En 1992, los policías la vieron durante días
rebuscando entre los contenedores y durmiendo en cualquier banco. Mirada
ausente, temerosa, desorientada y perdida. Y cuando por fin la
recogieron y la llevaron ante la asistenta social de la zona, a esta sólo se le
ocurrió acercarla al Techo Fraterno, una casa de los misioneros guanelianos en un barrio
periférico de Ciudad de México, allí donde Cristo perdió el zapato. Nada más llegar a
esta casa, comió con apetito, se aseó lo mejor que pudo y durmió durante horas,
quizás días.
Le preguntaron su nombre, pero la mujer, de edad
indefinida, no sabía o no podía hablar. Le pusieron un lápiz en los dedos para
que escribiera su nombre y ella lo miró y lo volvió a mirar con alegría
infantil pero sin atreverse a acercarlo al folio. No sabía escribir ni leer,
evidentemente.
En los días siguientes, por señas, intentaron que les dijese dónde vivía, dónde estaba su familia, qué hacía... todo fue inútil. Incluso llegaron a pasearla en coche y a pie por el barrio donde los policías la habían recogido por si reaccionaba ante una casa, una calle, un viandante conocidos. Nada que hacer. Misión imposible.
Finalmente, pensaron que lo mejor para la buena mujer es que se quedase a vivir en el Techo Fraterno. Le pusieron un nombre. Le llamaron María Guanella, como la madre del Fundador de la Congregación. En el fondo, era una mujer tan pobre que no tenía ni siquiera nombre. ¿Lo había tenido alguna vez? ¿Se había negado María a hablar por señas de su familia, de su casa, porque nunca las había tenido o porque, con ese instinto de supervivencia que sólo tienen los niños y los desvalidos, intuyó que era mejor no revolver el pasado, y que los pocos días que llevaba en el Techo Fraterno habían sido días felices sin miedos y sin temores? ¡Es tan compleja el alma humana, tan laberíntica y tan insondable!
En los días siguientes, por señas, intentaron que les dijese dónde vivía, dónde estaba su familia, qué hacía... todo fue inútil. Incluso llegaron a pasearla en coche y a pie por el barrio donde los policías la habían recogido por si reaccionaba ante una casa, una calle, un viandante conocidos. Nada que hacer. Misión imposible.
Finalmente, pensaron que lo mejor para la buena mujer es que se quedase a vivir en el Techo Fraterno. Le pusieron un nombre. Le llamaron María Guanella, como la madre del Fundador de la Congregación. En el fondo, era una mujer tan pobre que no tenía ni siquiera nombre. ¿Lo había tenido alguna vez? ¿Se había negado María a hablar por señas de su familia, de su casa, porque nunca las había tenido o porque, con ese instinto de supervivencia que sólo tienen los niños y los desvalidos, intuyó que era mejor no revolver el pasado, y que los pocos días que llevaba en el Techo Fraterno habían sido días felices sin miedos y sin temores? ¡Es tan compleja el alma humana, tan laberíntica y tan insondable!
Yo la conocí en diciembre de 2010, cuando
visité los proyectos de Puentes en ese país. Entre estos proyectos estaba el
sostenimiento del Techo Fraterno (centro para personas mayores). La recuerdo
perfectamente. Su pelo cortito y blanco, su batita humilde, su andar trabajoso
(en los últimos tiempos, me dicen, iba en silla de ruedas). Pero siempre que te
acercabas a ella, se reía. ¿Era su forma de agradecer a todas las personas que
la trataban con consideración y con simpatía? ¿Era la sonrisa su manera de
decir a los demás que se encontraba a gusto y feliz en esta casa? Si la sacaban
a bailar, bailaba; si la llevaban de paseo, enseguida se disponía a andar. Le
gustaba ver la televisión y ejecutar las sencillas tareas domésticas que la
asignaban, como regar las plantas o barrer el patio…
El primer domingo que pasó en el Techo Fraterno, la
llevaron a misa y ella, al entrar en la capilla, hizo la señal de la cruz. ¿Un
viejo recuerdo de infancia cuando iba, quizás, como todos los niños a la misa
dominical? ¿Un reconocimiento a ese Dios en cuya casa se encontraba?
En mayo de 2016, la abuelita Mari, como le llamaban en el Techo Fraterno se apagó. Murió rodeada de afecto, atendida y cuidada en la que había sido su casa durante los últimos veinticuatro años. Y dejó, en los que la conocieron, incluidos los muchos voluntarios italianos y españoles, un dulce recuerdo. El funeral cálido y afectuoso que
le han dispensado en México da prueba de todo ello. Hasta el último momento,
María Guanella fue amada humanamente.
Se da la casualidad de que, tras años de papeleos y
papeleos, la Administración de México reconoció a esta mujer con el nombre de
María Guanella, y su nombre fue inscrito en el registro a tal efecto. Por fin, esta mujer existía para la República Federal de México, aunque llevaba ya muchos años 'existiendo, siendo y estando' para sus amigos del Techo Fraterno. La abuelita Mari es
-ha sido- uno de esos casos donde resplandece el genio del cristianismo, según la expresión tan acertada de René de Chateaubriand.
Una
mujer sin casa, de escasa inteligencia, sin cultura, sin pan, sin familia, sin hogar, sin nada,
sin nombre siquiera... es reconocida en su dignidad, y llamada a presidir la mesa
de la fraternidad, la mesa familiar de casa Guanella. Lo esencial, ya lo decía Saint-Exupéry, es invisible a los ojos.
Puentes: 25 años de una corriente solidaria. Ciudad de México, México, 2010.
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