miércoles, 12 de mayo de 2021

La campana que dobló por ella.


 




Al último momento decidió ir al entierro. Se había pasado la mañana dudando. No sabía qué hacer, pero cuando su compañero le dijo que había un sitio en el coche para acercarse al funeral del padre de una compañera común, aceptó. Total, no tenía ningún plan, ni nada previsto para esa tarde. “Eso sí -dejó claro- yo daré el pésame, pero por la iglesia no me veis, porque no voy nunca”. Su compañero añadió: “De acuerdo, mientras nosotros estamos en misa, tú puedes darte un paseo alrededor del pueblo. Es un valle muy bonito”.

El coche se puso en marcha. Era un acto social más, uno de estos ritos viejunos que aún se cumplen en este país de sacristías, pensó ella. Llegaron al pueblo. Dio un abrazo a la compañera y luego, por señas, indicó a los compañeros que ella se largaba a andar. El valle le pareció precioso. A las afueras del pueblo, tomó un sendero. Tenía ante sí un par de horas, como le habían dicho los compañeros. Caminó un buen trecho,  subió una pequeña colina desde donde se divisaba todo el pueblo. Y entonces ocurrió lo que ocurrió. De repente, oyó la campana. El tañido triste de una campana. En la lejanía, por un camino de tierra rojiza, lentamente, avanzaba el cortejo fúnebre en dirección al cementerio. La campana seguía doblando con su triste son. Y entonces, recordó otra campana de hacía más de tres décadas, y otro funeral, el de su madre. Y se desmoronó. La campana de hacía treinta años doblaba por su madre. Pero la de hoy doblaba por ella. Y se echó a llorar.

Desde entonces, han pasado dos meses. Ahora estoy frente a ella, escuchando su soliloquio. Me dice que no para de hacer balance de su vida, y sale malparada. Hace evaluación y se siente suspendida. Hace recuento y obtiene resultados catastróficos. Se creía libre, y no lo era. Se creía independiente, y no lo era. Se creía moderna, y no lo era. ¿Qué ha pasado?

Ella era una chica más de un pueblo de Castilla, la menor de cuatro hermanas, y la única que había llegado a cursar estudios superiores. Todo cambió cuando fue a la Universidad. Conoció mundo, y el pueblo le pareció una cárcel. Por primera vez supo lo que significaba respirar y ser libre. Se sentía avergonzada de sus padres, unos humildes campesinos, de la educación conservadora que había recibido, de la parroquia represora que había frecuentado desde niña, de sus amigas con miras tan cortas: un marido, unos hijos, una casa y el cuidado de los padres mayores.. En un saco, digno de tirarse a la basura, metía a la familia, los amigos, la Iglesia, el pueblo, la escuela… todo lo que le recordaba los primeros 18 años de su vida.

Brillante universitaria, “aunque no empollona ni rata de biblioteca”, pronto se metió en reivindicaciones libertarias, y en ataques furibundos a la familia tradicional, el matrimonio, el machismo, el reparto del poder, la Iglesia, la educación… Recordaba aquellos años universitarios en que, a las apasionadas discusiones de los cine-forum, seguían las tertulias en bares apestados de Ducados, la preparación de pancartas y la contestación sistemática a los profesores más carcas. Así que cuando, raramente, volvía a casa, armaba gresca por cualquier cosa. Le enfadaba que su madre fuera a misa, que su padre fuera al bar mientras su madre hacía la cena, que sus hermanas se pasasen horas cosiendo o bordando o pariendo y aguantando a maridos. Se ponía del hígado cuando a la hora de la comida, en casa, solo se hablase de trigo, cebada, la salud de la señora no sé cuántos o la boda de la hija de no sé quién. ¿Pero esto era vida?, se preguntaba cuando se acostaba enfadada y rabiosa en aquella cama anticuada con un crucifijo en la cabecera. Ella que leía a Sartre y a Louis Althauser, a Simone de Beauvoir y a  Albert Camus, que tenía en su habitación el poster de Mao y del Che Guevara, que sabía decir en inglés “Make love, not war”, que estaba a la última en música rock inglesa, que había fumado porros en antros de mala muerte y que se había acostado, libre y sin prejuicios, con otros universitarios, libres y disfrutones como ella…

