El 11 de diciembre de 2010 apunté en
mi dietario: “Un día memorable”. A
primera hora de la mañana, Roberto, Ángeles, Hortensia, de Grupo Misionero de
Amozoc, y sor Carmen y sor Gregoria, me recogieron en el coche con destino a
Tepetzintan. La aldea está situada en la Sierra Norte de Puebla, a una altitud
de 2100 metros, con un altísimo nivel de
humedad, en medio de un bosque espeso y salvaje, apenas roto por algún claro donde quedan
diseminadas aquí y allá algunas casas. El sol picaba y el sudor se hizo presente en todo mi cuerpo nada más bajar del coche. ¡No quiero imaginarme esto en pleno verano!
La mayoría de personas hablan sólo náhualt,
aunque los más jóvenes, que mal que bien han acudido a la escuela, pueden también comunicarse en español. Las mujeres van bien aseadas y llevan pendientes en las orejas y collares en sus cuellos. Casi todas ellas visten a la vieja usanza prehispánica, con sus coloridos huipiles (palabra náhualt que significa túnica holgada y bordada). No es un traje de
fiesta, ni un reclamo folclórico. Es la ropa que llevan tanto para recolectar
café, como para lavar en el río. Muchos hombres visten aún pantalones bombachos y blusones blancos. Muchas mujeres caminan descalzas. Me dicen que
para estar en contacto con la tierra, que es la que dona la fertilidad y asegura los ciclos de la vida y el paso regular de las estaciones.
Desde hace algún tiempo el Grupo de
voluntarios de Amozoc sube hasta este rincón perdido para traer medicinas para
los enfermos y 'despensas' (bolsas con comida) para los más necesitados, que
suelen ser los ancianos y los enfermos.
Nada más llegar a la aldea, nos dirigimos a la iglesia, donde
nos espera el catequista responsable. Nos da una lista de las personas
necesitadas o enfermas. Nos dividimos en dos grupos. Durante cuatro horas,
visitaremos enfermos y otras personas en situación de extrema pobreza. En fila
india, por estrechos senderos, atravesamos el bosque hasta llegar a la casa
indicada. Humildes casuchas construidas con bambú o con tablas y con cubiertas
de barro. Casas desvencijadas. Casas construidas en terrenos inclinados y sin
pavimentos, solamente la tierra pisada. En algunas casas, una pequeña placa de latón
dice ‘Piso firme – Gobierno Federal’, quiere decir que la familia ha recibido
una subvención para comprar cuatro sacos de cemento y echar el piso. Muchas
casas tienen una sola estancia con varios camastros, y una cocina de leña,
donde alguien, indefectiblemente, está haciendo tortillas. No hay salida de
humos. Las ropas aparecen siempre colgadas en cuerdas. Y no sólo porque
carecen de armarios, sino porque estos serían inservibles, ya que allí dentro,
por culpa de la humedad, la ropa se pudriría. Hay muchos gatos por todos los sitios. Me dicen que mantienen las víboras a raya. Se ven perros cansados, gallinas indiferentes y varias colmenas.
Llegamos a la casa de una de las
enfermas, Lupe. Está echada en un camastro, pero al vernos se intenta incorporar
un poco. Los familiares conocen a los voluntarios y nos tratan con simpatía. La
saludamos, nos interesamos por su estado, le entregamos las medicinas y un bolsón con alimentos. Me ofrecen una infusión
y yo miro a Roberto para que me indique si debo beberla o no. Me hace señas
para que acepte. Me la bebo, fuerte y amarga, pero euforizante.
En otra casa visitamos a la mujer más anciana del lugar. Va vestida con su huipil. Vive con su hija y la numerosa
prole de ésta. Le hago algunas preguntas a les pido a la madre y a la hija que posen juntas para una foto. Todo el diálogo tiene
que ser traducido del náhualt al castellano y viceversa. Cuando nos despedimos,
me dice por señas que me espere y sale de la casa. Vuelve un par de minutos
después, con un par de huevos del gallinero y me los ofrece con una sonrisa. Es su manera de dar las gracias. Y para mí es uno de los regalos importantes que he recibido he recibido en mi vida. La abrazo. Acepto su regalo, tal vez de escaso valor material, pero de inestimable valor moral, porque, cuando un pobre ofrece un regalo, lo que está ofreciendo es la expresión de su gran dignidad. Y lo único que te pide es que tú reconozcas esa dignidad.
Puentes: 25 años de una corriente solidaria. Tepetzintan, México, 2010.
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