miércoles, 6 de agosto de 2025

Conversación en la Catedral, de Mario Vargas Llosa

 


Al final de la novela de Mario Vargas Llosa no nos queda claro en qué momento se jodió el Perú. Ni en qué momento se jodió Santiago Zavalita ni en qué momento se jodió Ambrosio.

La Catedral es un humilde bar de Lima donde conversan Zavalita y Ambrosio, después de un encuentro casual en la perrera municipal a la que acude Zavalita para recuperar a su perro y donde Ambrosio, antiguo chófer de la familia, apalea perros sospechosos de haber contraído la rabia. Una larga conversación de horas, una conversación que es como un río donde llegan arroyos claros, turbios, fangosos o cristalinos. Un río que atraviesa Perú durante el ochenio del general Manuel A. Odría (1948-1956).

         Se trata de una novela coral, de destino trágico y desesperanzado. Una novela de casi 800 páginas -un río de palabras por contraposición a la palabra amordazada de las dictaduras- que exige al lector bastante concentración en las primeras páginas, porque los diálogos de los protagonistas se abren y se cierran, se mezclan con otros diálogos y con otras descripciones, sin ningún cambio tipográfico que lo indique. Por otro lado, y sin solución de continuidad, pasamos de la casa de Cayo Bermúdez a la de Don Fermín, del burdel regentado por Yvonne a la sede del periódico La Crónica, de las calles de Lima a los despachos gubernamentales, del elitista barrio de Miraflores a la cochambre de la perrera. Y en estos escenarios transcurren las vidas de un puñado de personajes que se cruzan y descruzan, se emulsionan o se repelen. Ministros y generales, chóferes y criadas, estudiantes revolucionarios, ociosos pijos, rebeldes sin causa, prostitutas y alcohólicos, cada uno con su ambición y cada una con su frustración. Porque la frustración es la carcoma que ataca a todos los personajes. Se frustra un país, Perú, por las políticas dictatoriales y las corruptelas del general Odría, y se frustran las pequeñas vidas de sus habitantes, lo mismo la del periodista de La Crónica que la del chófer de una familia bien, lo mismo la de una prostituta que la de un empresario solvente.

Cuando el lector comienza a leer, necesita un poco de tiempo para adaptarse al “clima” del vocabulario peruano o limeño: la lluvia fina es garúa, los desnudos son calatos, los canillitas vocean los periódicos, los cholos son los mestizos o indígenas, y los zambos son los negros, las polillas son las prostitutas y los cafiches, los proxenetas;  los buitres son gallinazos y el overol es un simple mono de trabajo; los bulines son los burdeles; cachaco es el militar y arrecharse es enojarse; cojudo es tonto y disfuerzo es exageración; cachar es mantener relaciones sexuales y lisuras son palabras malsonantes; requintar es protestar y huachafo es cursi. Todas palabras sabrosas y tan ricas como un chupe de camarones o un buen ceviche.

         El mandato del general Manuel Odría, que nunca aparece en la novela, es el que pone el marco temporal donde se desarrollan muchas vidas que se han ido jodiendo poco a poco. La corrupción está presente por doquier. Los favores se pagan, el poder económico siempre arrima el ascua a su sardina. El burdel, muy presente en la novela, es una metáfora de la vida: Las vidas aparentemente impolutas de las familias bien y de los políticos no lo son tanto cuando cruzan el umbral de la casa de citas. Los vicios son siempre debilidades que son utilizadas para el chantaje económico.

         Cayo Bermúdez, director del gobierno y ministro, encarna el espíritu del régimen del general Odría. Representa el poder corrupto, la manipulación, el ojo que todo lo ve y el oído que todo lo escucha. Nada se le escapa a este tenebroso personaje de cuanto ocurre en Perú, y que podría causar sobresaltos en la seguridad del régimen. Con artería, mueve todos los hilos, puentea a quien sea necesario, sabotea, manipula, chantajea para que el edificio de la dictadura no se venga abajo, bajo cuyo paraguas puedan acogerse los leales sin escrúpulos y los privilegiados sin moral. A las personas se las sube, cuando son útiles, y se las deja caer abruptamente cuando ya no interesan. Es, por ejemplo, el destino trágico de Hortensia, la amante de Bermúdez.

Entré en la universidad con un libro en la mano de Vargas Llosa, La guerra del fin del mundo, y desde entonces el escritor peruano me ha dado muchos y buenos momentos de lectura. Conversación en la Catedral era uno de los pocos libros pendientes que tenía del Nobel de literatura. Para el propio autor, fallecido en 2025, era la novela que salvaría de su amplia trayectoria literaria. Estamos, sin duda, ante una obra mayor. No es una novela política en el sentido estricto de la palabra. Los personajes de la novela, Fermín, Zoila, Teté, el Chispas, Zavalita, Hortensia, Ambrosio, Carlitos, Yvonne, Queta, Amalia, Hilario, Ludovico, Hipólito, el general Espina… están ahí con sus miserias, sus vicios y sus frustraciones, pero un contexto político de corrupción generalizada potencia que las vidas sean aún más frustrantes, más corruptas y envilecidas. Poco a poco, al principio esbozados; luego perfectamente delineados, vamos conociendo las existencias de estos protagonistas inolvidables: nacen, trabajan, se enamoran, mienten, sueñan y mueren.

Vargas Llosa se aleja del realismo mágico de algunos escritores del boom americano, para instalarse en el realismo real de las vidas, a veces sórdido y putrefacto. Pocos escritores como Vargas Llosa han hablado tanto y tan profundamente sobre la maldad intrínseca del poder y sus desvaríos y locuras. En el poder, en todo poder, hay una semilla de corrupción, que termina por corromper los cuerpos y las almas. A este respecto baste recordar La Fiesta del Chivo, para mí la mejor novela del escritor peruano.

         Entre trago y trago pasa la vida. Entre trago y trago transcurre la conversación de Zavalita y Ambrosio en ese antro de La Catedral. Caen los dictadores y sus adláteres. Pero el ansia de poder permanece, como permanecen las ganas de corromper y dejarse corromper en el Perú de Odría, y en todos los Perús del mundo. La vida de Santiago Zabalita también se ha jodido, el frustrado revolucionario de la Universidad de San Marcos, el mediocre periodista de la Crónica, el que rompió con su familia adinerada y renunció a la herencia no ha alcanzado, ni mucho menos, la felicidad. Es un ser resignado a su mediocridad, tan estrecha como el apartamento en el que vive un matrimonio insípido y frío. También la vida de Ambrosio se ha jodido. Cedió a los impulsos homosexuales de su amo, Don Fermín y gastaba sus ahorros para poder pagar los 500 soles de la tarifa de una puta de postín. Carga a sus espaldas con un crimen, aunque lo cometió por lealtad. Le engañaron en los negocios y perdió a su mujer. Y rodó por Lima de mal en peor, hasta acabar en una miserable perrera, imagen dramática de un país. El último diálogo que sostienen Zabalita y Ambrosio, así nos lo confirma:

-         ¿Y cuando se acabe la rabia se acabará tu trabajo en la perrera, Ambrosio? Sí, niño. ¿Y qué haría?

-         Trabajaría aquí, allá, a lo mejor dentro de un tiempo había otra epidemia de rabia y lo llamarían de nuevo, y después aquí, allá, y después, bueno, después ya se moriría, ¿no, niño?


Estado ruinoso del bar de La Catedral


Un trago en la Catedral 








Al final de su vida, Mario regresó a la Catedral










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