domingo, 23 de abril de 2023

Tolle, lege


           Una tarde del año 385, Agustín está en el jardín de su casa de Milán, inquieto y desasosegado. En su interior se está produciendo una borrasca, una tormenta, una batalla entre la parte del Agustín que quiere hacerse cristiano y la otra parte de Agustín que quiere seguir como si no hubiera Dios. En ese momento llega a su oído la voz cantarina de un niño que repite con soniquete “Tolle, lege; tolle, lege” (Toma y lee, toma y lee). Al principio piensa que se trata de un juego infantil. Pero inmediatamente cree que es la voz de Dios que le invita a tomar el libro y a leer. La epístola de San Pablo a los Romanos está sobre la mesa del jardín, abierta en el capítulo 13, versículo 13, donde se invita a “proceder con decencia, como de día: no en comilonas y borracheras, no en orgías y desenfrenos, no en riñas y contiendas”. En ese preciso instante, Agustín tuvo la certeza que debía adherirse a los seguidores de Cristo.

La primera mujer que presentó una tesis de filosofía en Alemania, Edith Stein, la colaboradora y alumna predilecta de Edmund Husserl, la pensadora profunda, la buscadora de la verdad por los caminos de la razón, la proscrita por las leyes raciales nazis de su tiempo, para enseñar o publicar un libro, tomó un libro al azar de la bien nutrida biblioteca de unos amigos, donde estaba pasando unos días. Era el Libro de la Vida, de Teresa de Cepeda y Ahumada. No pudo cerrar los ojos hasta que lo terminó, justo a las primeras luces del alba. Cerró el libro y pensó “esta es la verdad”. Años más tarde entró en el Carmelo, para acabar finalmente en un horno crematorio de Auschwitz, compartiendo idéntica suerte a la de tantos judíos.

El libro Stoner, de John Willians, arranca cuando el protagonista, nacido en una familia de granjeros humildes, llega a la Universidad de Missouri para estudiar agricultura. Pero un buen día el profesor de literatura, Archer Sloane, se dirige a él: "Shakespeare le está hablando". Stoner escuchó y leyó a Shakespeare y se preguntó qué hacía él en agrícolas. Cambió de carrera. Terminaría por ser profesor de literatura en la Universidad, donde seguiría contagiando a otros el veneno de los libros.

Casi como un deber, Adán Breca, al último momento, metió en la maleta El Quijote y se marchó camino de Italia para vendimiar en una hacienda agrícola, en Umbria, que intentaba recuperar, mediante el trabajo manual, a jóvenes con discapacidad psíquica. Después de las calurosas jornadas en los viñedos y de los cantos con los chicos discapacitados en el patio, se retiró a su habitación la primera noche. Abrió el Quijote. Pasó las noches en blanco y los días en turbio, sólo por seguir avanzando páginas y conociendo cada una de las venturas y desventuras del ingenioso hidalgo y de su escudero Sancho Panza. Alonso Quijano le fue invadiendo el cuerpo como una fiebre imparable. El mundo entero, el alma de cada ser humano, con sus múltiples contradicciones estaban ahí. La realidad entera era quijotesca y sanchopanzana, al mismo tiempo. No había más en esta existencia. Ni menos tampoco.

Como cada 23 de abril se celebra el Día del Libro, precisamente para conmemorar la obra ingente y eterna de dos grandes luminarias del mundo de los libros, William Shakespeare y Miguel de Cervantes.