Pero desde que oyó aquella campana, hacía un par de meses, los que ella creía pilares sólidos de su vida, ideas irrenunciables y avanzadas, se estaban desmoronando. Recordaba con tristeza dos episodios en su casa. Una de las veces que llegó para Navidad, le echó en cara a su madre “que fuera tan sumisa, tan obediente, que estuviera todo el día pendiente de preparar la cena a su padre, mientras que él se iba todas las tardes a tomar un vino al bar”. Cuando dejó de lanzar improperios, su madre, tranquilamente le espetó: “Espero que todos los hombres que conozcas te traten tan bien como lo hace tu padre conmigo. Y espero que el único defecto que tenga tu marido o tu amante, porque no piensas casarte, sea el de ir a tomar un vino al bar, y que la única humillación que recibas sea la de prepararle la cena”.

El otro episodio que la avergonzaba fue cuando volvió al pueblo para el funeral de su madre. Nada más llegar, hizo saber a su familia que, ni atada, pensaba ir a la iglesia, porque no creía en esas chorradas de los curas. Entonces su padre, que era de pocas palabras y al que nunca había visto imponerse, autoritario, le dijo: “Si no vas al entierro de tu madre, si reniegas de ese Dios en el que ella creía y que la ha sostenido a ella -y también a mí- en su penosa enfermedad, hazte a la idea de que tú no eres hija de tu madre, porque ni siquiera eres capaz de respetarla estando aún su cadáver caliente”. No hubo más palabras. Solo un silencio mortal en las horas siguientes, apenas interrumpido por los pésames pueblerinos y el bisbiseo de algún avemaría de una vecina beata. Cuando el féretro abandonaba la casa familiar, ella cogió el coche y se largó. Pero antes de alejarse, aún pudo escuchar la campana que clamaba a muerto. Y en su interior, como una maldición, dijo: “¡Por fin me libro de vosotros, panda de retrógrados. Que os den!”.

Pero la vida fue pasando. Fue de éxito en éxito laboral, y solicitada por buenos bufetes de abogados. Conoció mucho mundo, viajó a un sinfín de países, leyó todos los libros, acudió a todos los conciertos, conoció muchos cuerpos de hombres y sacó de ellos placer y sinsabor a partes iguales. Por puro orgullo, siguió enfrascada en más trabajo, más experiencias, más viajes, más galanteos. Cada éxito traía su fracaso; cada aventura amorosa, su insatisfacción; cada noche de excesos, su resaca; cada viaje exótico, su frustración. De repente, se descubrió con 60 años, comportándose como una universitaria alocada, pero con bolso de Loewe, tarjeta visa solvente, coche potente, apartamento en la mejor zona de la ciudad, y arte de vanguardia en lugar de posters de revolucionarios. Había usado a los hombres, pero los hombres también la habían usado a ella. Los ideales políticos formaban parte del baúl de los recuerdos. El afán de experiencias nuevas y novedades de última generación, sólo le aportaban hastíos viejos y ya conocidos.

Sólo ahora, después de oír aquella campana, se dio cuenta de su inestabilidad sentimental, de su insensata ambición laboral, de su patético negarse a ser madre, de su soledad insoportable, de su rebeldía estéril y de escaparate y de su ‘eterna juventud’ trasnochada y caduca. Las arrugas en torno a los ojos no eran nada frente a las arrugas de su alma. La resaca de alguna mañana (ahora de excelentes vinos reservas y de cocina gourmet) no era nada comparada con la resaca y la sequedad de su corazón. Pero nunca dio su brazo a torcer y nunca se paró a pensar hacia qué abismos conducía su existencia.

