LA OPCIÓN GUANELIANA
9.- Sobre la muerte y
el morir.
Hay una semilla de
plenitud a pesar de la fugacidad de la existencia.
“Dios nos creó
admirables en el cuerpo, grandes en la mente y grandes en el corazón. Nos creó
para su gloria, para difundir en nosotros su bondad y felicidad” (L.G.)
El hermano Juan Vaccari murió el 9 de octubre de 1971 en Palencia. Y marcó la historia de los guanelianos en España. Muchos años después, leí los diarios que había escrito. Su pensamiento estaba constantemente dirigido a la muerte. En una ocasión había ofrecido su vida en lugar de un enfermo. Pensaba en la muerte, como una salida de este mundo y un ingreso en la Casa del Padre, después de unos años de exilio en la Tierra. ¿Cómo un hombre que pensaba constantemente en la muerte había sido capaz de vivir tan contento y tan alegre en esta vida? Si algo impresionaba de él era su alegría y su desvivirse para que los alumnos estuviésemos siempre contentos. Era un hombre feliz e intentaba que los demás lo fuesen. O mejor dicho: intentaba hacer felices a los demás, y él lo era.
¿Existe un
mañana después del cementerio o del crematorio? Los creyentes creen que sí. Los
no creyentes dicen lo contrario. Ni unos ni otros aportan argumentos
incontestables, porque el misterio de la muerte enmudece a unos y a otros.
Aquel primer homínido que trató con
respeto el cuerpo recién fallecido de su hijo, lo enterró aparte, en lugar de
arrojarlo al muladar junto a los huesos de un jabalí o de un corzo, y señaló
con unas piedrecitas el lugar del enterramiento, ese día se convirtió en hombre
e inventó la trascendencia.
Dice George Steiner que el hecho de que nosotros, en nuestras lenguas,
utilicemos el tiempo futuro, que seamos capaces de decir frases como “dentro de cinco minutos tomaré un café o
mañana nos veremos, el mes que viene estaré en Nueva York, o me jubilaré dentro
de cinco años”, es decir, que seamos capaces de proyectarnos verbalmente
hacia el futuro, es una especie de intuir la trascendencia. Los seres humanos
nos percibimos así porque la raíz de la esperanza está plantada en nuestro ADN.
El ser humano con palabras levanta el futuro; con ladrillos verbales construye
el mañana. Y si esto es así: el ser humano sueña el devenir y puede hablar de “la otra vida, más allá de la muerte”.
Pero la ciencia (todo se puede saber)
y la técnica (todo se puede hacer), convertidas en las ideologías dogmáticas de
nuestro tiempo, han arramblado con cualquier mañana después de la muerte. Y por
lo tanto, el ser humano, convertido en puro biologismo y fisiología, se
encuentra, por primera vez, inerme ante la muerte, que es percibida como la Gran Derrota. Una derrota que no se puede
mostrar, ni ver, ni pensar en ella. Lo hemos comprobado recientemente durante
la pandemia: la prohibición de mostrar las morgues donde se amontonaban los
ataúdes o los hospitales llenos de moribundos, o contar las historias
individuales. Los muertos reducidos a fría estadística, sin relato y sin
historia.
El creyente se sabe finito, pero no
es un ser destinado a la muerte. Dante
ya nos aleccionó y nos dijo en su viaje a los círculos del infierno que “los más desgraciados entre todos eran los
que no tenían esperanza de morirse”. La vida es hermosa, precisamente por
su fragilidad y por su brevedad. Hemos sido convocados a la vida, que no
sabemos si será corta o larga, y solo hemos de pensar en dejar este mundo un poco
mejor que como lo encontramos al llegar. El creyente sabe que existe la muerte,
y, sin embargo, esa diminuta semilla que la fides ha sembrado en su interior
niega cualquier victoria definitiva a la muerte. Y como las tres mujeres que el primer día de
la semana fueron hacia el sepulcro, cada creyente siente miedo y se pregunta: “¿Quién nos moverá la piedra?” Y en esta
expresión caben todas dudas y las incertidumbres del ser humano ante la fe y
ante la resurrección. El creyente sabe que sigue la estela de estas mujeres (¡otra
vez las mujeres!) que, en aquella primera mañana del mundo, no se cruzaron de
brazos esperando hasta que alguien les removiese la piedra. Con su zozobra y temblor,
se pusieron en camino hacia el sepulcro, sin saber, con total seguridad, si
encontrarían a un Jesús vivo o a un Jesús muerto. Es esa pequeña candela de
esperanza la que sostiene la noche larga de cualquier creyente. La esperanza es
hermosa porque es incierta y frágil. Pero también, por eso mismo, es una virtud
que se puede cultivar.
