Tepetzintan. Hace algunos años, el matrimonio
formado por Domingo y Mari donó, en el centro del pueblo, al lado de la
iglesia, un terreno sobre el que los misioneros guanelianos levantaron una casa, austera
pero digna. Era su vivienda cuando venían aquí a hacer pastoral. Y servía también de alojamiento a los voluntarios laicos que en verano se acercaban a esta aldea para ayudar a la gente del pueblo y para hacer actividades escolares y de ocio con los niños que aquí viven.
Desde hacía años, las autoridades habían prometido construir una escuela grande y cómoda en el centro del pueblo, pero se había quedado en
promesas, letras escritas en el agua. Así que, de momento, esta casa funciona como escuela, e incluso como
internado. ¿Y cómo se ha llegado a esto? En Tepetzintan las casas están diseminadas
en un área de casi cuatro kilómetros. Cuando empieza la estación de las
lluvias, los muchachos difícilmente pueden recorrer esas distancias bajo la lluvia
torrencial, por senderos intransitables llenos de charcos. El absentismo era grande y preocupante. Muchos niños perdían semanas enteras de clase. Fue
entonces cuando se decidió que los niños que ocupaban las casas más alejadas del centro de la aldea residiesen en la escuela de lunes a viernes, en régimen de internado, y que el viernes a mediodía volviesen a sus casas. Y así, la casa parroquial se convirtió en escuela; después, la escuela se convirtió en internado.
En
una habitación hay literas para 15 estudiantes. Pero no son suficientes. En
la sala que funciona como aula están apilados los colchones de espuma.
Cuando llega la noche, se amontonan los pupitres y se esparcen los
colchones por el suelo. Los pupitres a su vez se usan como mesas de comedor
para desayuno, comida y cena.
En el pasillo veo cajas con alimentos que
sirven para dar de comer a los veinte niños y niñas que aquí tienen su casa de lunes a viernes. En una pequeña cocina una mujer, literalmente atrincherada entre pucheros y cazuelas, platos y vasos, y cajas de alimentos, atiza el fuego mientras las tortillas de maíz, alimento básico en México, se van dorando.
Miro cada rincón, cada colchón, cada mesa, cada libro, cada plato y cada cazuela. Esto
es todo lo que hay. Estos chicos y chicas aquí estudian juegan, duermen, cocinan, se asean
y conviven. Aquí estudian alrededor de unos 50 niños y niñas, entre internos y
externos. Es una escuela pobre, pero no es una pobre escuela.
Escuela pobre es aquella en que la indiferencia o el pasotismo se ha apoderado de los alumnos y de los maestros. Una escuela pobre es aquella en la que el deseo de aprender se ha marchitado y el respeto brilla por su ausencia.
Pienso en tanto fracaso escolar en España, en
tantas quejas de los padres, de los alumnos, de los profesores. La queja forma
parte de los países ricos. Tenemos todo y quisiéramos tener más que el todo.
Todo es frustración y todo es echar la culpa al sistema. ¡Qué bien les haría a
los niños de los países ricos pasar un mes en esta escuela! Probablemente, no
se volverían a quejar en su vida.
Algunos niños nos siguen durante la
visita a la escuela, atentos a lo que comentamos y a lo que preguntamos. Le
digo a uno de ellos: “¿A ti qué te
gustaría ser de mayor?” Me contesta: “Profesor.
Voy a estudiar mucho para ser maestro”. Le pido que se siente ante un un pupitre para
hacerle una foto. Probablemente el hecho de que no me ría de sus sueños hace que le caiga simpático y que, más tarde, al subirme al coche, de regreso a Amozoc, me
diga "gracias", al darme la mano.
La escuela de Tepetzintan, con todas sus carencias, es una escuela hermosa, porque ayudará a sacar de la indigencia cultural a unos niños y les ofrecerá herramientas para cultivar sus mentes y sus corazones. Les enseñará a pedir las cosas con respeto y a decir "gracias" cuando llegue el momento. En la escuela de Tepetzintan, con todas sus limitaciones, aprenderán lo que es caminar con dignidad por la vida y a ver dignidad en los que les rodean.
Puentes: 25 años de una corriente solidaria. Tepetzintan, México, 2010.
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