domingo, 9 de mayo de 2021

Sobre la muerte y el morir

LA OPCIÓN GUANELIANA

9.- Sobre la muerte y el morir.

Hay una semilla de plenitud a pesar de la fugacidad de la existencia.

“Dios nos creó admirables en el cuerpo, grandes en la mente y grandes en el corazón. Nos creó para su gloria, para difundir en nosotros su bondad y felicidad” (L.G.)


           


El hermano Juan Vaccari murió el 9 de octubre de 1971 en Palencia. Y marcó la historia de los guanelianos en España. Muchos años después, leí los diarios que había escrito. Su pensamiento estaba constantemente dirigido a la muerte. En una ocasión había ofrecido su vida en lugar de un enfermo. Pensaba en la muerte, como una salida de este mundo y un ingreso en la Casa del Padre, después de unos años de exilio en la Tierra. ¿Cómo un hombre que pensaba constantemente en la muerte había sido capaz de vivir tan contento y tan alegre en esta vida? Si algo impresionaba de él era su alegría y su desvivirse para que los alumnos estuviésemos siempre contentos. Era un hombre feliz e intentaba que los demás lo fuesen. O mejor dicho: intentaba hacer felices a los demás, y él lo era. 

            ¿Existe un mañana después del cementerio o del crematorio? Los creyentes creen que sí. Los no creyentes dicen lo contrario. Ni unos ni otros aportan argumentos incontestables, porque el misterio de la muerte enmudece a unos y a otros.

Aquel primer homínido que trató con respeto el cuerpo recién fallecido de su hijo, lo enterró aparte, en lugar de arrojarlo al muladar junto a los huesos de un jabalí o de un corzo, y señaló con unas piedrecitas el lugar del enterramiento, ese día se convirtió en hombre e inventó la trascendencia.

Dice George Steiner que el hecho de que nosotros, en nuestras lenguas, utilicemos el tiempo futuro, que seamos capaces de decir frases como “dentro de cinco minutos tomaré un café o mañana nos veremos, el mes que viene estaré en Nueva York, o me jubilaré dentro de cinco años”, es decir, que seamos capaces de proyectarnos verbalmente hacia el futuro, es una especie de intuir la trascendencia. Los seres humanos nos percibimos así porque la raíz de la esperanza está plantada en nuestro ADN. El ser humano con palabras levanta el futuro; con ladrillos verbales construye el mañana. Y si esto es así: el ser humano sueña el devenir y puede hablar de  “la otra vida, más allá de la muerte”.  

Pero la ciencia (todo se puede saber) y la técnica (todo se puede hacer), convertidas en las ideologías dogmáticas de nuestro tiempo, han arramblado con cualquier mañana después de la muerte. Y por lo tanto, el ser humano, convertido en puro biologismo y fisiología, se encuentra, por primera vez, inerme ante la muerte, que es percibida como la  Gran Derrota. Una derrota que no se puede mostrar, ni ver, ni pensar en ella. Lo hemos comprobado recientemente durante la pandemia: la prohibición de mostrar las morgues donde se amontonaban los ataúdes o los hospitales llenos de moribundos, o contar las historias individuales. Los muertos reducidos a fría estadística, sin relato y sin historia.