Y sin embargo, hace dos meses, oyó esa campana. Si antes, sus padres le habían parecido unos pobres infelices, incultos, sin ambiciones, resignados a un pueblo de muerte, a una única pareja, a unos horizontes que no iban más allá de su casa y su aldea, ahora repasaba sus rostros, se esforzaba por volver a pasar por sus ojos y su corazón la dulzura de su madre, su alegría al volver del campo junto a su padre, el cariño con que le preparaba la ropa limpia los domingos o las patatas fritas que tanto le gustaban a su marido. Recordaba la serenidad de su padre, ese silencio que leía el corazón de las cuatro hermanas, el trabajo durísimo de cada día sin quejarse jamás, la dicha cuando le contaba a su madre que el trigo prometía, que la cosecha había sido buena, o cuando le traía del campo, contento como un niño, un manojo de espárragos trigueros o una alforja de setas, por no mencionar las noches enteras que había pasado, sin desvestirse siquiera, a la cabecera de la mujer de su vida que se le iba muriendo día a día.

Todo este terremoto le había ocasionado aquella campana que escuchó la tarde de aquel funeral. Esa campana había esperado muchos años por ella. Esa campana había sido una bomba que había explotado en sus entrañas. Y ahora andaba recogiendo los pedazos de esa carne desparramada, en un intento doloroso de recomponer su corazón.

No supe decirle nada. Dejé que hablaran sus labios, que lloraran sus ojos, que sangrase su corazón. Poco podía añadir yo; menos aún aconsejar. Sólo me atreví a susurrarle: “Has tenido mucha suerte en tu vida, porque una campana ha doblado por ti, y la has reconocido”. Se sorbía las lágrimas todavía cuando nos despedimos con un largo abrazo, pero ambos sabíamos que, efectivamente, esa campana era lo mejor que le había sucedido en la vida. Tal vez por eso, me pareció que su llanto no era ya el de la rabia, sino el de la reconciliación consigo misma y su historia.





domingo, 9 de mayo de 2021

Sobre la muerte y el morir

LA OPCIÓN GUANELIANA

9.- Sobre la muerte y el morir.

Hay una semilla de plenitud a pesar de la fugacidad de la existencia.

“Dios nos creó admirables en el cuerpo, grandes en la mente y grandes en el corazón. Nos creó para su gloria, para difundir en nosotros su bondad y felicidad” (L.G.)


           


El hermano Juan Vaccari murió el 9 de octubre de 1971 en Palencia. Y marcó la historia de los guanelianos en España. Muchos años después, leí los diarios que había escrito. Su pensamiento estaba constantemente dirigido a la muerte. En una ocasión había ofrecido su vida en lugar de un enfermo. Pensaba en la muerte, como una salida de este mundo y un ingreso en la Casa del Padre, después de unos años de exilio en la Tierra. ¿Cómo un hombre que pensaba constantemente en la muerte había sido capaz de vivir tan contento y tan alegre en esta vida? Si algo impresionaba de él era su alegría y su desvivirse para que los alumnos estuviésemos siempre contentos. Era un hombre feliz e intentaba que los demás lo fuesen. O mejor dicho: intentaba hacer felices a los demás, y él lo era. 

            ¿Existe un mañana después del cementerio o del crematorio? Los creyentes creen que sí. Los no creyentes dicen lo contrario. Ni unos ni otros aportan argumentos incontestables, porque el misterio de la muerte enmudece a unos y a otros.

Aquel primer homínido que trató con respeto el cuerpo recién fallecido de su hijo, lo enterró aparte, en lugar de arrojarlo al muladar junto a los huesos de un jabalí o de un corzo, y señaló con unas piedrecitas el lugar del enterramiento, ese día se convirtió en hombre e inventó la trascendencia.

Dice George Steiner que el hecho de que nosotros, en nuestras lenguas, utilicemos el tiempo futuro, que seamos capaces de decir frases como “dentro de cinco minutos tomaré un café o mañana nos veremos, el mes que viene estaré en Nueva York, o me jubilaré dentro de cinco años”, es decir, que seamos capaces de proyectarnos verbalmente hacia el futuro, es una especie de intuir la trascendencia. Los seres humanos nos percibimos así porque la raíz de la esperanza está plantada en nuestro ADN. El ser humano con palabras levanta el futuro; con ladrillos verbales construye el mañana. Y si esto es así: el ser humano sueña el devenir y puede hablar de  “la otra vida, más allá de la muerte”.  

