación, el ojo que todo lo ve y el oído que todo lo escucha. Nada se le
escapa a este tenebroso personaje de cuanto ocurre en Perú, y que podría causar
sobresaltos en la seguridad del régimen. Con artería, mueve todos los hilos,
puentea a quien sea necesario, sabotea, manipula, chantajea para que el
edificio de la dictadura no se venga abajo, bajo cuyo paraguas puedan acogerse
los leales sin escrúpulos y los privilegiados sin moral. A las personas se las
sube, cuando son útiles, y se las deja caer abruptamente cuando ya no
interesan. Es, por ejemplo, el destino trágico de Hortensia, la amante de
Bermúdez.
Entré en la universidad con un libro en la mano de Vargas Llosa, La
guerra del fin del mundo, y desde entonces el escritor peruano me ha dado
muchos y buenos momentos de lectura. Conversación en la Catedral era uno
de los pocos libros pendientes que tenía del Nobel de literatura. Para el
propio autor, fallecido en 2025, era la novela que salvaría de su amplia
trayectoria literaria. Estamos, sin duda, ante una obra mayor. No es una novela
política en el sentido estricto de la palabra. Los personajes de la novela,
Fermín, Zoila, Teté, el Chispas, Zavalita, Hortensia, Ambrosio, Carlitos,
Yvonne, Queta, Amalia, Hilario, Ludovico, Hipólito, el general Espina… están
ahí con sus miserias, sus vicios y sus frustraciones, pero un contexto político
de corrupción generalizada potencia que las vidas sean aún más frustrantes, más
corruptas y envilecidas. Poco a poco, al principio esbozados; luego
perfectamente delineados, vamos conociendo las existencias de estos
protagonistas inolvidables: nacen, trabajan, se enamoran, mienten, sueñan y mueren.
Vargas Llosa se aleja del realismo mágico de algunos escritores del boom
americano, para instalarse en el realismo real de las vidas, a veces sórdido y
putrefacto. Pocos escritores como Vargas Llosa han hablado tanto y tan
profundamente sobre la maldad intrínseca del poder y sus desvaríos y locuras.
En el poder, en todo poder, hay una semilla de corrupción, que termina por
corromper los cuerpos y las almas. A este respecto baste recordar La Fiesta
del Chivo, para mí la mejor novela del escritor peruano.
Entre trago y trago pasa la vida. Entre trago y trago
transcurre la conversación de Zavalita y Ambrosio en ese antro de La
Catedral. Caen los dictadores y sus adláteres. Pero el ansia de poder
permanece, como permanecen las ganas de corromper y dejarse corromper en el
Perú de Odría, y en todos los Perús del mundo. La vida de Santiago Zabalita
también se ha jodido, el frustrado revolucionario de la Universidad de San
Marcos, el mediocre periodista de la Crónica, el que rompió con su familia
adinerada y renunció a la herencia no ha alcanzado, ni mucho menos, la
felicidad. Es un ser resignado a su mediocridad, tan estrecha como el
apartamento en el que vive un matrimonio insípido y frío. También la vida de Ambrosio
se ha jodido. Cedió a los impulsos homosexuales de su amo, Don Fermín y gastaba
sus ahorros para poder pagar los 500 soles de la tarifa de una puta de postín. Carga
a sus espaldas con un crimen, aunque lo cometió por lealtad. Le engañaron en
los negocios y perdió a su mujer. Y rodó por Lima de mal en peor, hasta acabar
en una miserable perrera, imagen dramática de un país. El último diálogo que
sostienen Zabalita y Ambrosio, así nos lo confirma:
-
¿Y cuando se acabe la rabia se acabará tu trabajo en
la perrera, Ambrosio? Sí, niño. ¿Y qué haría?
-
Trabajaría aquí, allá, a lo mejor dentro de un tiempo
había otra epidemia de rabia y lo llamarían de nuevo, y después aquí, allá, y
después, bueno, después ya se moriría, ¿no, niño?
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