Al último momento decidió ir al entierro. Se había pasado la mañana dudando. No sabía qué hacer, pero cuando su compañero le dijo que había un sitio en el coche para acercarse al funeral del padre de una compañera común, aceptó. Total, no tenía ningún plan, ni nada previsto para esa tarde. “Eso sí -dejó claro- yo daré el pésame, pero por la iglesia no me veis, porque no voy nunca”. Su compañero añadió: “De acuerdo, mientras nosotros estamos en misa, tú puedes darte un paseo alrededor del pueblo. Es un valle muy bonito”.
El coche se puso en marcha. Era un acto social más,
uno de estos ritos viejunos que aún se cumplen en este país de sacristías,
pensó ella. Llegaron al pueblo. Dio un abrazo a la compañera y luego, por
señas, indicó a los compañeros que ella se largaba a andar. El valle le pareció
precioso. A las afueras del pueblo, tomó un sendero. Tenía ante sí un par de
horas, como le habían dicho los compañeros. Caminó un buen trecho, subió una pequeña colina desde donde se divisaba
todo el pueblo. Y entonces ocurrió lo que ocurrió. De repente, oyó la campana.
El tañido triste de una campana. En la lejanía, por un camino de tierra rojiza,
lentamente, avanzaba el cortejo fúnebre en dirección al cementerio. La campana
seguía doblando con su triste son. Y entonces, recordó otra campana de hacía
más de tres décadas, y otro funeral, el de su madre. Y se desmoronó. La campana
de hacía treinta años doblaba por su madre. Pero la de hoy doblaba por ella. Y
se echó a llorar.
Desde entonces, han pasado dos meses. Ahora estoy
frente a ella, escuchando su soliloquio. Me dice que no para de hacer balance
de su vida, y sale malparada. Hace evaluación y se siente suspendida. Hace
recuento y obtiene resultados catastróficos. Se creía libre, y no lo era. Se
creía independiente, y no lo era. Se creía moderna, y no lo era. ¿Qué ha
pasado?
Ella era una chica más de un pueblo de Castilla, la
menor de cuatro hermanas, y la única que había llegado a cursar estudios
superiores. Todo cambió cuando fue a la Universidad. Conoció mundo, y el pueblo
le pareció una cárcel. Por primera vez supo lo que significaba respirar y ser
libre. Se sentía avergonzada de sus padres, unos humildes campesinos, de la
educación conservadora que había recibido, de la parroquia represora que había
frecuentado desde niña, de sus amigas con miras tan cortas: un marido, unos
hijos, una casa y el cuidado de los padres mayores.. En un saco, digno de
tirarse a la basura, metía a la familia, los amigos, la Iglesia, el pueblo, la
escuela… todo lo que le recordaba los primeros 18 años de su vida.
Brillante universitaria, “aunque no empollona ni rata de biblioteca”, pronto se metió en
reivindicaciones libertarias, y en ataques furibundos a la familia tradicional,
el matrimonio, el machismo, el reparto del poder, la Iglesia, la educación… Recordaba
aquellos años universitarios en que, a las apasionadas discusiones de los
cine-forum, seguían las tertulias en bares apestados de Ducados, la preparación
de pancartas y la contestación sistemática a los profesores más carcas. Así que
cuando, raramente, volvía a casa, armaba gresca por cualquier cosa. Le enfadaba
que su madre fuera a misa, que su padre fuera al bar mientras su madre hacía la
cena, que sus hermanas se pasasen horas cosiendo o bordando o pariendo y
aguantando a maridos. Se ponía del hígado cuando a la hora de la comida, en
casa, solo se hablase de trigo, cebada, la salud de la señora no sé cuántos o
la boda de la hija de no sé quién. ¿Pero esto era vida?, se preguntaba cuando
se acostaba enfadada y rabiosa en aquella cama anticuada con un crucifijo en la
cabecera. Ella que leía a Sartre y a Louis Althauser, a Simone de Beauvoir y a Albert Camus, que tenía en su habitación el
poster de Mao y del Che Guevara, que sabía decir en inglés “Make love, not war”, que estaba a la última en música rock
inglesa, que había fumado porros en antros de mala muerte y que se había
acostado, libre y sin prejuicios, con otros universitarios, libres y
disfrutones como ella…
Pero desde que oyó aquella campana, hacía un par de
meses, los que ella creía pilares sólidos de su vida, ideas irrenunciables y
avanzadas, se estaban desmoronando. Recordaba con tristeza dos episodios en su
casa. Una de las veces que llegó para Navidad, le echó en cara a su madre “que fuera tan sumisa, tan obediente, que
estuviera todo el día pendiente de preparar la cena a su padre, mientras que él
se iba todas las tardes a tomar un vino al bar”. Cuando dejó de lanzar
improperios, su madre, tranquilamente le espetó: “Espero que todos los hombres que conozcas te traten tan bien como lo
hace tu padre conmigo. Y espero que el único defecto que tenga tu marido o tu
amante, porque no piensas casarte, sea el de ir a tomar un vino al bar, y que
la única humillación que recibas sea la de prepararle la cena”.