Pero la ciencia (todo se puede saber) y la técnica (todo se puede hacer), convertidas en las ideologías dogmáticas de nuestro tiempo, han arramblado con cualquier mañana después de la muerte. Y por lo tanto, el ser humano, convertido en puro biologismo y fisiología, se encuentra, por primera vez, inerme ante la muerte, que es percibida como la  Gran Derrota. Una derrota que no se puede mostrar, ni ver, ni pensar en ella. Lo hemos comprobado recientemente durante la pandemia: la prohibición de mostrar las morgues donde se amontonaban los ataúdes o los hospitales llenos de moribundos, o contar las historias individuales. Los muertos reducidos a fría estadística, sin relato y sin historia.

El creyente se sabe finito, pero no es un ser destinado a la muerte. Dante ya nos aleccionó y nos dijo en su viaje a los círculos del infierno que “los más desgraciados entre todos eran los que no tenían esperanza de morirse”. La vida es hermosa, precisamente por su fragilidad y por su brevedad. Hemos sido convocados a la vida, que no sabemos si será corta o larga, y solo hemos de pensar en dejar este mundo un poco mejor que como lo encontramos al llegar. El creyente sabe que existe la muerte, y, sin embargo, esa diminuta semilla que la fides ha sembrado en su interior niega cualquier victoria definitiva a la muerte.  Y como las tres mujeres que el primer día de la semana fueron hacia el sepulcro, cada creyente siente miedo y se pregunta: “¿Quién nos moverá la piedra?” Y en esta expresión caben todas dudas y las incertidumbres del ser humano ante la fe y ante la resurrección. El creyente sabe que sigue la estela de estas mujeres (¡otra vez las mujeres!) que, en aquella primera mañana del mundo, no se cruzaron de brazos esperando hasta que alguien les removiese la piedra. Con su zozobra y temblor, se pusieron en camino hacia el sepulcro, sin saber, con total seguridad, si encontrarían a un Jesús vivo o a un Jesús muerto. Es esa pequeña candela de esperanza la que sostiene la noche larga de cualquier creyente. La esperanza es hermosa porque es incierta y frágil. Pero también, por eso mismo, es una virtud que se puede cultivar.

            Don Guanella llegaba ya al atardecer de su vida cuando instituyó la Pía Unión del Tránsito de San José. Una asociación que tiene como objetivo la oración por los agonizantes, bajo el patrocinio de San José. Esta Asociación sigue existiendo aún hoy y tiene su sede matriz en la basílica menor de San José en el barrio romano del Trionfale. Luis Guanella había conocido muchas pobrezas. Y vio también la inmensa soledad en la que morían muchos hombres y mujeres, a veces sin nadie que les diera la mano o les bendijera antes de partir.

            En una ocasión estuve en el Archivo de esta Asociación. Lo que más me impresionó, después de hojear un montón de documentos, fue leer las largas listas de soldados inscritos durante la Primera Guerra Mundial. De todos los frentes, llegaban interminables listas de combatientes que se comprometían a rezar cada noche, en las trincheras y en los campos de batalla, por las personas que en ese día llegarían al final de sus vidas, tal vez el propio compañero que esa noche rezaba la misma plegaria.

            Pensar la muerte y pensar el morir constituye, desde que el mundo es mundo, el principio de todos los ritos funerarios y la adquisición, para el ADN del ser humano, del sentido de la trascendencia. Pero también constituye el inicio de la filosofía y el intento de dar respuestas u ofrecer propuestas a todas las preguntas que de verdad importan. Desde que la filosofía no busca la verdad, la pregunta sobre la muerte se arroja al desván de las antiguallas. Nos deberían enseñar a morir y nos deberían enseñar a vivir en la fragilidad desoladora de la enfermedad. Pero todo esto se opone a un ilusorio sentido de plenitud del ser humano fuerte, sano y joven. Todos sabemos que la decrepitud llega, que el ocaso llega, que la enfermedad llega y que nos tendremos que enfrentar a nuestro propio morir.

