Miguel es sordomudo. Tiene 22 años. Y es
el encargado de controlar el pequeño horno instalado en La Dulcería, el taller
de repostería que funciona desde hace unos meses en el Centro Guanella, para
chicos y chicas con discapacidad intelectual. Este taller ha sido uno de los
últimos proyectos subvencionado por parte de Puentes.
Cada mañana unos cuarenta chicos y
chicas se forman y trabajan en el Centro Ocupacional de la misión Guanella en Ciudad de México. Los más cercanos a la misión, llegan a pie; a otros
tantos los recoge, casa por casa, el microbús de la misión. También
esta microbús fue un proyecto financiado a partes iguales entre tres asociaciones humanitarias: Asci-Italia,
Prokura-Alemania y Puentes-España.
Nada más llegar a la misión, lo primero que
hacen estos chicos y chicas es desayunar como Dios manda; un vaso de
maicena, un plátano asado al horno, y dos tortillas con ensalada, papa, queso y
chile. Algún día me uno a su mesa. Luego, cada chico se dirige al taller correspondiente. Además del taller
de repostería, está el taller de abolorios, el taller de costura y ropa de
segunda mano y también un pequeño huerto y unas gallinas.
A mitad mañana, llega el momento de la gimnasia. El profesor, Arturo, guía una tabla de ejercicios en el patio o en uno de los salones, cuando el tiempo así lo exige. Para algunos de los chicos con necesidades concretas, el profesor tiene un programa específico de rehabilitación. Un tentempié (vaso de zumo y dulce) les espera al final de la hora de gimnasia.
El taller de abalorios elabora
pulseras, colgantes, rosarios, broches, pendientes, collares. Algunos de estos
productos se venden en los mercadillos solidarios que Puentes organiza en España.
En una
pequeña sala un grupo de siete chicos y chicas, Vero, Wendy, Beto, Adriana, Raquel,
Ricardo, Miguel, con sus batas y sus gorros blancos, se afanan en el taller de
repostería. Blanquita, la responsable, extiende todos los ingredientes sobre
una mesa de cocina. Hoy toca hacer unas pastas. Mezclan la harina, los huevos,
las esencias de limón y de vainilla, el aceite. Extienden la masa sobre la mesa y pasan el
rodillo unas cuantas veces. Marcan la masa con los moldes de hojalata y colocan
las pastas crudas en una bandeja. Se las acercan a Miguel. Y es en este punto
cuando él entra en acción. Recibe la bandeja de manos de sus compañeros de
taller. Y lo hace con una sonrisa amplia. Controla la temperatura, abre la puerta,
coloca la bandeja en el centro del horno. Pulsa el cronómetro. Aguarda los 15
minutos. De vez en cuando, echa un vistazo a través del cristal para comprobar que las pastas y
los mantecados van cogiendo el color adecuado. El cronómetro suena. Abre la
puerta, saca la bandeja con las manoplas y se la entrega a su compañero. Y así
sucesivamente. Decir que Miguel es feliz, es poco. Él es el pastelero más
sonriente de México. Y probablemente, el pastelero más dichoso de todo el Universo. Cada mañana, su sonrisa es un descanso y un premio en La Dulcería.
Puentes: 25 años de una corriente solidaria. Ciudad de México, México, 2010.
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