No ha parado de llover durante toda la noche, así que por la mañana la furgoneta avanza a trancas y a barrancas por los
caminos inundados de agua y llenos de baches. Nunca antes había viajado
llevando tan preciosa carga. No es la carga de quien sale del supermercado con
el carrito repleto de alimentos y bebidas, fruslerías o golosinas. De la valiosa carga que
transportamos –lo comprobaré en las horas sucesivas- depende el ‘ir
tirando’ de varias personas ancianas. Cada sábado, la misión de Nnebukwu cumple religiosamente su
tarea. Se abre la despensa, se llenan las bolsas de harina de ñame o
mandioca, de arroz o judías secas, de jabón hecho a mano, de cebollas o pastillas de caldo. Se cargan en la furgoneta y se inicia un viaje hacia los poblados perdidos, hacia las cabañas perdidas, hacia las personas perdidas. Verdadera celebración de un jueves
santo, con su lavatorio y su fracción del pan.
Entre las múltiples pobrezas de este rincón nigeriano, los
misioneros descubrieron muy pronto que muchos ancianos vivían solos y en condiciones deplorables. Los ancianos sin hijos, bien porque la emigración los
hubiese arrancado del poblado o las enfermedades –especialmente el sida- los
hubiese arrancado de la ciudad de los vivos, vivían en situación de auténtica
indigencia, dependiendo en todo momento de la caridad de los vecinos (a veces
con muchas bocas que llenar). Para mayor precisión, habría que decir que, en casi todos los casos, se trataba de mujeres ancianas. Por todo ello, los jóvenes seminaristas cada sábado cargan la furgoneta y, de poblado en poblado, van depositando su preciosa carga a los
pies de los ancianos solos y solitarios. En este viaje (junto a los seminaristas y a Julia García, tuve la ocasión de ver situaciones de auténtica miseria y abandono, como pocas veces he visto en África. Viviendo en chozas desvencijadas o en cuchitriles
malolientes, muchos ancianos, doblados por los años, las enfermedades y los
impedimentos, tenían en la ayuda misionera el único sostén de sus existencias.
Las raciones de alimentos eran el
doble de lo que un anciano podría consumir durante una semana. Pero había motivo para ello, pues de esta forma los propios ancianos podían agradecer con un cuenco de arroz o de harina a los vecinos que les
ayudaban a cocinar, que les aseaban o que acarreaban para ellos agua o leña.
Se va de casa en casa, se les
pregunta qué tal ha transcurrido la semana, si ha mejorado la salud, si
necesitan algo. Una anciana solicita una botella de keroseno para encender el
candil; otra, unas medicinas; otra, una carga de leña. Cubiertas de harapos, en
muchas ocasiones sucios, durmiendo en el suelo o en un duro jergón de chapa,
esperan cada sábado la aparición de sus ‘ángeles’.
Se llaman Matilde, Agnes, Beatrice Chukwua y su miseria era tanta que yo apenas hice uso de mi cámara en aquella
mañana.
¿Cómo no pensar en ese pasaje del
Evangelio en que los discípulos se acercan al Maestro para decirle que la gente
que lo sigue está hambrienta? ¿Cómo no pensar en la respuesta tajante e imperativa de Jesús: ‘Dadles vosotros de comer’?
Puentes: 25 Años de una corriente solidaria.
Nnebukwu-Nigeria, 2005.
Como con tu bisturí de escritura, golpeas con la pobreza nuestro corazones. Enhorabuena por ser participe de la frase : "dadle vosotros de comer" . Muchas gracias por compartir
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