jueves, 25 de febrero de 2021

¿Libertad de odio?

 



Las últimas noches hemos asistido, consternados e incrédulos, a las manifestaciones violentas en apoyo de Pablo Hásel, el rapero condenado a unos meses de cárcel por varios delitos de enaltecimiento del terrorismo y amenazas de muerte a personas concretas. Pudiera ser que los violentos defienden la causa del rapero o pudiera ser también que los violentos busquen cualquier excusa para sumarse cada noche a las barricadas. Me imagino que se mezclarán ambos cosas.

Mientras los radicales incendiaban mobiliario urbano y causaban destrozos en muchos comercios, un grupo de personas les suplicaban que no quemasen los coches ni rompiesen las lunas de sus negocios, y los violentos les increpaban: “Sois unos fascistas”. La pregunta que nos debemos hacer: ¿Quiénes son fascistas los dueños de los coches y de los comercios o los violentos? Hemos usado y abusado tanto del término ‘fascista,’ y éste ha tenido tanto éxito en el lenguaje de los insultos que algunos andan confundidos: aplauden a los violentos e increpan a la gente normal que lo único que quiere es vivir en paz con su pequeña tienda de pan y su utilitario para ir al trabajo.  Ya Oriana Fallaci, que había luchado seriamente –y no de pacotilla- contra el fascismo de Mussolini en su época, nos advirtió que había fascismos negros, azules, rojos y verdes. Y esto mismo es lo que estamos viendo ahora.

Lo que ya causa verdadero estupor es que algunos políticos se pongan al lado de los violentos y otros callen con inusitada cobardía. Quien  no denuncia la violencia solo porque la ejercen los que son de su equipo o de su partido, demuestran su catadura moral.

¿Estos políticos, a los que todos ponemos cara, hubieran sido así de condescendientes si la violencia la hubieran ejercido contra su chalet o su comercio, o si esta violencia procediera del otro extremo del arco político?  Creo que la respuesta la conocéis todos.

La violencia nunca puede ser la solución, porque la violencia siempre es el problema. Es fácil prender la mecha, pero no es fácil apagar el incendio.

Comparto con vosotros esta afirmación de Carolin Emcke contenida en su ensayo “Contra el odio”. Dice así: “El odio solo se combate rechazando su invitación al contagio. Esto significa que quien pretenda hacerle frente con más odio ya se ha dejado manipular, aproximándose en eso a los que quienes odian quieren que nos convirtamos. El odio solo se puede combatir con los que a ellos se les escapa: la observación atenta, la matización constante y el cuestionamiento de uno mismo”.

Y creo que esta triple receta es más necesaria que nunca en este país que aún llamamos España, donde con facilidad nos calentamos la boca y a continuación los puños. Es preciso observar atentamente, matizar constantemente y cuestionarse continuamente a uno mismo. La libertad de expresión es un derecho, pero tiene sus límites como todos los derechos. Y los límites de tu derecho es mi derecho, lo mismo que el límite de tu huerto es el surco donde empieza mi huerto. Estar a favor del derecho de expresión no significa estar a favor de la amenaza de muerte o de la incitación a la violencia.

Creo que toda esta violencia ha llegado porque, desde hace tiempo, se está creando un caldo de cultivo donde ejercer la fuerza se está convirtiendo en una especie de ‘normalidad’. Cuando esta violencia se ejerce, se obliga a la democracia a ponerse de rodillas. Nadie debe estar en contra de las manifestaciones, pero sí en contra de que rompan la luna de un negocio o un coche, destrocen los bancos donde se sientan los ancianos, quemen los contenedores de basura y ejerzan violencia contra los servidores del orden público, que son también los que  sacan las castañas del fuego en tiempos de pandemia y en tiempos de nevada.

Curiosamente, los violentos no son los pobres ni los descamisados de épocas pasadas. Muchos de ellos proceden de familias con recursos, han estudiado y han tenido una vida cómoda. Empezaron a radicalizarse como una pose y como parte de postureo de niños consentidos a los que les mola ‘la rebeldía y la revolución”.  Su conocimiento de los problemas del mundo procede de las redes sociales, y en ellas se iniciaron por el camino de haters (odiadores), porque “es divertido odiar”. Tienen motos, van a las playas, comen en bonitas terrazas y por la noche, azuzados por los políticos de su cuerda, salen a destrozar y a incendiar, algo que a determinados partidos les parecen ‘travesuras comprensibles”. En esa masa de violentos encuentran el sentido a sus vidas. Nadie les ha explicado lo que está bien y lo que está mal. Nadie les ha señalado nunca líneas rojas. A la mañana siguiente de sus gamberradas violentas, no tendrán que madrugar, irán a institutos o universidades, tratarán de imponerse sobre compañeros y profesores, a golpe de insulto y grito. ¿Cómo hemos llegado hasta aquí? ¿Y cómo parte de los políticos e incluso de los artistas puede reírles las gracias? Esto resulta incomprensible.

Me sorprende sobremanera el apoyo de tantos artistas a un rapero con letras  y tuits  incendiarios  e invitaciones tan palmarias al odio, a la violencia y al asesinato (“Que explote el coche de Patxi López / No me da pena tu tiro en la nuca, pepero / No me da pena tu tiro en la nuca, socialisto / Que alguien clave un piolet en la cabeza de José Bono / Prefiero grapos que guapos / Merece también un navajazo en el abdomen y colgarlo en una plaza”) por parte de tantos artistas, músicos, cineastas. Me gustaría saber si estos mismos artistas, creo que fueron unos doscientos, han condenado ahora con la misma rotundidad la violencia de las últimas noches.

Sorprende, además, que en una España que tan en serio se toma lo de la corrección política (ahora es impensable contar un chiste de negros, homosexuales, gitanos o mujeres. Baste pensar que una letra de José María Cano fue vetada en TVE porque hablaba de ‘mariconez’, y el mismo ¡José María Cano! Fue tachado de homófobo), y sin embargo tengamos tanta tolerancia para los violentos. Que este rapero reciba tanta solidaridad y tanta simpatía y que los etarras sean recibidos con palmas y aplausos en tantos sitios… da para pensar y para echarse las manos a la cabeza. En algunas conciencias se está incubando un contagio mucho más peligroso que el coronavirus. O quizás es que nuestra sociedad da muestras inequívocas de enfermedad moral.





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