El otro episodio que la avergonzaba fue cuando volvió
al pueblo para el funeral de su madre. Nada más llegar, hizo saber a su familia
que, ni atada, pensaba ir a la iglesia, porque no creía en esas chorradas de
los curas. Entonces su padre, que era de pocas palabras y al que nunca había
visto imponerse, autoritario, le dijo: “Si
no vas al entierro de tu madre, si reniegas de ese Dios en el que ella creía y
que la ha sostenido a ella -y también a mí- en su penosa enfermedad, hazte a la
idea de que tú no eres hija de tu madre, porque ni siquiera eres capaz de
respetarla estando aún su cadáver caliente”. No hubo más palabras. Solo un
silencio mortal en las horas siguientes, apenas interrumpido por los pésames pueblerinos
y el bisbiseo de algún avemaría de una vecina beata. Cuando el féretro
abandonaba la casa familiar, ella cogió el coche y se largó. Pero antes de
alejarse, aún pudo escuchar la campana que clamaba a muerto. Y en su interior,
como una maldición, dijo: “¡Por fin me
libro de vosotros, panda de retrógrados. Que os den!”.
Pero la vida fue pasando. Fue de éxito en éxito
laboral, y solicitada por buenos bufetes de abogados. Conoció mucho mundo,
viajó a un sinfín de países, leyó todos los libros, acudió a todos los
conciertos, conoció muchos cuerpos de hombres y sacó de ellos placer y sinsabor a partes iguales. Por puro orgullo, siguió enfrascada en más trabajo, más
experiencias, más viajes, más galanteos. Cada éxito traía su fracaso; cada
aventura amorosa, su insatisfacción; cada noche de excesos, su resaca; cada
viaje exótico, su frustración. De repente, se descubrió con 60 años,
comportándose como una universitaria alocada, pero con bolso de Loewe, tarjeta
visa solvente, coche potente, apartamento en la mejor zona de la ciudad, y arte
de vanguardia en lugar de posters de revolucionarios. Había usado a los
hombres, pero los hombres también la habían usado a ella. Los ideales políticos
formaban parte del baúl de los recuerdos. El afán de experiencias nuevas y
novedades de última generación, sólo le aportaban hastíos viejos y ya conocidos.
Sólo ahora, después de oír aquella campana, se dio
cuenta de su inestabilidad sentimental, de su insensata ambición laboral, de su
patético negarse a ser madre, de su soledad insoportable, de su rebeldía
estéril y de escaparate y de su ‘eterna juventud’ trasnochada y caduca. Las
arrugas en torno a los ojos no eran nada frente a las arrugas de su alma. La
resaca de alguna mañana (ahora de excelentes vinos reservas y de cocina gourmet)
no era nada comparada con la resaca y la sequedad de su corazón. Pero nunca dio
su brazo a torcer y nunca se paró a pensar hacia qué abismos conducía su
existencia.
Y sin
embargo, hace dos meses, oyó esa campana. Si antes, sus padres le habían
parecido unos pobres infelices, incultos, sin ambiciones, resignados a un
pueblo de muerte, a una única pareja, a unos horizontes que no iban más allá de
su casa y su aldea, ahora repasaba sus rostros, se esforzaba por volver a pasar
por sus ojos y su corazón la dulzura de su madre, su alegría al volver del
campo junto a su padre, el cariño con que le preparaba la ropa limpia los
domingos o las patatas fritas que tanto le gustaban a su marido. Recordaba la
serenidad de su padre, ese silencio que leía el corazón de las cuatro hermanas,
el trabajo durísimo de cada día sin quejarse jamás, la dicha cuando le contaba
a su madre que el trigo prometía, que la cosecha había sido buena, o cuando le
traía del campo, contento como un niño, un manojo de espárragos trigueros o una
alforja de setas, por no mencionar las noches enteras que había pasado, sin desvestirse
siquiera, a la cabecera de la mujer de su vida que se le iba muriendo día a día.
Todo este terremoto le había ocasionado aquella campana
que escuchó la tarde de aquel funeral. Esa campana había esperado muchos años
por ella. Esa campana había sido una bomba que había explotado en sus entrañas.
Y ahora andaba recogiendo los pedazos de esa carne desparramada, en un intento
doloroso de recomponer su corazón.
No supe decirle nada. Dejé que hablaran sus labios, que
lloraran sus ojos, que sangrase su corazón. Poco podía añadir yo; menos aún aconsejar.
Sólo me atreví a susurrarle: “Has tenido
mucha suerte en tu vida, porque una campana ha doblado por ti, y la has
reconocido”. Se sorbía las lágrimas todavía cuando nos despedimos con un largo
abrazo, pero ambos sabíamos que, efectivamente, esa campana era lo mejor que le
había sucedido en la vida. Tal vez por eso, me pareció que su llanto no era ya el
de la rabia, sino el de la reconciliación consigo misma y su historia.
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