Nunca sabremos qué imágenes revolotearán en nuestra cabeza antes de cerrar
los ojos definitivamente. ¿El viejo olmo bajo cuya sombra jugábamos de niños?
¿Los labios que temblaban ante el primer beso? ¿El baile de la fiesta del
pueblo una noche cualquiera de juventud? ¿El peso leve de nuestra hija recién
nacida sobre el pecho? ¿La última caricia a nuestro padre enfermo?
Querido Emiliano:
Cada uno de nosotros, al menos de los que te conocimos, intenta evocar
recuerdos de ese tiempo en que aún vivías y compartías techo, mesa, plaza y
abrazo.
Cada muerte de un ser querido, de un amigo, nos hiere un poco. Y aunque la
vida sigue, y lo repetimos después de cada funeral, todos caminamos un poco más
renqueantes y torpes, porque las ausencias de los que nos dejaron duelen a
nuestro corazón. Y sin embargo, es verdad que somos la suma de los que se
cruzaron en nuestra existencia y nos la pusieron un poco más fácil y llevadera,
nos dieron cariño o ejemplo, sabiduría o admiración. Por eso nos negamos a que
los muertos amados mueran del todo. Y a cada paso, memoria y corazón los
resucitan de nuevo.
Comparto –compartimos- la tristeza por tu pérdida, querido Emiliano. O, al
menos, nos unimos en sentimiento pesaroso a tu mujer, Petri, a tus
hijas, Inma y a Noelia, y a tu familia. Pero esta despedida, además de
pésames y lágrimas, es también un momento de agradecimiento por una existencia
que “es río que va a dar a la mar”, como nos enseñó el poeta.
Una infancia rural y austera en Ribas de Campos, una adolescencia
que conoció el duro trabajo de la tierra, con sus lluvias y sus soles, un
espíritu de trabajo y de sacrificio que te fue curtiendo y endureciendo… Luego
llegaría el trabajo en Fasa. ¿Cómo te ibas a quejar, después de muchos
años de sudor campesino, de los turnos y del trabajo en cadena de la fábrica?
Tuviste siempre, querido Emiliano, una actitud de reconocimiento y gratitud
hacia la vida, una ilusión grande en tus ojos. En tus años de infancia, con
tantas privaciones, tal vez ni te atrevías a pensar que un día podrías tener
acceso a una casa cómoda, a que tus hijas fueran a la Universidad, a que
pudieras viajar y conocer el mundo, algo que se convirtió en tu gran pasión.
La entrada de Inma y Noelia en el Centro Juvenil Guaneliano de
Palencia abrió delante de ti un horizonte que ni siquiera hubieras osado soñar
de pequeño. Voluntariado con los chicos con discapacidad de Villa San José.
La posibilidad de ser útil a las necesidades de la comunidad guaneliana, ya
fuese para hacer de chófer, colocar unos muebles, ayudar en el invernadero,
preparar la paellada de Villa San José o echar una mano en los menesteres
humildes de Puentes Ongd. Y lo que es más importante: empezaste a formar
parte de un grupo de creyentes guanelianos, “los Cooperadores”, con el
que no sólo compartías la fe, la solidaridad y la formación, también las
preocupaciones, las alegrías, los afanes y los sueños de los otros miembros,
hasta sentiros una verdadera familia, con sus mesas y sobremesas en miles de sábados
de encuentros, cenas y partidas de cartas. Y también conociste y viviste
una manera de creer distinta: la paternidad y la misericordia de Dios reemplazaron
a la implacable justicia de un Dios aprendido en el catecismo de la escuela y
la parroquia del pueblo. Tuviste la oportunidad de conocer los lugares
guanelianos de Italia, México, Colombia. La alegría por esta pertenencia
a la Familia Guaneliana no te abandonaría ya nunca.
Viviste la jubilación, no como una tiempo de descanso, de no dar palo al
agua, de sofá y televisión, sino y sobre todo, como una etapa en la que el
mucho tiempo libre te permitía hacer algo para facilitar la vida a los demás:
cuántos viajes entre Valladolid y Palencia para echar una mano y atender a tus
nietos: Miguel, Ángel, Gabriel y Jimena, para seguir acompañando a los
chicos de Villa San José, para compartir con ellos comida cada semana, para
hacer de ‘manitas’ doméstico allí donde se te necesitaba.
Personalmente, quiero evocar un momento: Una noche de septiembre en
Población de Campos. Una cena de peregrinos, una larga conversación en una
chapurreada lengua franca, una oración emotiva y unos cánticos alegres. Estabas
feliz. No lo eras, pero parecías el más joven de todos nosotros.
Y hay otro plan que quiero recordarte y que no pudo ser: visitar y
mostrarme las ruinas del monasterio de Santa Cruz de Ribas de Campos, entre
cuyas piedras y zarzas habías correteado de niño.
Fuiste agradecido con la existencia y esta te bendijo abundantemente.
Conservaste hasta el final la energía robusta y alegre de un campesino, el
orgullo sano por tus hijas, tus yernos y tus nietos, el aprecio por la Familia Guaneliana,
los abrazos calurosos y la acogida a los amigos. Petri y tú mantuvisteis la
casa abierta, el vaso de vino y el trozo de pan preparados. ¡No es poco!
La vida, al final de tu vida, te concedió un hermoso viaje. Un viaje para
asistir a un acontecimiento familiar en Colombia. Fue una despedida acorde con
tu personalidad: celebrar la vida, la familia, los amigos, los paisajes, el don
precioso de los encuentros.
Lo escribió Pedro Casaldáliga para hablar de sí mismo. Pero bien valdría
para ti, querido Emiliano, y así te lo recito.
“Al final del camino me dirán:
—¿Has vivido? ¿Has amado?
Y yo, sin decir nada,
abriré el corazón lleno de nombres.”
No te olvides, querido Emiliano, de recordar a Dios nuestros
nombres y nuestras pobres historias.
No hay comentarios:
Publicar un comentario