El pasado 22 de febrero moría Venancio Blanco. Vi en muchos
sitios y en muchas exposiciones obras suyas, pero fue en la catedral de
Salamanca, en las Edades del Hombre, cuando su escultura ‘Cristo yacente’ me
subyugó por completo. Curiosamente se trata de una obra de madera, un material
poco habitual en la trayectoria artística de Venancio Blanco. Una cofradía
salmantina le encargo un ‘yacente’, para su paso titular de Semana Santa, pero
la obra no gustó a los cofrades y, de este modo, la escultura se quedó en el taller
del artista.
Se trata de una escultura prácticamente sin policromar.
Vemos la madera de pino de Valsaín al desnudo con todas sus vetas. Pero él supo
transformar esta madera en carne. Venancio no hizo un ‘yacente’ al uso, tal
como los ‘yacentes’ que Gregorio Fernández convirtió en canónicos. Venancio
eligió el momento en que Cristo muerto se incorpora lentamente a la vida. Es el
primer paso de la resurrección. No es ya un yacente, pero todavía no es un
resucitado. Cuando se lo contempla de cerca, se tiene la sensación de que a
Dios le cuesta resucitar a su Hijo, la sensación de que la tortura, los golpes,
las vejaciones, el dolor y la muerte fueron tan reales y tan terribles que se
necesita toda la omnipotencia para restaurar ese cuerpo maltrecho y esa alma
devastada.
Cuantas veces lo he vuelto a ver (en Santa María de Valbuena
o en Salamanca), siempre me he sentido conmovido por esa carne de Cristo que
aún conserva las huellas de la pasión y de la muerte, pero que poco a poco, por
una misteriosa fuerza que ni el mismo cuerpo dolorido parece entender, empieza
a volver a la vida, a respirar, a incorporarse. Dentro de unos momentos el
Cristo se mostrará erguido y triunfante, pero en el momento en que Venancio
Blanco nos lo muestra, todo el dolor parece estar presente: la impotencia y la
debilidad de un Dios ‘mortal’ no han sido aún vencidas del todo.
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