El discurso sobre la muerte ha desaparecido. Los velatorios en salas neutras, casi salones burgueses, con el difunto oculto a la vista, confirman esta ‘ausencia’.  Incluso entre los católicos, los familiares no se atreven a sugerir al enfermo que ha llegado el momento de recibir la unción de enfermos. En nuestro enloquecido vivir de autómatas, la muerte no tiene cabida: un episodio desagradable, un desajuste en la perfecta maquinaria de producción y de eficacia del mundo moderno. Por ello la vejez, la enfermedad y la muerte nos hallan sin recursos del espíritu para afrontarlas y aceptarlas. Completamente desprovistos de sabiduría espiritual, la frustración, la depresión y el sentido de derrota suelen ser los compañeros de los últimos años. Nos habían dicho que la existencia era plenitud sin fecha y sin límites de dicha, de salud, de fuerza, de belleza, de optimismo… y nos encontramos frente a una soledad aterradora que nos hunde y nos deprime.

¿No comprobamos todos los días que el miedo a morir corre parejo al miedo a vivir, al miedo a enfrentarnos a las constantes llagas que van apareciendo en nuestro cuerpo o en nuestro corazón? Esa constante búsqueda de un mundo indoloro nos mete de hoz y coz en un sufrimiento que nos supera. Por eso mismo, podemos asegurar que la otra cara de la moneda de la muerte no es la vida, es el amor. Quien ama y es amado se siente vivo y sin miedo a vivir o a morir. Quien no ama y no es amado ya está muerto, aunque sus pulmones sigan respirando trece veces por minuto.

Don Guanella no pretendía únicamente rezar para ganar almas para el cielo, sino también para que los enfermos pudieran vivir con serenidad sus últimos días. Hoy sabemos que la mayoría de las muertes se viven en la más absoluta soledad de un aséptico hospital o de una residencia de ancianos. Lejos quedan la cercanía y la calidez de la familia. Todo es vivido en una irrealidad que, afanosamente, trata de ocultar la muerte. El gran tabú que produce vergüenza en nuestras sociedades ricas y vacías. No queremos hablar de ella, ni que se vea, ni que se muestre. Todo debe quedar reducido a un incidente imprevisto que hay que olvidar cuanto antes. Don Guanella pensaba la muerte como un retorno a la patria verdadera. Un regreso a la Casa del Padre. Al igual que el Hijo Pródigo: andamos extraviados en esta aventura que llamamos existencia, y en un momento dado, la campana nos anuncia que hay que regresar del exilio y volver a la calidez del hogar, al abrazo. 

San José, que habitó el silencio como ningún otro, nos invita a dejarnos acariciar por ese silencio que no es olvido ni soledad, sino contemplación y luz. La aceptación del gran misterio: la muerte.

Lejos de las imágenes barrocas de calaveras lindas y morondas, relojes por donde la arena se escurre velozmente, velas que se apagan al improviso, el pensamiento de la muerte puede provocar en nosotros esa sensación plena de que todavía estamos vivos, que aún tenemos tiempo, y que ese tiempo puede servir para la alegría, la belleza, la bondad y la verdad.

El 6 de agosto de 1978 moría Pablo VI, el primer Papa que miró al mundo como su contemporáneo. Dos días después, se publicó su altísimo Testamento que reflejaba bien la gratitud y el asombro ante la vida, y la esperanza en un mañana: “Fijo la mirada en el misterio de la muerte y de lo que a ésta sigue en la luz de Cristo, el único que la esclarece; y por tanto, con confianza humilde y serena. Percibo la verdad que para mí se ha proyectado siempre desde este misterio sobre la vida presente, y bendigo al vencedor de la muerte por haber disipado sus tinieblas y descubierto su luz”.

