viernes, 11 de agosto de 2023

AdD: Silencio y quietud frente a un icono

 


Durante unos años me senté cada miércoles por la tarde, en silencio y quietud, ante un icono. Amigos del Desierto (AdD), la asociación fundada por Pablo d’Ors, se cruzó en mi vida. Y junto a ellos recorrí un tramo de ese camino al que llamamos existencia. Es justo mostrarse agradecido hacia quien, con ternura, te permitió compartir su misma mesa, en este caso una mesa con abundantes alimentos para el espíritu.

           Pablo d’Ors llegó a mi biblioteca con su libro “Biografía del silencio”, que luego alcanzaría un éxito clamoroso en varios países. El libro me causó una grata impresión porque reclamaba la necesidad de silencio y quietud en una sociedad de ruido atronador y activismo conpulsivo.


            Sin embargo, fue su biografía sobre Charles de Foucauld, El olvido de sí, lo que me hizo colocar e Pablo d’Ors en mi “Liber Amicorum”. Solamente alguien que camina con soltura por los adentros y que conoce los vaivenes del corazón, sin juzgarlos, puede adentrarse en la existencia de un pecador, de un converso, de un místico y de un hermano universal, como lo fue el pequeño morabito del desierto. No soy nada mitómano, pero en una ocasión en que Pablo vino a dar una conferencia a mi ciudad, le pedí que me dedicase el libro (sólo lo he hecho con Miguel Delibes y José Jiménez Lozano).

            A partir de ese momento, empecé a seguir la trayectoria literaria de Pablo d’Ors, y a leer otros títulos. Pero también la peripecia espiritual de un sacerdote y escritor que estaba desbrozando maleza en el ‘campus” católico, y abriendo una senda nueva que luego pudieron transitar otros. Esta nueva senda recibiría finalmente el nombre de Amigos del Desierto.

            Algún tiempo después, una amiga me dijo que ella formaba parte de un pequeño grupo de meditación que se reunía para hacer silencio, siguiendo el camino iniciado por Pablo. Me uní al grupo.


            En un par de ocasiones, tuve la suerte de escuchar a Pablo d’Ors y luego compartir mesa y sobremesa con él y el resto de Amigos del Desierto. Recuerdo y guardo cada uno de estos dos momentos. El “maestro” no parrafeaba, sino que escuchaba nuestros sentimientos o puntos de vista y, cuando intervenía, lo hacía como quien ofrenda con humildad un don, nunca como quien impone un dogma. La forma de abrazar de Pablo de la Amistad era también la del amigo que se ocupa y se preocupa por sus amigos.

            Volvamos a los encuentros de cada miércoles. Recuerdo la primera vez: Una sesión de tres tiempos de media hora escasa cada uno, de un silencio y de una quietud totales, se me hizo eterna. Mi cabeza borboteaba como puchero de agua hirviendo. Los pensamientos y las imágenes acudían como flechas veloces a mi cabeza. La mente se resistía a cesar su actividad durante unos segundos…¡No te digo durante media hora!

Creo que no fui un buen alumno, sinceramente. Y que nunca progresé mucho en ese vivir sosegado y silencioso de los seminarios, como así se llamaban estos encuentros. En casa, intentaba seguir, mal que bien, las instrucciones de Franz Jalics, libro de cabecera de los Amigos del Desierto, titulado Ejercicios de contemplación. No me resultaba fácil seguir el ritmo implacable, casi matemático, de este sabio que murió no hace mucho.

Y sin embargo, los seminarios me gustaban. Me suponían esfuerzo y disciplina, tenía que ir a la otra punta de la ciudad... Pero el encuentro con los otros “amigos” me reforzaba y me estimulaba a seguir y a continuar, aún en medio de una “sequedad” de espíritu, a veces bien grande.



Recuerdo, eso sí, el espíritu de respeto que se respiraba nada más abrir la puerta de la estancia, la servicialidad de todos para preparar el aula, el cese de cualquier parloteo o distracción. El icono de La Trinidad o de la Hospitalidad de Abrahán, del maestro ruso Andrei Rublev presidía la sala. Tres velones ‘trinitarios’ ardían alrededor. Se apagaban las luces. Cada uno se inclinaba delante de su sitio. El rezo del Himno del Espíritu Santo soplaba por la sala. Y para finalizar cada tiempo, se recurría a una de las más hermosas oraciones surgidas en el ámbito cristiano: ‘La Oración del Abandono’, del propio Charles de Foucauld, inspirador del movimiento fundado por Pablo. Y empezaba el gran silencio. Cada uno comenzaba a surfear en su interior, sin más ayuda que una postura correcta, una respiración acompasada, un mantra personal. Entre el primer y el tercer tiempo de gran silencio, había un segundo tiempo. Se leía un texto, se reflexionaba y se comentaba. Cada uno libremente podía expresar lo que ese texto le había sugerido. Pero no había debate. Las reflexiones caían sobre la sala, como cae la lluvia bienhechora en una tarde cualquiera de primavera. Recuerdo la sinceridad y la profundidad de muchas reflexiones, algo que solo el corazón puede pronunciar sin equivocarse. Me hicieron mucho bien.

