domingo, 9 de marzo de 2025

¿La muerte de las catedrales?

 


En 1904 en el periódico Le Figaro apareció un largo artículo de Marcel Proust con el título La mort des cathédrales. Era su réplica a otro artículo de Aristide Briand, primer ministro francés de la época, en el que proponía que las catedrales de Francia fuesen secularizadas y convertidas en museos. Marcel Proust, uno de los escritores más influyentes de toda la literatura francesa, y nada sospechoso de clerical, escribió, entre otras cosas: “La vida de las catedrales, la más noble y sin duda la más original expresión del genio de Francia, depende del culto y de la liturgia que en ellas se desarrolla. Impedir el culto sería como convertir a Francia en una playa de la que el mar se ha retirado, dejándola sembrada de gigantescas conchas talladas, carentes de la vida que antes se guarecía en ellas”.

Y evidentemente Proust no está haciendo una defensa de los derechos eclesiásticos o de los propietarios de estos edificios singulares, sino simplemente un ejercicio a favor de la belleza suprema que representan las catedrales europeas, aún hoy el estandarte monumental de casi todas las ciudades de este Viejo Continente, en cuanto construcciones únicas que aúnan culto y cultura.

Estos monumentos siguen siendo los edificios más visitados de la mayoría de las ciudades. Basta con tomar un simple folleto turístico, tipo “10 cosas que no puedes perderte en tal ciudad”, la catedral siempre ocupa uno de los primeros puestos, casi siempre el primer lugar. Pero estos edificios, además de constituir el orgullo y el atractivo de cada urbe, son los espacios sagrados que acogen las grandes celebraciones litúrgicas, Navidad, Pascua, Corpus Christi, la Inmaculada o del patrón local, pero también sus muros han acogido ceremonias solemnes y acontecimientos históricos: coronaciones de reyes, entierros de cardenales, proclamaciones de dogmas, funerales de estado, acciones de gracia por el fin de una guerra o de una peste, consagraciones de obispos, bodas regias, así como acontecimientos civiles que han encontrado,en sus espaciosos recintos, cabida y solemnidad. Para Gabriel Marcel, autor de En busca del tiempo pedido, “una representación de Wagner en Beyreuth es un acontecimiento banal comparado con la celebración de una misa solemne en la catedral de Chartres”. 

En la retina y en la memoria todos tenemos el recuerdo reciente de alguna celebración religiosa, presencialmente vivida o vista por televisión, que nos impactó por la suprema belleza del espacio donde tenía lugar: la dedicación de la Sagrada Familia de Barcelona por Benedicto XVI o la reconsagración de Notre Dame de Paris, después del incendio y de su reconstrucción. Pero también una Misa de Nochebuena o una vigilia de Pascua en San Pedro de Roma. O la celebración de la Misa por el rito mozárabe en la catedral de Toledo que antecede a la procesión del Corpus. O la coronación del rey de Inglaterra en la Abadía de Westminster.

Tal vez el europeo medio cuando piensa en una catedral piensa en una catedral gótica.  Hubo unos siglos, los que van del XII al XV, en que miles de europeos, arquitectos, vidrieros, albañiles, canteros, acarreadores de agua, piedras, argamasa o maderas, orfebres, herreros, carpinteros, pintores, techadores, bordadores, escultores, escritores y músicos supieron dar vida a unos edificios que siglos después causan nuestro asombro, como la máxima expresión del genio europeo. Las catedrales y las grandes iglesias conservan la memoria de una Europa puesta en pie para elevar hasta el cielo, en suprema armonía y majestuosa arquitectura,  las piedras que hábiles canteros tallaron a mayor gloria de Dios. Miles de trabajadores se desplazaban de ciudad en ciudad cuando los obispos o los reyes anunciaban el inicio de una nueva catedral. Y hoy es sabido que también miles de mujeres participaron en la construcción de estas ‘sacras moles’

También hoy en día se corre el riesgo de secularizar las catedrales y convertirlas en esplendidos museos donde la arquitectura, la escultura, la pintura y la orfebrería deslumbran a las masas de turistas que pagan su entrada y se lanzan, móvil en mano, a fotografiar cada rincón. Y hoy el riesgo no está en un decreto gubernamental, como pretendía Aristide Briand a primeros del siglo XX, sino a otras causas, entre ellas: la necesidad de hacer caja para afrontar los numerosos gastos de estas fábricas catedralicias, y la servidumbre a las masas de turistas que pasan de una visita a una bodega a una catedral, de una cata de queso a un paseo en barco, de un palacio regio a un museo de aperos de labranza con la misma presencia de ánimo e idéntica trivialidad.

Pero tal vez hay otras causas aún más graves: la pérdida o grave disminución de la belleza litúrgica y del misterio del rito sacramental, sin relación alguna con las vidas y las almas de los que pasan por las catedrales. La vida litúrgica de las seos languidece de día en día en las catedrales.  Los tiempos no corren a favor de la solemnidad de las grandes celebraciones religiosas, que en los siglos pasados llenaban de admiración y consuelo a los humildes devotos. Los turistas prevalecen sobre los creyentes.  

Y en esta época de creciente vulgaridad y de prisas, de pérdida del sentido del valor de los  ritos y rituales pausados y sosegados, con un clero envejecido que ya no está para estas fiestas, o con un clero joven, más dado a la informalidad, a las prisas, a las dos guitarritas, a las palmadas y aplausos…, la celebración solemne de una misa o de cualquier acto litúrgico serán cada vez más raros en las catedrales, y más extraños a nuestro siglo. Este espíritu del tiempo que todo lo invade irá reduciendo las catedrales a monumentos espectaculares pero muertos, lugares de cultura pero sin culto, para gloria de las ciudades y pasatiempo de los turistas.





 





















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