viernes, 18 de abril de 2025

"Sed tengo", de Gregorio Fernández

 


Sed tengo es el primero de los grandes pasos que Gregorio Fernández realizó para la Semana Santa de Valladolid. Fue un encargo de la cofradía de Nuestro Padre Jesús Nazareno, integrada por el gremio de los pasamaneros, por entonces muy activos en la ciudad. Gregorio Fernández, con la ayuda de su taller, lo llevó a cabo entre 1612 y 1616. Después de muchas vicisitudes históricas, el paso acabó integrado en las colecciones del Museo Nacional de Escultura, un museo que cada Viernes Santo abandona para participar en la Procesión General de la ciudad del Pisuerga, portado por la Cofradía de las Siete Palabras.

El paso está compuesto por el Cristo clavado en la cruz y cinco sayones: sayón de la escalera o del rótulo, sayón de la esponja de vinagre, soldado vestido con armadura y lanza en mano, sayón descalabrado que lanza el cubilete con los dados y sayón que mira al suelo para ver el resultado de los dados.

         “Tengo sed” fue la quinta de las siete palabras que cristo pronunció desde la cruz (las otras: Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen. Hoy estarás conmigo en el Paraíso. Mujer, ahí tienes a tu hijo. ¿Por qué me has abandonado. Todo está consumado. En tus manos encomiendo mi espíritu). Las ‘Palabras’ constituyen, por tanto, una especie de testamento o resumen de la vida de Jesús de Nazaret. Cada Viernes Santo, la cofradía titular de las Siete Palabras convoca a vallisoletanos y forasteros a acudir a la Plaza Mayor para escuchar a un orador sagrado el Sermón de las Siete Palabras. Este acto, con toda su solemnidad y teatralidad, conserva aún la atmósfera de los grandes autos sacramentales llevados a cabo en la Plaza Mayor con motivo de las fiestas religiosas o de los autos de fe que tuvieron lugar en este mismo escenario contra hombres y mujeres acusados de herejía.

         El paso Sed tengo tiene forma de pirámide, geometría de equilibrio y perfección constructiva. Tiene una altura muy considerable, pues encaramado a la escalera y por encima de la cabeza de Cristo, el escultor coloca un sayón. La teatralidad barroca es la seña de identidad de los pasos de Gregorio Fernández. El pueblo iletrado es capaz de leer estas imágenes y conmoverse hasta las lágrimas, darse golpes de pecho, arrancar improperios contra los sayones o arrodillarse conmovido. Desde todos los ángulos de la plaza o de la calle, los devotos podían comprender el desarrollo de la Pasión de Jesús. En el caso concreto que describo, el paso reúne varios momentos de la Pasión: el grito de Jesús que clavado en la cruz, las manos crispadas por la el dolor y la fiebre, grita: tengo sed. El momento en que un sayón acaba de fijar al madero el rótulo del motivo de la condenación, resumida en el INRI, Jesús, el Nazareno, el Rey de los Judíos. La escena en que echan a suerte la túnica de Jesús, tejida de una sola pieza de arriba abajo. Y finalmente el instante en que un sayón, sirviéndose de una caña a modo de hisopo, acerca una esponja empapada en posca, vinagre con agua, muy utilizada por las legiones romanas,  a los labios de Jesús, mientras que otro sayón-soldado mira, curioso y burlón, al crucificado.

         El Cristo tallado por la magistral gubia de Gregorio Fernández es uno de los más hermosos que salió de sus manos: cuerpo esbelto y delgado, perfección anatómica, huellas de la flagelación en su espalda, marcas de las tres caídas en sus rodillas, rostro hermoso, manos crispadas que indican el momento en que el sufrimiento llega a su límite, expresión de mansedumbre y compasión, ojos entrecerrados, regueros de sangre en la espalda, brazos y piernas.