El creyente se sabe finito, pero no es un ser destinado a la muerte. Dante ya nos aleccionó y nos dijo en su viaje a los círculos del infierno que “los más desgraciados entre todos eran los que no tenían esperanza de morirse”. La vida es hermosa, precisamente por su fragilidad y por su brevedad. Hemos sido convocados a la vida, que no sabemos si será corta o larga, y solo hemos de pensar en dejar este mundo un poco mejor que como lo encontramos al llegar. El creyente sabe que existe la muerte, y, sin embargo, esa diminuta semilla que la fides ha sembrado en su interior niega cualquier victoria definitiva a la muerte.  Y como las tres mujeres que el primer día de la semana fueron hacia el sepulcro, cada creyente siente miedo y se pregunta: “¿Quién nos moverá la piedra?” Y en esta expresión caben todas dudas y las incertidumbres del ser humano ante la fe y ante la resurrección. El creyente sabe que sigue la estela de estas mujeres (¡otra vez las mujeres!) que, en aquella primera mañana del mundo, no se cruzaron de brazos esperando hasta que alguien les removiese la piedra. Con su zozobra y temblor, se pusieron en camino hacia el sepulcro, sin saber, con total seguridad, si encontrarían a un Jesús vivo o a un Jesús muerto. Es esa pequeña candela de esperanza la que sostiene la noche larga de cualquier creyente. La esperanza es hermosa porque es incierta y frágil. Pero también, por eso mismo, es una virtud que se puede cultivar.

            Don Guanella llegaba ya al atardecer de su vida cuando instituyó la Pía Unión del Tránsito de San José. Una asociación que tiene como objetivo la oración por los agonizantes, bajo el patrocinio de San José. Esta Asociación sigue existiendo aún hoy y tiene su sede matriz en la basílica menor de San José en el barrio romano del Trionfale. Luis Guanella había conocido muchas pobrezas. Y vio también la inmensa soledad en la que morían muchos hombres y mujeres, a veces sin nadie que les diera la mano o les bendijera antes de partir.

            En una ocasión estuve en el Archivo de esta Asociación. Lo que más me impresionó, después de hojear un montón de documentos, fue leer las largas listas de soldados inscritos durante la Primera Guerra Mundial. De todos los frentes, llegaban interminables listas de combatientes que se comprometían a rezar cada noche, en las trincheras y en los campos de batalla, por las personas que en ese día llegarían al final de sus vidas, tal vez el propio compañero que esa noche rezaba la misma plegaria.

            Pensar la muerte y pensar el morir constituye, desde que el mundo es mundo, el principio de todos los ritos funerarios y la adquisición, para el ADN del ser humano, del sentido de la trascendencia. Pero también constituye el inicio de la filosofía y el intento de dar respuestas u ofrecer propuestas a todas las preguntas que de verdad importan. Desde que la filosofía no busca la verdad, la pregunta sobre la muerte se arroja al desván de las antiguallas. Nos deberían enseñar a morir y nos deberían enseñar a vivir en la fragilidad desoladora de la enfermedad. Pero todo esto se opone a un ilusorio sentido de plenitud del ser humano fuerte, sano y joven. Todos sabemos que la decrepitud llega, que el ocaso llega, que la enfermedad llega y que nos tendremos que enfrentar a nuestro propio morir.

El discurso sobre la muerte ha desaparecido. Los velatorios en salas neutras, casi salones burgueses, con el difunto oculto a la vista, confirman esta ‘ausencia’.  Incluso entre los católicos, los familiares no se atreven a sugerir al enfermo que ha llegado el momento de recibir la unción de enfermos. En nuestro enloquecido vivir de autómatas, la muerte no tiene cabida: un episodio desagradable, un desajuste en la perfecta maquinaria de producción y de eficacia del mundo moderno. Por ello la vejez, la enfermedad y la muerte nos hallan sin recursos del espíritu para afrontarlas y aceptarlas. Completamente desprovistos de sabiduría espiritual, la frustración, la depresión y el sentido de derrota suelen ser los compañeros de los últimos años. Nos habían dicho que la existencia era plenitud sin fecha y sin límites de dicha, de salud, de fuerza, de belleza, de optimismo… y nos encontramos frente a una soledad aterradora que nos hunde y nos deprime.

¿No comprobamos todos los días que el miedo a morir corre parejo al miedo a vivir, al miedo a enfrentarnos a las constantes llagas que van apareciendo en nuestro cuerpo o en nuestro corazón? Esa constante búsqueda de un mundo indoloro nos mete de hoz y coz en un sufrimiento que nos supera. Por eso mismo, podemos asegurar que la otra cara de la moneda de la muerte no es la vida, es el amor. Quien ama y es amado se siente vivo y sin miedo a vivir o a morir. Quien no ama y no es amado ya está muerto, aunque sus pulmones sigan respirando trece veces por minuto.