            A menudo se nos invitaba a una danza. Sencillez de movimientos que subrayaban la realidad del cuerpo que es parte esencial de este aprendizaje. También las secuencias cantadas formaban parte del seminario. El primer día, al finalizar la última 'sentada', después de haber danzado en corro esa hermosa melodía “Hoy empieza una nueva era / las lanzas se convierten en podaderas / de las armas se hacen arados / y los oprimidos son liberados…”, alguien gritó: “Viva la madre que nos parió”. Pensé que era un exabrupto de un deslenguado. Pero no; era una marca de la casa. Un grito alegre que remite a lo más tierno y bendiciente del mundo: la madre.

            Con el tiempo, entendí mejor que el mensaje de Pablo d’ors y de los que con él habían construido Amigos del Desierto, era verdaderamente un mensaje oportuno y necesario para este momento actual, en el que cristianos y no cristianos se entregan a diario a un ruido interior de preocupaciones, frustraciones, deseos insatisfechos, traumas, expectativas....

Y verdaderamente oportuno y necesario, porque en esta sociedad nuestra no sabemos estarnos quietos. Metidos, desde pequeños, en mil historias de activismo, y de hacer por hacer, todo lo queremos ver, probar, experimentar. Y casi todo ello para atontar el espíritu y para entorpecer el alma.

            Es verdad que, en más de una ocasión, tuve la sensación de que la espiritualidad de Amigos del Desierto, daba mucha importancia al yo, a la paz interior, al dejar fluir, a la no intervención, en resumen, una cierta “indiferencia” ante las mil pobrezas que solicitan nuestra “mandato del amor”, y no sólo nuestra “compasión”. Y a veces esa parte de mí que se había educado en “lo primero, la ayuda al prójimo”, se lamentaba y protestaba. Todo esto lo digo, como una impresión personal. Porque luego, en el miércoles a miércoles, lo que yo veía en mis compañeros de “quietud y silencio”, era una extraordinaria amabilidad y una disponibilidad para cualquier mínimo servicio. Yo, que no tengo coche, nunca tuve que volver a pie o en autobús, sino que cada miércoles encontraba un ofrecimiento para acompañarme hasta la puerta de casa.

            De ahí, que sólo sienta gratitud hacia los que cada miércoles nos encontrábamos, silenciosos y quietos, ante el icono de la Trinidad, cada uno con su alma a solas, pero a la vez con la seguridad de compartir una misma inquietud y una misma búsqueda.



            Los nombres de todos ellos, sus rostros y algunas de sus historias personales están ahí, en el ‘sagrario’ del alma. Tal vez me olvide de alguno -y pido perdón- pero no puedo dejar de recordar y pronunciar, bendiciendo, sus nombres: Pablo, Pili, Joaquín, Lucía, Manolo, Pilar Rico, Leandro, Elena, Agustina, Eliseo, Pilar Cabero, Marisol, Celia, Yolanda, Manuel, Roberto, Isabel, Bea, Socorro… Y Luisa, que marchó en silencio hacia un lugar de Luz. 

            Sin duda, a esa religión que llamamos cristianismo sólo pueden pertenecer los sedientos y los hambrientos… Nunca los saciados ni los satisfechos. Sí los pecadores y hasta los ‘pluscuanimperfectos’. Sin duda, aquellos amigos del Desierto que frecuenté y que tanto me enseñaron forman parte de la tribu de los buscadores… Y por ello, en aquel sótano de la parroquia del Beato Florentino, muchas tardes pudimos y quisimos cantar los hermosos versos de Luis Rosales: “De noche, iremos de noche / que para encontrar la Fuente / sólo la sed nos alumbra”, mientras tres candelas chisporroteaban alrededor de los ángeles a los que Abrahán acogió y sirvió, a la sombra de la encina de Mambré. Todo en esta vida es gracia.



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