Y continúa: “Por ello, ante la muerte y la separación total y definitiva de la vida presente, siento el deber de celebrar el don, la fortuna, la belleza, el destino de esta misma existencia fugaz: Señor, Te doy gracias porque me has llamado a la vida, y más aun todavía, porque haciéndome cristiano me has regenerado y destinado a la plenitud de la vida. Asimismo siento el deber de dar gracias y bendecir: a los que me han traído a la vida, los que me han educado, amado, hecho bien, ayudado, rodeado de buenos ejemplos, de cuidados, afectos, confianza, bondad, cortesía, amistad, fidelidad, respeto. Contemplo lleno de agradecimiento las relaciones naturales y espirituales que han dado origen, ayuda, consuelo y significado a mi humilde existencia: ¡Cuántos dones, cuántas cosas hermosas y elevadas, cuánta esperanza he recibido yo en este mundo!”

Solo quien ha vivido la vida plenamente, puede, al final de la misma, mostrarse agradecido por esta hermosa y maravillosa fugacidad que es la existencia de cada ser humano. Solo quien ha sabido tejer en el breve tiempo que le ha sido concedido, con los hermosos hilos de la generosidad, la verdad, la belleza y la alegría, el tapiz de su existencia, es capaz, como el Poverello Francisco de Asís, el más humano de los santos, de bendecir e invocar por fin a la Hermana Muerte.

 


 

 

Próximo domingo: Cap. 10.- La alegría de los borriquillos.



miércoles, 5 de mayo de 2021

El libro del Dies irae




En el siglo XIII se escribió un himno en latín, el Dies Irae, al parecer del fraile franciscano Tomás de Celano, amigo de San Francisco, aunque la atribución no es segura. Este himno fue utilizado hasta 1970 en las misas de Réquiem. Un buen número de compositores puso música a las terribles, pero hermosas palabras de este himno. Basta oír la secuencia del Dies irae, del Réquiem de Mozart, para percatarse de su fuerza poética y de su tremenda belleza.

El Dies Irae nos dice que existe un libro donde están contenidas todas las cosas. Un libro en el que los escribanos divinos han ido registrando todas las respiraciones, las obras, los pensamientos, los actos y los deseos de cada ser humano. Un libro que lo contiene y abarca todo. “Se abrirá el libro / que todo lo contiene / y por el cual el mundo será juzgado”

Liber scriptus proferetur,

in quo totum continetur,

unde Mundus iudicetur

Un libro que guarda la memoria de todos los seres humanos que han nacido, vivido y muerto en esta Tierra, dramática y magnífica. La vida de cada ser humano registrada minuto a minuto. La crónica pormenorizada de una existencia. También la mía. Desde el primer vagido en una humilde casa de Quintanilla de Arriba, hasta este preciso instante en que, las manos en el ordenador, intento sumar palabras  para redactar este artículo.

Podemos imaginarnos la escena. La trompeta del Juicio Final resonará por toda la tierra y su sonido solemne llegará a los oídos de vivos y muertos. De todos los campos de batalla, de todos los cementerios, bajo las losas de todas las catedrales, de todos los mares, de todas las tierras, los muertos de hace un millón de años o de hace apenas unas horas se levantarán.

Y los vivos cesarán en sus faenas cotidianas. Los obreros dejarán sus herramientas. Las casas quedarán a medio construir. Los amantes abandonarán sus lechos cálidos de placer y deseo, las cárceles se abrirán, los estudiantes cerrarán sus libros y los profesores abandonarán sus tarimas, los señores del mundo saldrán de sus despachos impolutos; el canto gregoriano abruptamente se interrumpirá en el monasterio, el panadero abandonará la masa a medio bregar. La gestación de los niños por venir se detendrá, y el discurso de los oradores y voceros enmudecerá. Los pies de los peregrinos se paralizarán en el camino. El silbido de la cafetera cesará y el fuego de la chimenea se extinguirá.