En cambio, Gregorio Fernández esculpió los sayones con todos los estragos del vicio, la brutalidad y la fealdad. Esto es algo también muy barroco, porque la idea de bondad-belleza y fealdad-maldad ha sido un artificio del que se han servidos muchos artistas. Los fieles debían comprender, al primer vistazo, quiénes son los buenos y quiénes son los malos. Pero lo que verdaderamente reflejan los sayones, no es la vileza ni el crimen, sino la indiferencia ante el mal. Por costumbre, por supervivencia, por obediencia, por instinto a seguir el juego a los que administran justicia y deciden sobre la vida y la muerte de los demás. Los que echan a suerte sus ropas simplemente están ejerciendo su derecho a quedarse con las vestiduras de los condenados. Una especie de salario por su tarea ingrata de conducir a los reos hasta el lugar de la crucifixión. El sayón encaramado a la escalera simplemente obedecía órdenes de clavar el INRI en el madero. Era su oficio. Probablemente no conocía ni el latín ni el griego ni el hebreo, las tres lenguas en las que estaba escrito el cartel. El sayón que le da a beber la posca, le da a beber lo único que tiene a mano, una mezcla de agua y vinagre, y que podía calmar la sed abrasadora que atacaba a todos los crucificados, pero también provocar las náuseas y el vómito. Lo que sí es cierto, como nos dicen los evangelistas, es que todo el mundo, los sayones y soldados incluidos, se reía y hacía mofa de los crucificados. Los condenados eran, en su mayoría, pendencieros y bravucones, ladrones u homicidas, rebeldes contumaces que habían desobedecido las leyes con altanería y chulería, habían atropellado o habían desafiado la autoridad religiosa. Pero en el momento de la crucifixión eran guiñapos de carne destrozada, cuerpos desgarrados por la asfixia, atormentados por la sed o los huesos descoyuntados. Simples piltrafas. Y por ello los sayones podían burlarse de ellos, recordarles sus fechorías y, así, humillarles y vejarles delante de todos. Las masas, ya se saben, son cambiantes y mudables. Bastan cuatro consignas para que cambien de bando y de parecer. Por eso, en el fondo, el populacho acudía gustoso y festivo a estos espectáculos.

         Los sayones son el reflejo, no de nuestra maldad, sino de nuestra capacidad para mimetizarnos con los deseos de los gobernantes y con los eslóganes de la chusma en mayoría. No es la maldad, es la indiferencia la que prevalece. O la obediencia ciega a quien ordena y manda. Hanna Arendt lo resumió muy bien en su famosa expresión: “la banalidad del mal”. El mal puede ser llevado a cabo por personas corrientes y molientes que, en determinadas situaciones de embrutecimiento colectivo, aplauden, gritan, lanzan piedras o bombas. Lo mismo que, en determinadas circunstancias, fríos funcionarios o soldados ejecutan lo que se espera de ellos en esa hora precisa.

         El grito desgarrador de Jesús en la cruz “Tengo sed” será siempre el grito de los hombres y mujeres que sufren en cada momento. Tienen sed los migrantes que en cayucos arriban a nuestras costas, y que esperan desesperadamente que un voluntario acerque a sus labios una botella de agua. Tienen sed de pan, valga la contradicción, los niños desnutridos de tantos países del llamado Tercer Mundo. Tienen sed de paz los soldados que, sin comerlo ni beberlo, tienen que ir al frente a defender decisiones políticas tomadas en impolutos despachos. Tienen sed de compañía los ancianos aparcados que no reciben visitas, ni abrazos, ni un solo gesto de afecto. Tienen sed dignidad los trabajadores a los que un sistema injusto laboral condena a un trabajo de esclavos, incluso en nuestras ciudades opulentas. Tienen sed de respeto tantas mujeres maltratadas en sus propios hogares o víctimas de explotación sexual en burdeles de carretera. Tienen sed de cultura y oportunidades niños y jóvenes de todas las periferias, que desde pequeños se sentirán condenados a una cadena perpetua de subclase.

         “I thirst” estaba escrito por todas las partes en la casa de Madre Teresa de Calcuta, en el Congo. Este grito de Cristo en la cruz fue elegido por la misionera de origen albanés para dar sentido a su vida y trabajo en medio de los pobres más pobres. Tengo sed escrito en inglés lo leí nada más llegar al orfanato de las Misioneras de la Caridad en Kinshasa en 1998. Lo vi escrito en letras grandes en el comedor donde más de dos centenares de niños huérfanos devoraban su plato de fufú y su vaso de agua. Escrita ahí, en este comedor de niños abandonados, tenía todo su sentido y su valor.

         También la Madre Verónica, fundadora de Iesu Communio ha hecho de esta ‘quinta palabra” el centro de su vida. Ella lo escribe siempre en hebreo, la lengua de Jesús. Y suena así: Tsajenà. Y en su caso no se refiere a la sed material, sino a la sed de dignidad de tantos seres humanos. Precisamente ella, nacida María José Berzosa, al emitir sus votos religiosos, quiso llevar el nombre de Verónica, no por la mujer que limpió, según los evangelios apócrifos, el rostro de Jesús en la Calle de la Amargura, sino por la joven maltratada y explotada que conoció en Burdeos. Ella, Véronique, gritaba llorando “nadie me quiere, no tengo a nadie”, que es otra manera de gritar: “Tengo sed”.

         Cada Viernes Santo en la ciudad de Valladolid, el paso Sed Tengo, de Gregorio Fernández, no es solamente una simple evocación de una escena ocurrida en Jerusalén hace dos milenios, sino una fotografía exacta de nuestro mundo. Y tal vez de nuestro corazón.



















 


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