miércoles, 3 de febrero de 2021

El emperador melancólico


El único grupo ecuestre en bronce de época romana que ha llegado hasta nuestros días es el del emperador Marco Aurelio. Hasta hace no muchas décadas presidía la Plaza del Capitolio en Roma. Hoy se encuentra en el interior de los Museos Capitolinos, aunque una copia aún permanece en la famosa plaza romana que urbanizara Miguel Ángel.

El resto de espléndidos bronces fueron fundidos o destruidos. La estatua de Marco Aurelio a caballo, quizás, pudo salvarse porque, erróneamente, se pensó que representaba a Constantino, el emperador que permitió a los cristianos expresar abiertamente su fe.

Marco Aurelio, el emperador filósofo, el pacificador romano, es el autor de Meditaciones, un libro que recoge las reflexiones de este hombre bueno al que le tocó ser emperador. Las Meditaciones de Marco Aurelio siguen siendo reeditadas año tras año y han sido libro de cabecera de muchos hombres estoicos que han poblado esta Tierra.

Ernest Renan, le dedica hermosas páginas en su Historia de los Orígenes del Cristianismo. Nos dice que el Emperador Melancólico “soportaba la vida sin placer, pero sin rebelión, resignado  al destino que la naturaleza le había reservado. Cumplía sus deberes cotidianos con el pensamiento continuamente dirigido a la muerte. Su sabiduría era absoluta y, por tanto, su aburrimiento no conocía límites. La guerra, el teatro, la corte le cansaban, pero hace bien todo lo que hace, porque lo hace por deber. Faustina, su mujer, fue una fuente de continuas tristezas para el emperador. La providencia, que trabaja para hacer perfectos a las personas más nobles, le reservó las dos peores pruebas: una mujer que no le comprendía y un hijo cruel. Las máximas filosóficas, las virtudes austeras, la eterna melancolía, la aversión por la vida cortesana del marido  aburrían soberanamente a Faustina, caprichosa, ardiente y bella”.

El emperador comprendió la situación y sufrió. En los teatros se le tachaba de cornudo, y los actores proclamaban los nombres de los amantes de Faustina. Marco Aurelio no hizo caso alguno a la chismorrería. Y para él siempre fue “la amantísima y fidelísima esposa”. El emperador nunca desmintió su principio absoluto de ver las cosas como deberían ser y no como son.

Pero la prueba más terrible fue su hijo Cómodo. Por una broma cruel, el destino dio al mejor de los emperadores un estúpido atleta, únicamente capaz de ejercitar el cuerpo. Un joven soberbio, un feroz carnicero al que le encantaba matar.

La nulidad mental de Cómodo le valió el odio de las personas inteligentes que rodeaban al padre y le puso en brazos de amigotes abyectos de la peor calaña que hicieron de él uno de los más grandes monstruos de la antigüedad romana. El emperador era consciente de ser el padre de un nuevo Nerón o un nuevo Calígula.

El emperador se siente solo con su filosofía que ya nadie comparte a su alrededor. Y sólo sueña con irse discretamente de la escena de este mundo. Alcanza la bondad perfecta, la indulgencia absoluta, la indiferencia templada por la piedad y el desdén. El deber del sabio consiste en “pasar la vida con resignación en medio de hombres mentirosos e injustos”.

Los últimos meses del santo emperador transcurrieron en las interminables guerras del Danubio, en las cercanías de Viena. Una enfermedad contagiosa en la zona atacó al emperador. Fue consciente de que su fin estaba próximo. Hizo llamar a su hijo Cómodo para darle las últimas recomendaciones y consejos. Sabía que no serían ni escuchadas ni admitidas, pero hasta el último instante quiso cumplir religiosamente su deber. Cómodo permaneció escasos minutos en presencia del emperador, en parte porque este no quería contagiarlo y en parte porque su presencia le resultaba odiosa. Recibió también a sus más íntimos colaboradores en la tienda de campaña y les indicó que la muerte no tenía ninguna importancia y les pidió que cesasen en sus lágrimas.  

Presentó a su hijo Cómodo a los soldados, y solo el arte de soportar con calma los atroces dolores le permitieron mantener, en ese cruel momento, un rostro tranquilo. Después entró en su tienda, se cubrió la cabeza como para dormir. Y expiró. Cuando los soldados conocieron la noticia, se mostraron inconsolables. Cómodo dio sus primeros pasos como el emperador zafio y cruel que sería. El pueblo empezó a entender la grandeza y la santidad del emperador filósofo. Era mediados de marzo de año 180 de nuestra era.

El autor de la famosa escultura ecuestre en bronce lo retrató con los rasgos de los filósofos griegos cuyos bustos aún podemos admirar en los museos: la mirada melancólica, el gesto reflexivo, la suave autoridad; la vestimenta austera, sin armas ni armadura, manifiesta su voluntad de gobernar el imperio con la menor violencia posible; la mano levantada indica su deseo de pacificar a los distintos pueblos. Quizás esa misma mano levantada es una invitación a hacer silencio, y a escuchar meditadas palabras como las que él escribió: “no ser esclavo ni tirano de ningún hombre”.







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