Todos, vivos y muertos, seremos convocados al Gran Juicio Final, porque la trompeta impondrá su imperativo sonido a todos. Al valle de Josafat, según cuenta con gran fuerza poética Joel, irán llegando las muchedumbres de los cuatro puntos cardinales de la tierra y de todos los siglos. Papas, emperadores y reyes, al mismo tiempo que los trabajadores manuales que hacían los adobes, los constructores de calzadas y los que limpiaban las letrinas de los palacios. Los generales que mandaban desde la retaguardia y los soldados que morían en las trincheras. Los filósofos con sus libros y las campesinas con sus cestas de coles, los grandes pintores y los que les mezclaban los colores, los prisioneros y los carceleros, los señores terratenientes junto a sus criados y esclavillos, los intelectuales que impartían sus clases desde el estrado y los que barrían los patios de la universidad, los médicos junto a sus pacientes, las prostitutas de todas las mancebías y los clientes de todos los burdeles, los jueces togados y autosatisfechos y los enjuiciados que temblaban …

Y entonces el libro se abrirá. Y ahí estará todo. Cada obra, cada pensamiento, cada sueño, cada palabra. La ficción de este mundo se desmoronará. Las apariencias caerán como caen los vestidos en la alcoba. De nada servirán los uniformes y los galones que identificaban el estatus en el gran teatro del mundo. La mentira saldrá huyendo y la verdad surgirá en todo su esplendor. ¡Cuántas sorpresas y cuánto estupor! Tal vez el padre de familia irreprochable y esposo amantísimo será desenmascarado y aparecerá el lujurioso y el corrupto. Tal vez, del padre cascarrabias y un poco seco, conoceremos el beso a sus hijos al apagar la luz cada noche. Se declarará la inocencia del que fue encarcelado por un crimen que nunca cometió. Se conocerán las caridades y las limosnas del que nadie sabía ni sospechaba. Y del benefactor admirado y aplaudido se sabrán sus tejes y manejes, sus desvíos de dinero. Se pondrán encima de la mesa los pensamientos limpios de la ramera y los deseos turbios de quien se erigía en portaestandarte de la moralidad pública desde cualquier púlpito.  Saldrá a la luz la oración callada del que nunca pisaba la iglesia y la blasfemia y apostasía del mitrado que arrastraba fieles por sus hermosas homilías. Brillará la rectitud de quien fue vejado y apartado de su oficio por las mentiras tejidas en su contra y veremos las manos ensangrentadas por el odio de quien se presentaba como paradigma y modelo de transparencia y honradez. Todos los crímenes saldrán a la luz, a la vez que todas las inocencias. Ninguna bondad quedará oculta. Ninguna palabra hermosa caerá en el silencio. Ningún pensamiento noble se habrá perdido. Las torticeras intenciones y los labios mentirosos serán descubiertos. Y los abrazos de compasión y el aliento a los pequeñuelos resplandecerán en aquel día.

Entonces cada uno de nosotros se verá a sí mismo. Conocerá a su verdadero yo. Sabrá su verdadero nombre y sus apellidos. Cualquier acto de bondad y cualquier deseo de odio estarán ahí. Lloraremos por nosotros o nos alegraremos por nosotros. Conoceremos por fin nuestros cuartos oscuros y nuestras ventanas luminosas. La perfidia de nuestras noches y la hermosura de nuestros días. Por fin, sabremos quiénes somos. Sabremos la verdad. Por fin, se hará justicia.

Este libro que contiene todo, en el que todo está escrito, podría asustarnos, pero también llenarnos de aliento, pues aún estamos vivos y estamos a tiempo. Solo ese día se nos recordará la sonrisa que ofrecimos a una viejecita, el abrazo a quien andaba desconsolado, la paciencia hacia nuestra madre con alzhéimer, la escucha a nuestro vecino parado, el cuenco de sopa al hambriento, las monedas al mendigo, la caricia al herido del hospital. Ningún gesto de amor se habrá perdido, porque todo está escrito y registrado en el Libro. Incluso el repelús en la cabeza del cachorrillo y el evitar pisar las margaritas.

A esta caña pensante que es el ser humano solo le queda por recitar:

Rex tremendæ maiestatis,

qui salvandos salvas gratis,

salva me, fons pietatis








DIES IRAE / SERÁ UN DÍA DE IRA

 

 

Texto original en latín

Dies iræ, dies illa,

Solvet sæclum in favilla,

Teste David cum Sibylla!

