sábado, 6 de febrero de 2021

La piedra en el bolsillo


Son las ocho de la tarde. J., después de trastear un rato en la cocina, entra en mi habitación y me ofrece un té con leche con una pasta que esta misma mañana, casi primaveral, he comprado en la panadería de Renedo.  Recorro muchos sábados la Senda que transcurre al lado del cauce de la Esgueva. A veces para evitar el trasiego de caminantes, corredores, ciclistas y paseadores de perros, tomo el desvío del Canal del Duero, un trayecto algo más largo, pero mucho más solitario y silencioso, algo que cada día me parece más una opción gourmet o gran reserva.

El tráfico rodado, por imposición del toque de queda, ha cesado casi totalmente. Un arpegio suave de lluvia en la persiana del estudio.  Como contrapunto a estos sonidos primigenios, la música gregoriana, concretamente el himno de Santo Tomás de Aquino, Adoro te, devote. Basta cerrar un momento los ojos para sentirme transportado a una capilla medieval donde unos monjes entonan con singular cadencia este hermoso canto compuesto hace muchos siglos.

La música sigue, suave pero envolvente, y yo tomo en mis manos un artículo del profesor de la Universidad del País Vasco, Samuel Gallastegui: “¿Qué hacer con las piedras o la ira creativa en la era del linchamiento?”

El autor cree que “el origen de todas las injusticias es creerse mejor que otra persona, o más aún, creer que por ello tenemos derecho a castigarla. Eso nunca ha cambiado la historia, sólo ha dejado montañas de piedras ensangrentadas sobre las que no se puede construir nada”.

Basta constatar –sigue diciendo- cómo a las entradas y salidas de los juzgados siempre se agolpa un buen número de personas que insultan a los condenados. A veces, y esto es lo que más llama la atención, esas personas no conocen ni de lejos a los acusados. Son personas que, a través de los medios de comunicación o de las redes sociales, siguen con avidez los crímenes o los delitos fiscales, se sienten indignados, y desahogan su rabia y su ira con gritos, con insultos, amenazas y maldiciones.

En las redes sociales ocurre algo parecido.  Una noticia, por ejemplo un asesinato o una corruptela política, que ocupa unos minutos de un telediario o de un programa de escaso rigor judicial, desencadena condenas exaltadas y juicios severísimos. Sumarios de cinco mil pico folios, resumidos en una noticia de dos minutos, ya nos da derecho a juzgar implacablemente y a  erigirnos en abanderados de la moralidad, la honradez y la ética. En el fondo, esos insultos son una manera de declararnos mucho mejores que el encausado, imputado o condenado, ya sea el marido maltratador o el político corrupto.

Hay algo que se nos olvida con facilidad y es que la Justicia enjuicia y condena los actos de una determinada persona, pero no a la persona. No se juzga a Pepe, sino lo actos constitutivos de delito que Pepe cometió en un momento determinado y solamente en ese momento. Concepción Arenal decía “Odia el delito y compadece al delincuente”, que es traducción memorable de “odiar el pecado, pero no al pecador”.

“Lo que queremos erradicar de la sociedad son los crímenes y los actos injustos, no a las personas que los cometen”, asegura Gallástegui. A una persona se la enjuicia por un acto, pero no por toda una vida. Alzarnos, con ofuscación, en implacables jueces del otro no nos convierte en mejores personas, sino solamente en despiadados.

A veces se tiene la sensación de que nuestros bolsillos están cargados de piedrecillas, por si se presenta la ocasión propicia. Las tenemos siempre a mano, listas para lanzarlas a la primera fechoría que cometa alguien. En estos tiempos de ‘moral cambiante’ es peligroso llevar piedras en los bolsillos. Por poner un ejemplo banal: hace unas décadas, en no pocos ambientes, se consideraba inmoral que una viuda o una hija no llevara luto por su marido o su padre. Y siempre había personas dispuestas a la lapidación social, así fuera en forma de acerba crítica o despellejamiento. Hoy sucede justo lo contrario. Y si una mujer se pone de luto, más allá del día del entierro,  ya se la tacha de antigua, rancia o cucaracha.

Si hace unas décadas, uno se declaraba a favor del aborto o de la homosexualidad se le acusaba de mal nacido y se le ponía de vuelta y media. Hoy, por el contrario, si alguien se muestra en contra del aborto o de la homosexualidad, se le sigue tachando de carca, machista o facha.

No hemos cambiado mucho. Samuel Gallástegui propone –y yo estoy de acuerdo- que si en lugar de arrojar piedras cada vez que alguien nos parece inmoral, criminal, corrupto, sinvergüenza, nos dedicásemos a construir algo positivo y bueno con esas piedras, cambiaría nuestro entorno y cambiaría nuestra comunidad.

Las piedras pueden dilapidar a una persona, pero pueden servir para empedrar el camino que nos lleve al encuentro con personas que la ley, la sociedad o nosotros mismos hemos condenado. Quizás no son tan diferentes de nosotros. Quizás nosotros no somos tan buenos como nos creemos. A lo mejor han vivido en otras circunstancias, han recibido malos ejemplos, han tenido un momento de debilidad. A lo mejor, simplemente, lo suyo no es ni siquiera inmoral ni equivocado, simplemente son nuestros ojos los que lo ven así, porque la ‘moral cambiante’ de la sociedad así lo impone.

La música ha seguido sonando mientras yo escribía esto. Creo que se ha repetido la melodía varias veces. Pero justo cuando estoy intentando poner punto final a estas líneas, suena este verso del canto de Santo Tomás: “Peto quod petivit latro poenitens” (pido lo que pidió el ladrón arrepentido). No hay mejor verso para acabar esta reflexión.

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