Don Guanella
llegaba ya al atardecer de su vida cuando instituyó la Pía Unión del Tránsito de San José. Una asociación que tiene como
objetivo la oración por los agonizantes, bajo el patrocinio de San José. Esta
Asociación sigue existiendo aún hoy y tiene su sede matriz en la basílica menor
de San José en el barrio romano del Trionfale. Luis Guanella había conocido
muchas pobrezas. Y vio también la inmensa soledad en la que morían muchos
hombres y mujeres, a veces sin nadie que les diera la mano o les bendijera
antes de partir.
En una
ocasión estuve en el Archivo de esta Asociación. Lo que más me impresionó,
después de hojear un montón de documentos, fue leer las largas listas de
soldados inscritos durante la Primera Guerra Mundial. De todos los frentes, llegaban
interminables listas de combatientes que se comprometían a rezar cada noche, en
las trincheras y en los campos de batalla, por las personas que en ese día
llegarían al final de sus vidas, tal vez el propio compañero que esa noche
rezaba la misma plegaria.
Pensar
la muerte y pensar el morir constituye, desde que el mundo es mundo, el
principio de todos los ritos funerarios y la adquisición, para el ADN del ser
humano, del sentido de la trascendencia. Pero también constituye el inicio de
la filosofía y el intento de dar respuestas u ofrecer propuestas a todas las
preguntas que de verdad importan. Desde que la filosofía no busca la verdad, la
pregunta sobre la muerte se arroja al desván de las antiguallas. Nos deberían
enseñar a morir y nos deberían enseñar a vivir en la fragilidad desoladora de
la enfermedad. Pero todo esto se opone a un ilusorio sentido de plenitud del
ser humano fuerte, sano y joven. Todos sabemos que la decrepitud llega, que el
ocaso llega, que la enfermedad llega y que nos tendremos que enfrentar a
nuestro propio morir.
El discurso sobre la muerte ha
desaparecido. Los velatorios en salas neutras, casi salones burgueses, con el
difunto oculto a la vista, confirman esta ‘ausencia’. Incluso entre los católicos, los familiares no
se atreven a sugerir al enfermo que ha llegado el momento de recibir la unción
de enfermos. En nuestro enloquecido vivir de autómatas, la muerte no tiene
cabida: un episodio desagradable, un desajuste en la perfecta maquinaria de
producción y de eficacia del mundo moderno. Por ello la vejez, la enfermedad y
la muerte nos hallan sin recursos del espíritu para afrontarlas y aceptarlas. Completamente
desprovistos de sabiduría espiritual, la frustración, la depresión y el sentido
de derrota suelen ser los compañeros de los últimos años. Nos habían dicho que
la existencia era plenitud sin fecha y sin límites de dicha, de salud, de
fuerza, de belleza, de optimismo… y nos encontramos frente a una soledad
aterradora que nos hunde y nos deprime.
¿No comprobamos todos los días que el
miedo a morir corre parejo al miedo a vivir, al miedo a enfrentarnos a las
constantes llagas que van apareciendo en nuestro cuerpo o en nuestro corazón?
