Treinta
años antes, justo en el día del Yon Kippur judío (15-16 septiembre) había
nacido en Breslau, Alemania (hoy Wroclaw, en Polonia) en el seno de una familia
judía. A los dos años quedó huérfana de padre. Su madre, profundamente devota,
no logró transmitir la fe a su hija que, a los 15 años, abandonó toda práctica
religiosa. En los estudios empezó a destacar de manera sobresaliente. Dotada de
una inteligencia brillante, pronto se decidió por los estudios
filosóficos.
En
1917 defiende ante Edmund Husserl (probablemente el filósofo más renombrado del
momento) su tesis “Sobre el problema de la
empatía”. La universidad de Friburgo le otorga el summa cum laude, impensable en la cátedra de filosofía y más
impensable para una mujer. De hecho fue su condición de mujer lo que la impidió
ser propietaria de una cátedra. Se convirtió en la asistenta de Husserl, cuya
obra sobre la fenomenología (desplazar al sujeto como protagonista de la teoría
del conocimiento y centrarlo en las cosas mismas, en el ‘fenómeno’ -que en
griego significa ‘lo que aparece’- afirmando que el mundo existía con
independencia de la conciencia humana), estaba cambiando la filosofía mundial.
Otro
acontecimiento doloroso vino a sumarse a toda esa ebullición que se estaba
produciendo en su interior: La muerte de su gran amigo, Adolf Reinach. Este
hecho la impresionó profundamente. Pero
fue la actitud de su viuda, Pauline, a la que visitaba a menudo, lo que marcó
un hito importante en su acercamiento al catolicismo. En la fe de Pauline en la
vida eterna y en el consuelo que Jesús le ofrecía y la manera en que aceptó el
misterio de la cruz, Edith descubre la existencia de un amor sobrenatural.
Entre
1916 y 1921, Edith Stein empezó a tomar contacto con el cristianismo. Leyó a San
Agustín y a Ignacio de Loyola. Un día, cuando se encontraba visitando la
catedral católica de Frankfurt, vio que entraba una mujer del mercado para
hacer una breve oración ante el Santísimo: “En
las sinagogas y templos que yo conocía, íbamos allí para la celebración de un
oficio. Aquí, en medio de los asuntos diarios, alguien entró en una iglesia
como para un intercambio confidencial. Esto no lo podré olvidar jamás».
Unos
meses después de toparse con la Vida de Teresa de Jesús, recibe el bautismo en el seno de la Iglesia
Católica. Era el 1 de enero de 1922. La prueba más dura para ella fue
comunicárselo a su madre, una ferviente judía, en un momento en que el
antisemitismo crecía como un incendio, y no solo en Alemania. Inteligente,
brillante y disciplinada, Edith Stein no para de escribir, de leer y de dar
conferencias u organizar los escritos de Husserl, y eso desde las seis de la
mañana hasta las 12 de la noche. Pero los tiempos turbulentos están llegando y el
poder nazi hace sentir cada vez más su bota de hierro sobre la Universidad. Las
destituciones están a la orden del día, lo mismo que la prohibición total de
publicar libros o dar conferencias para los intelectuales judíos. Ella tiene
que abandonar sus aspiraciones universitarias y dar clase en colegios
católicos. En sus escritos y en sus conferencias, defiende, con su lúcida
inteligencia, el papel de la mujer en la sociedad. La situación del pueblo
judío la llena de angustia. Escribe al Papa para que condene la persecución
contra los judíos.
En
1933, privada, como judía, del derecho a enseñar y a hablar públicamente, Edith
pide entrar en el convento carmelita de Colonia. Cambia su nombre por el de
Teresa Benedicta de la Cruz. Tiene 41 años. En el convento, animada por sus
hermanas, prosigue sus estudios y escritos filosóficos. Allí dio fin a su libro
Ser finito y ser eterno, que no pudo
publicar por las prohibiciones judías. Estaba en el convento cuando se organizó el plebiscito para decir ‘sí’ a los plenos poderes del Fuhrer. Ella no
tenía derecho a voto por no ser aria, pero, a la caída de la tarde, dos
funcionarios del Reich se presentaron en el convento de Colonia, echando de
menos su voto. Juzgó entonces prudente no revelar su condición judía, lo que
hubiera sido temerario, pero no se recató de decir: “Si estos señores conceden tanto valor a mi ‘no’, yo no puedo
rehusárselo”, y fue a votar.
A
finales de 1938, ante el cariz que estaba tomando la política en Alemania,
Edith Stein se traslada el convento carmelita de Echt, en Holanda. Allí la
alcanzará su hermana Rosa, también carmelita. Poco después redacta su
testamento, como un presentimiento de lo que la esperaba. En él imploraba al
Señor que tomara su vida “por la paz del
mundo y la salvación de los judíos”. Cada día es más consciente de
pertenecer a un pueblo, el judío, que está siendo torturado y eliminado.
Holanda es invadida. Los obispos holandeses publicaron una carta para ser leída
en todos los púlpitos de Holanda. En contra de las autoridades del país,
condenaban los actos antisemitas e invitaban a los católicos a proteger a los
judíos. Pocos días más tarde, como venganza, empezó el arresto de los ‘judíos
de religión católica’. El 2 de agosto de 1942, Edith Stein y su hermana fueran
arrestadas por la Gestapo. Desgarrada por el dolor, la abadesa gritó: “Que Dios sea testigo de la violencia que se
nos hace”.
Compartió
vagón de tren con otros tantos desdichados. Y las dos hermanas solo pudieron consolar
a los niños que iban con ellas, sufriendo idéntica vejación. Al llegar a
Auschwitz la marcaron con el número 44.074. El 9 de agosto, Edith Stein, su
hermana y otros muchos fueron conducidos a un barracón ‘para ducharse”. En
pocos minutos el gas cianhídrico acabó con sus vidas.
Una
madre, superviviente del campo de concentración dio testimonio de ella: “Había una monja que me llamó especialmente
la atención y a la que jamás he podido olvidar: una mujer, con una sonrisa que
no era una simple máscara, sino que iluminaba y daba calor. Era la imagen de
una mujer algo mayor, con aspecto juvenil, de una pieza, auténtica y verdadera.
En una conversación dijo ella: “El mundo está lleno de contradicciones; en
último término nada quedará de estas contradicciones. Solo el gran amor
permanecerá. ¿Cómo podría ser de otra manera?”.
Juan
Pablo II la beatificó, canonizó y la nombró Patrona de Europa: “Una hija de Israel, que durante las
persecuciones de los nazis permaneció unida en la fe y el amor al Señor
Crucificado, Jesucristo, como católica, y con su pueblo como una judía”
Cuando
fue arrestada y conducida a la muerte, Edith Stein estaba trabajando en un
nuevo libro ‘Ciencia de la Cruz”, una profunda reflexión a partir del pensamiento
de Juan de la Cruz. Queremos imaginar que entró en la ‘noche oscura’ de la mano
de este frailecillo y, con él, pudo decir: “Ave
Crux, spes única”.
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