Don Guanella no pretendía únicamente rezar para ganar almas para el cielo, sino también para que los enfermos pudieran vivir con serenidad sus últimos días. Hoy sabemos que la mayoría de las muertes se viven en la más absoluta soledad de un aséptico hospital o de una residencia de ancianos. Lejos quedan la cercanía y la calidez de la familia. Todo es vivido en una irrealidad que, afanosamente, trata de ocultar la muerte. El gran tabú que produce vergüenza en nuestras sociedades ricas y vacías. No queremos hablar de ella, ni que se vea, ni que se muestre. Todo debe quedar reducido a un incidente imprevisto que hay que olvidar cuanto antes. Don Guanella pensaba la muerte como un retorno a la patria verdadera. Un regreso a la Casa del Padre. Al igual que el Hijo Pródigo: andamos extraviados en esta aventura que llamamos existencia, y en un momento dado, la campana nos anuncia que hay que regresar del exilio y volver a la calidez del hogar, al abrazo. 

San José, que habitó el silencio como ningún otro, nos invita a dejarnos acariciar por ese silencio que no es olvido ni soledad, sino contemplación y luz. La aceptación del gran misterio: la muerte.

Lejos de las imágenes barrocas de calaveras lindas y morondas, relojes por donde la arena se escurre velozmente, velas que se apagan al improviso, el pensamiento de la muerte puede provocar en nosotros esa sensación plena de que todavía estamos vivos, que aún tenemos tiempo, y que ese tiempo puede servir para la alegría, la belleza, la bondad y la verdad.

El 6 de agosto de 1978 moría Pablo VI, el primer Papa que miró al mundo como su contemporáneo. Dos días después, se publicó su altísimo Testamento que reflejaba bien la gratitud y el asombro ante la vida, y la esperanza en un mañana: “Fijo la mirada en el misterio de la muerte y de lo que a ésta sigue en la luz de Cristo, el único que la esclarece; y por tanto, con confianza humilde y serena. Percibo la verdad que para mí se ha proyectado siempre desde este misterio sobre la vida presente, y bendigo al vencedor de la muerte por haber disipado sus tinieblas y descubierto su luz”.

Y continúa: “Por ello, ante la muerte y la separación total y definitiva de la vida presente, siento el deber de celebrar el don, la fortuna, la belleza, el destino de esta misma existencia fugaz: Señor, Te doy gracias porque me has llamado a la vida, y más aun todavía, porque haciéndome cristiano me has regenerado y destinado a la plenitud de la vida. Asimismo siento el deber de dar gracias y bendecir: a los que me han traído a la vida, los que me han educado, amado, hecho bien, ayudado, rodeado de buenos ejemplos, de cuidados, afectos, confianza, bondad, cortesía, amistad, fidelidad, respeto. Contemplo lleno de agradecimiento las relaciones naturales y espirituales que han dado origen, ayuda, consuelo y significado a mi humilde existencia: ¡Cuántos dones, cuántas cosas hermosas y elevadas, cuánta esperanza he recibido yo en este mundo!”

Solo quien ha vivido la vida plenamente, puede, al final de la misma, mostrarse agradecido por esta hermosa y maravillosa fugacidad que es la existencia de cada ser humano. Solo quien ha sabido tejer en el breve tiempo que le ha sido concedido, con los hermosos hilos de la generosidad, la verdad, la belleza y la alegría, el tapiz de su existencia, es capaz, como el Poverello Francisco de Asís, el más humano de los santos, de bendecir e invocar por fin a la Hermana Muerte.

 


 

 

Próximo domingo: Cap. 10.- La alegría de los borriquillos.



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