Las últimas noches hemos asistido, consternados e incrédulos, a las manifestaciones violentas en apoyo de Pablo Hásel, el rapero condenado a unos meses de cárcel por varios delitos de enaltecimiento del terrorismo y amenazas de muerte a personas concretas. Pudiera ser que los violentos defienden la causa del rapero o pudiera ser también que los violentos busquen cualquier excusa para sumarse cada noche a las barricadas. Me imagino que se mezclarán ambos cosas.
Mientras los radicales
incendiaban mobiliario urbano y causaban destrozos en muchos comercios, un
grupo de personas les suplicaban que no quemasen los coches ni rompiesen las
lunas de sus negocios, y los violentos les increpaban: “Sois unos fascistas”.
La pregunta que nos debemos hacer: ¿Quiénes son fascistas los dueños de los
coches y de los comercios o los violentos? Hemos usado y abusado tanto del
término ‘fascista,’ y éste ha tenido tanto éxito en el lenguaje de los insultos
que algunos andan confundidos: aplauden a los violentos e increpan a la gente
normal que lo único que quiere es vivir en paz con su pequeña tienda de pan y
su utilitario para ir al trabajo. Ya
Oriana Fallaci, que había luchado seriamente –y no de pacotilla- contra el
fascismo de Mussolini en su época, nos advirtió que había fascismos negros,
azules, rojos y verdes. Y esto mismo es lo que estamos viendo ahora.
Lo que ya causa verdadero estupor
es que algunos políticos se pongan al lado de los violentos y otros callen con
inusitada cobardía. Quien no denuncia la
violencia solo porque la ejercen los que son de su equipo o de su partido, demuestran
su catadura moral.
¿Estos políticos, a los que todos
ponemos cara, hubieran sido así de condescendientes si la violencia la hubieran
ejercido contra su chalet o su comercio, o si esta violencia procediera del otro
extremo del arco político? Creo que la
respuesta la conocéis todos.
La violencia nunca puede ser la
solución, porque la violencia siempre es el problema. Es fácil prender la
mecha, pero no es fácil apagar el incendio.
Comparto con vosotros esta
afirmación de Carolin Emcke
contenida en su ensayo “Contra el odio”. Dice así: “El odio solo se combate rechazando su invitación al contagio. Esto
significa que quien pretenda hacerle frente con más odio ya se ha dejado
manipular, aproximándose en eso a los que quienes odian quieren que nos
convirtamos. El odio solo se puede combatir con los que a ellos se les escapa:
la observación atenta, la matización constante y el cuestionamiento de uno
mismo”.
Y creo que esta triple receta es
más necesaria que nunca en este país que aún llamamos España, donde con
facilidad nos calentamos la boca y a continuación los puños. Es preciso
observar atentamente, matizar constantemente y cuestionarse continuamente a uno
mismo. La libertad de expresión es un derecho, pero tiene sus límites como
todos los derechos. Y los límites de tu derecho es mi derecho, lo mismo que el
límite de tu huerto es el surco donde empieza mi huerto. Estar a favor del
derecho de expresión no significa estar a favor de la amenaza de muerte o de la
incitación a la violencia.
Creo que toda esta violencia ha
llegado porque, desde hace tiempo, se está creando un caldo de cultivo donde
ejercer la fuerza se está convirtiendo en una especie de ‘normalidad’. Cuando
esta violencia se ejerce, se obliga a la democracia a ponerse de rodillas.
Nadie debe estar en contra de las manifestaciones, pero sí en contra de que
rompan la luna de un negocio o un coche, destrocen los bancos donde se sientan
los ancianos, quemen los contenedores de basura y ejerzan violencia contra los
servidores del orden público, que son también los que sacan las castañas del fuego en tiempos de
pandemia y en tiempos de nevada.
Curiosamente, los violentos no
son los pobres ni los descamisados de épocas pasadas. Muchos de ellos proceden
de familias con recursos, han estudiado y han tenido una vida cómoda. Empezaron
a radicalizarse como una pose y como parte de postureo de niños consentidos a
los que les mola ‘la rebeldía y la revolución”. Su conocimiento de los problemas del mundo
procede de las redes sociales, y en ellas se iniciaron por el camino de haters (odiadores), porque “es divertido
odiar”. Tienen motos, van a las playas, comen en bonitas terrazas y por la
noche, azuzados por los políticos de su cuerda, salen a destrozar y a incendiar,
algo que a determinados partidos les parecen ‘travesuras comprensibles”. En esa
masa de violentos encuentran el sentido a sus vidas. Nadie les ha explicado lo
que está bien y lo que está mal. Nadie les ha señalado nunca líneas rojas. A la
mañana siguiente de sus gamberradas violentas, no tendrán que madrugar, irán a
institutos o universidades, tratarán de imponerse sobre compañeros y
profesores, a golpe de insulto y grito. ¿Cómo hemos llegado hasta aquí? ¿Y cómo
parte de los políticos e incluso de los artistas puede reírles las gracias?
Esto resulta incomprensible.
Me sorprende sobremanera el apoyo
de tantos artistas a un rapero con letras y tuits
incendiarios e invitaciones tan
palmarias al odio, a la violencia y al asesinato (“Que explote el coche de
Patxi López / No me da pena tu tiro en la nuca, pepero / No me da pena tu tiro
en la nuca, socialisto / Que alguien clave un piolet en la cabeza de José Bono
/ Prefiero grapos que guapos / Merece también un navajazo en el abdomen
y colgarlo en una plaza”) por parte de tantos artistas, músicos,
cineastas. Me gustaría saber si estos mismos artistas, creo que fueron unos
doscientos, han condenado ahora con la misma rotundidad la violencia de las
últimas noches.
Sorprende, además, que en una
España que tan en serio se toma lo de la corrección política (ahora es
impensable contar un chiste de negros, homosexuales, gitanos o mujeres. Baste
pensar que una letra de José María Cano fue vetada en TVE porque hablaba de
‘mariconez’, y el mismo ¡José María Cano! Fue tachado de homófobo), y sin
embargo tengamos tanta tolerancia para los violentos. Que este rapero reciba
tanta solidaridad y tanta simpatía y que los etarras sean recibidos con palmas
y aplausos en tantos sitios… da para pensar y para echarse las manos a la
cabeza. En algunas conciencias se está incubando un contagio mucho más
peligroso que el coronavirus. O quizás es que nuestra sociedad da muestras
inequívocas de enfermedad moral.
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