Esa constante búsqueda de un mundo indoloro nos mete de hoz y coz en un
sufrimiento que nos supera. Por eso mismo, podemos asegurar que la otra cara de
la moneda de la muerte no es la vida, es el amor. Quien ama y es amado se
siente vivo y sin miedo a vivir o a morir. Quien no ama y no es amado ya está
muerto, aunque sus pulmones sigan respirando trece veces por minuto.
Don Guanella
no pretendía únicamente rezar para ganar almas para el cielo, sino también para
que los enfermos pudieran vivir con serenidad sus últimos días. Hoy sabemos que
la mayoría de las muertes se viven en la más absoluta soledad de un aséptico
hospital o de una residencia de ancianos. Lejos quedan la cercanía y la calidez
de la familia. Todo es vivido en una irrealidad que, afanosamente, trata de
ocultar la muerte. El gran tabú que produce vergüenza en nuestras sociedades
ricas y vacías. No queremos hablar de ella, ni que se vea, ni que se muestre.
Todo debe quedar reducido a un incidente imprevisto que hay que olvidar cuanto
antes. Don Guanella pensaba la muerte como un retorno a la patria verdadera. Un
regreso a la Casa del Padre. Al
igual que el Hijo Pródigo: andamos extraviados en esta aventura que llamamos existencia,
y en un momento dado, la campana nos anuncia que hay que regresar del exilio y
volver a la calidez del hogar, al abrazo.
San José, que habitó el silencio como
ningún otro, nos invita a dejarnos acariciar por ese silencio que no es olvido
ni soledad, sino contemplación y luz. La aceptación del gran misterio: la
muerte.
Lejos de las imágenes barrocas de
calaveras lindas y morondas, relojes por donde la arena se escurre velozmente,
velas que se apagan al improviso, el pensamiento de la muerte puede provocar en
nosotros esa sensación plena de que todavía estamos vivos, que aún tenemos
tiempo, y que ese tiempo puede servir para la alegría, la belleza, la bondad y
la verdad.
El 6 de agosto de 1978 moría Pablo VI, el primer Papa que miró al
mundo como su contemporáneo. Dos días después, se publicó su altísimo Testamento que reflejaba bien la
gratitud y el asombro ante la vida, y la esperanza en un mañana: “Fijo la mirada en el misterio de la muerte
y de lo que a ésta sigue en la luz de Cristo, el único que la esclarece; y por
tanto, con confianza humilde y serena. Percibo la verdad que para mí se ha
proyectado siempre desde este misterio sobre la vida presente, y bendigo al
vencedor de la muerte por haber disipado sus tinieblas y descubierto su luz”.
Y continúa: “Por ello, ante la muerte y la separación total y definitiva de la
vida presente, siento el deber de celebrar el don, la fortuna, la belleza, el
destino de esta misma existencia fugaz: Señor, Te doy gracias porque me has
llamado a la vida, y más aun todavía, porque haciéndome cristiano me has regenerado
y destinado a la plenitud de la vida. Asimismo siento el deber de dar gracias y
bendecir: a los que me han traído a la vida, los que me han educado, amado,
hecho bien, ayudado, rodeado de buenos ejemplos, de cuidados, afectos,
confianza, bondad, cortesía, amistad, fidelidad, respeto. Contemplo lleno de
agradecimiento las relaciones naturales y espirituales que han dado origen,
ayuda, consuelo y significado a mi humilde existencia: ¡Cuántos dones, cuántas
cosas hermosas y elevadas, cuánta esperanza he recibido yo en este mundo!”
Solo quien ha vivido la vida
plenamente, puede, al final de la misma, mostrarse agradecido por esta hermosa y
maravillosa fugacidad que es la existencia de cada ser humano. Solo quien ha
sabido tejer en el breve tiempo que le ha sido concedido, con los hermosos
hilos de la generosidad, la verdad, la belleza y la alegría, el tapiz de su
existencia, es capaz, como el Poverello
Francisco de Asís, el más humano de los santos, de bendecir e invocar por
fin a la Hermana Muerte.
Próximo domingo: Cap. 10.-
La alegría de los borriquillos.
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