Quantus tremor est futurus,

quando iudex est venturus,

cuncta stricte discussurus!

Tuba mirum spargens sonum

per sepulcra regionum,

coget omnes ante thronum.

Mors stupebit et Natura,

cum resurget creatura,

iudicanti responsura.

Liber scriptus proferetur,

in quo totum continetur,

unde Mundus iudicetur.

Iudex ergo cum sedebit,

quidquid latet apparebit,

nihil inultum remanebit.

Quid sum miser tunc dicturus?

Quem patronum rogaturus,

cum vix iustus sit securus?

Rex tremendæ maiestatis,

qui salvandos salvas gratis,

salva me, fons pietatis.

Recordare, Iesu pie,

quod sum causa tuæ viæ;

ne me perdas illa die.

Quærens me, sedisti lassus,

redemisti crucem passus,

tantus labor non sit cassus.

Iuste Iudex ultionis,

donum fac remissionis

ante diem rationis.

Ingemisco, tamquam reus,

culpa rubet vultus meus,

supplicanti parce Deus.

Qui Mariam absolvisti,

et latronem exaudisti,

mihi quoque spem dedisti.

Preces meæ non sunt dignæ,

sed tu bonus fac benigne,

ne perenni cremer igne.

Inter oves locum præsta,

et ab hædis me sequestra,

statuens in parte dextra.

Confutatis maledictis,

flammis acribus addictis,

voca me cum benedictis.

Oro supplex et acclinis,

cor contritum quasi cinis,

gere curam mei finis.

Lacrimosa dies illa,

qua resurget ex favilla

iudicandus homo reus.

Huic ergo parce, Deus.

Pie Iesu Domine,

dona eis requiem.

Amen.

 

 

Traducción

¡Será un día de ira, aquel día

en que el mundo se reduzca a cenizas,

como predijeron David y la Sibila!

¡Cuánto terror habrá en el futuro

cuando el juez haya de venir

para hacer estrictas cuentas!

La trompeta resonará terrible

por todo el reino de los muertos,

para reunir a todos ante el trono.

La muerte y la Naturaleza se asombrarán,

cuando todo lo creado resucite

para responder ante su juez.

Se abrirá el libro escrito

que todo lo contiene

y por el que el mundo será juzgado.

Entonces, el juez tomará asiento,

todo lo oculto se mostrará

y nada quedará impune.

¿Qué alegaré entonces, pobre de mí?

¿De qué protector invocaré ayuda,

si ni siquiera el justo se sentirá seguro?

Rey de tremenda majestad

tú que salvas solo por tu gracia,

sálvame, fuente de piedad.

Acuérdate, piadoso Jesús

de que soy la causa de tu calvario;

no me pierdas ese día.

Por buscarme, te sentaste agotado;

por redimirme, sufriste en la cruz,

¡que tanto esfuerzo no sea en vano!

Justo juez de los castigos,

concédeme el regalo del perdón

antes del día del juicio.

Sollozo, porque soy culpable;

la culpa sonroja mi rostro;

perdona, oh Dios, a este suplicante.

Tú, que absolviste a Magdalena

y escuchaste la súplica del ladrón,

dame a mí también esperanza.

Mis plegarias no son dignas,

pero tú, que actúas con bondad,

no permitas que arda en el fuego eterno.

Colócame entre tu rebaño

y sepárame de los impíos

situándome a tu derecha.

Confundidos los malditos,

arrojados a las llamas acerbas,

llámame entre los benditos.

Te ruego compungido y de rodillas,

con el corazón contrito, casi en cenizas,

que cuides de mí en el final.

Será de lagrimas aquel día,

en que del polvo resurja

el hombre culpable, para ser juzgado.

Perdónalo, entonces, oh Dios,

Señor de piedad, Jesús,

y concédele el descanso.

Amén.

 



A destacar

Quintanilla de Arriba, según Jesús Martínez

Desde hacía años Jesús Martínez Herguedas andaba garabateando, como un alumno aplicado, cientos de hojas, buscando información en los lugar...

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