Partir, repartir y compartir
Así
dice la letra de una conocida canción de iglesia:
“Te conocimos, Señor, al partir el pan
Tú nos conoces, Señor, al partir el pan”.
El
pasaje de los Discípulos de Emaús siempre me ha llamado poderosamente la
atención. Ayer, al mediodía, cuando paseaba en silencio en el silencioso
claustro de Silos, me detuve una vez más ante el relieve pétreo de Jesús y los
discípulos de Emaús. Tres caminantes descalzos avanzan por el Camino. Y la
imaginación vuela hacia una tarde de hace dos mil años, al camino que de
Jerusalén conducía hasta Emaús.
Dos
hombres apesadumbrados se dirigen a su aldea, a encerrarse en sus casas y a
encerrar con ellos el estrepitoso fracaso de la aventura de Jesús de Nazaret. Le
habían seguido entusiasmados de camino en camino y de aldea en aldea. Otros
muchos le seguían porque su mirada mansa y su palabra verdadera y ‘nueva’
cautivaban a los judíos sencillos y humildes. No era un charlatán más, no era
un fanático más, no era un pedante más. Y desde hace unos meses, como en
susurro, se iba esparciendo un mensaje, una confesión: es Él el que esperábamos,
el que liberará a Israel del yugo de los romanos, como Moisés liberó a nuestros
padres de los egipcios. Sólo Él tiene la capacidad y la autoridad para afrontar
tamaña empresa.
Y soñaban. Había llegado el momento
profetizado por Joel: “los hombres soñarán sueños”. Soñaban los
discípulos y seguidores, campesinos y devotos hombre de fe. Mujeres apaleadas y
jornaleros de vida aperreada.
Soñaban
también estos dos hombres que ahora arrastran los pies pesarosos de llegar.
Ahora el castillo de naipes se ha derrumbado. En pocos días todo se había desmoronado.
Jesús había sido apresado, condenado y crucificado. Los sueños yacían ahora
aplastados en el corral de los fracasos.
Durante
cuarenta y ocho horas estos dos discípulos habían contenido el aliento y habían
permanecido en Jerusalén, sostenidos aún por la débil e increíble promesa de
una resurrección. Pero, transcurrido este tiempo, los discípulos recogieron su
exiguo equipaje y emprendieron el camino de regreso a casa, a las tareas
cotidianas, a la dura realidad. Iban comentando todo esto: cómo ellos habían
sido tan ilusos, cómo las autoridades se habían aliado para condenar a un justo
y cómo Jesús no había ni siquiera intentado defenderse. Hacían bien sus propios
parientes, sus amigos y vecinos en mofarse de ellos, en tomarles el pelo.
¿Dónde está vuestro libertador? ¿Dónde están vuestros sueños?
Cabizbajos
y pesarosos volvían de Jerusalén. Ellos también, como los vencidos en la guerra,
tienen miedo a llegar a su destino. Van ralentizando el paso y, así, no es de
extrañar, que otro caminante les dé alcance y que se entrometa en su
conversación. “¿De qué hablabais? De lo que habla todo el mundo, de Jesús de
Nazaret. ¿Eres tú el único forastero que no sabe lo que ha pasado?” Y en
breves palabras le cuentan el final de la aventura de Jesús. Y entonces el
caminante les suelta una perorata, les da una lección magistral sobre el tal
Jesús de Nazaret. Les dice que todo estaba previsto, porque todo estaba en los
planes de Dios. Pero ellos no le entienden. Le oyen pero no comprenden. Sus
cortas entendederas han sido diezmadas por los últimos acontecimientos. Sin
embargo, el caminante les ha caído bien. No le entienden, pero no se ha mofado,
al menos, de sus sueños, no les ha echado en cara su necedad.
Y
como el día atardece, y las sombras van ganando la batalla diaria a la luz, le
invitan a hacer noche en su casa, a cenar algo en su mesa. Ellos son unos
necios, unos crédulos, unos cabezas locas, pero también unos buenos judíos para
los que la hospitalidad es sagrada.
Y
el caminante acepta y entra en la casa. Y uno de ellos le ofrece agua para las
manos, mientras el otro dispone la mesa. Y el caminante se sienta en medio de
ellos. Y toma el pan y lo bendice como un buen judío. Y les mira a los ojos
como nunca nadie los ha mirado. Y ellos sienten que les está radiografiando el
alma y el corazón. Sienten que les está leyendo sus entrañas, que se está
compadeciendo de su pena, les está consolando y, al mismo tiempo, insuflándoles
una paz que han perdido en el Gólgota.
Parte el pan y les entrega un pedazo. Y entonces sus ojos se abren. Y le
reconocen: “¡Eres tú! Eres Jesús, nuestro amigo y maestro”.
Nadie
parte y reparte el pan así, porque cuando él repartía el pan, repartía también
la luz para ver un poco en sus cavernas interiores. Y repartía la alegría que
les aligeraba el fardo de sus vidas. Y no saben si echarse a sus pies, si
abrazarlo, si cubrirlo de besos, si adorarlo. Lloran de alegría. Lagrimones de
dicha les nublan la vista y, cuando se los secan, él ya no está. Pero ha
estado. Sí, ha estado. No lo han soñado. ¡Lo han vivido!
Afuera
ya es noche ciega. El pan, el vino, el queso, las nueces y los dátiles, el
pescado en mojama están ahí sobre la mesa. Y es de noche, pero ellos no pueden
quedarse en su casa, masticando su felicidad. Tienen que salir a comunicar lo
que han visto y oído. No pueden esperar hasta que amanezca. Toman su manto y se
echan a correr. Ya no sienten el peso sobre sus hombros. Notan que tienen alas
en los pies. Llegan jadeantes. Llegan eufóricos. Se les traban las palabras que
les salen como llamas de fuego de la boca. El Maestro vive y ellos han
caminando con él un buen trecho, pese a que les parecía un forastero
cualquiera, un caminante más. Y que sólo cuando partió y compartió el pan, sí,
entonces lo reconocieron. En ese momento supieron que era él, porque en ese
partir y repartir el pan había algo nuevo, algo diferente, algo que empujaba a
repetir el gesto.
Desde
ese atardecer de Emaús, a los cristianos no se nos reconoce ni por la cruz al
cuello, ni por que vayamos a misa, ni por que hagamos encendidos discursos
sobre Jesús de Nazaret, ni porque recitemos de memoria cien pasajes del
Evangelio. A los cristianos se nos conoce y se nos reconoce cuando partimos
nuestro pan para compartirlo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario