En medio de un paisaje calcinado por el
fuego, dos coronas de flores aún frescas. Alguien ha atravesado la nube de humo
y ha caminado sobre un mantillo de cenizas para rendir homenaje a dos jóvenes a
los que las llamas acorralaron impíamente cuando intentaban defender lo suyo,
defender lo de todos: la tierra, el monte, el ganado y las vidas humanas.
Tenían 35 y 37 años. Eran primos. Y
respondían a los nombres de Abel y Jaime. Ha habido otros muertos. Ha habido
otros heridos. Ha habido aún miles y miles de hectáreas arrasadas. En medio de una
naturaleza en blanco y negro, las flores de colores son un contraste demasiado
llamativo y demasiado delirante. Alguien seguirá llorando, detrás de los
postigos, sus vidas perdidas. Esas dos coronas silenciosas en el silencioso y
moribundo paisaje son un grito mudo, un alarido insonoro, un llanto sin
lágrimas.
Los pastos quemados volverán a brotar de
nuevo. Castaños, encinas y pinos serán plantados y, con los años, el verdor
volverá otra vez al monte y al llano. Pero ya nadie puede recoger el agua
derramada de un cántaro roto. Así la vida de un hombre: ¡Abel y Jaime! Sus
nombres y sus rostros habitarán aún en los seres que los amaron. Pero su vida
derramada será vida derramada para siempre.
Estas flores junto al tractor y el arado
en la localidad de Nogarejas (León) son una imagen desoladora: la voluntad del
ser humano de aferrarse a la memoria de unos ojos y de unos nombres que el fuego
se llevó para siempre.
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