¿Se lee o no se lee? ¿Se lee poco o se lee mucho? Probablemente nunca se ha leído tanto como ahora. Pero probablemente nunca se han leído tants sandeces y tantas cosas insulsas, insustanciales o tóxicas. La gente se pasa el día leyendo el whatsapp, el twitter, el instagram, el facebook y todos los demás apellidos hoy tan populares y millonarios (en seguidores y en billetes de banco) de las redes sociales. De manera que se lee mucho, pero se leen cosas que difícilmente transforman o se imprimen en la cabeza o en el corazón con huella indeleble. Kafka decía: “Creo que deberíamos leer sólo el tipo de libros que nos lastimen y apuñalen. Si el libro que estamos leyendo no nos despierta de un golpe en la cabeza, ¿para qué lo estamos leyendo? ¿Para que nos haga felices, como dice tu carta? Dios mío, seríamos felices precisamente si no tuviéramos libros, y el tipo de libros que nos hacen felices son el tipo que escribiríamos nosotros si tuviéramos que hacerlo. Pero necesitamos libros que nos afecten como un desastre, que nos duelan profundamente como la muerte de alguien que quisimos más que a nosotros mismos, como estar desterrados en los bosques más remotos, como un suicidio. Un libro debe ser el hacha que rompa el mar helado dentro de nosotros”.

Aunque se empeñen en decirnos que todo es igual y todo tiene el mismo valor, también las lecturas y también los libros, no es así. No es lo mismo el hacer y el decir de Ulises en su viaje hacia Ítaca, que el útimo twit de Georgina Ronaldo sobre sus vacaciones. No son lo mismo los versos amorosos del Cantar de los Cantares, que las declaraciones empalagosas, cada mes, de una actor de moda sobre su último churri. No son lo mismo las voces sonoras de la Casa de Bernarda Alba, de Lorca, que el griterío Sálvame Deluxe. No es lo mismo el  movimiento tumultuoso del corazón de Enma Bovary, que los llantos y los gozos, previo abultado cheque bancario, de Ana Obregón en el Hola. No es lo mismo el “No me mueve, mi Dios, para quererte/el cielo que me tienes prometido”, que la homilía deshilachada y descabalada de un obispo de tercera.

Shakespare te habla a ti. Como te hablan Cervantes, Qohelet, Neruda, Lope de Vega, Natalia Ginzburg, Teresa de Cepeda, Stefan Zweig, Michel de Montaigne, Stendhal, Camoens, Fernando de Rojas, Manzoni, Dostoievski, Goethe, Virgilio,  o el autor de la Iliada...

Los Días del Libro, las Ferias o los programas televisivos dedicados a la lectura, probablemente no sirvan para mucho. Porque a quien no le gusta leer, difícilmente se le convencerá de que lo haga. Y a quien lee y lee de lo bueno, difícilmente se le convencerá de que lea únicamente el whatsapp, el catálogo de Ikea o las ofertas de Amazon.

Los grandes autores de la literatura nos hablan. Los protagonistas de las grandes obras literarias reclaman nuestra atención. Nos pueden hacer más libres, más sabios, más felices o, tal vez, más pesarosos y solitarios. Nos pueden hacer salir de nuestra modorra existencial, despertar de nuestro letargo, trastocar nuestra existencia e incluso enloquecer como le sucedió a don Quijote, y así cantar las verdades, sin callarse una sola, al mundo y a la posteridad. 

Las vidas de ficción de los héroes literarios son más verdaderas que las vidas de los que les dieron vida con la pluma. Don Quijote siempre será más grande que Miguel de Cervantes. Enma Bovary más grande que Gustave Flaubert. Jean Valljean más grande que Víctor Hugo. Aureliano Buendía más grande que Gabriel García Márquez. El Rey Lear más grande que Shakespeare. Dentro de dos mil años Ulises seguirá, astuto e inteligente, navegando por un mar color de vino, ganando o perdiendo, gozando o sufriendo las peripecias hasta llegar a Itaca. Don Quijote seguirá por los siglos de los siglos cabalgando a lomos de Rocinante por la Mancha eterna del mundo, encontrando arrieros, molinos como gigantes, apuñalando cueros de vino, aconsejando a Sancho Panza sobre el buen gobierno de la Ínsula Barataria, sufriendo las burlas de los Duques, y penando de amores por Dulcinea. En cambio, dentro de 24 horas, nadie recordará el último twit de un influencer con millones de likes y de retuiteos. Los grandes, los clásicos de la Literatura Universal, nos invitan a no conformarnos con menos que la excelencia. A pensar en términos de eternidad.






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