El último libro del escritor irlandés, John Boyne, se titula “Las huellas del silencio”. Un
sacerdote católico, Odran Yates, a partir de los escándalos de abusos sexuales
en su país, repasa su vida. En un momento determinado, y refiriéndose a su
sobrino, escribe: “Y esa fue la última
vez que vi a Aidan. A ese Aidan. La siguiente ocasión que estuve en su casa,
una o dos semanas después, se había convertido en un chaval completamente
diferente”. Apenas tres líneas que nos dan una idea del brutal hachazo que
en la vida de un menor supone haber sufrido abusos.
La lectura de este libro
coincidió en el tiempo con el demoledor Informe
Sauvé sobre los abusos a menores por parte de miembros de la Iglesia
Católica en Francia. Jean-Marc Sauvé, responsable
de la Comisión sobre los abusos, ha terminado por prestar su apellido al
Informe.
Cuando Benedicto XVI llegó al solio
Pontificio, el escándalo de los abusos sexuales a menores estalló como una
bomba atómica en el seno de la Iglesia Católica. En el momento en que las
críticas a la Iglesia sobre su silencio y encubrimiento a los abusadores y su
escasa o nula sensibilidad hacia los menores arreciaron de tal forma que la Barca
de Pedro empezó a zozobrar, Benedicto XVI, lejos de echar la culpa a los medios
que cargaban las tintas contra obispos y clero, pronunció una reveladora frase:
“No podemos echar la culpa a campañas
contra la Iglesia sino a los pecados cometidos por sacerdotes y religiosos”. Y
decidió afrontar la verdad, dolorosísima, pero necesaria para la purificación
de la propia Iglesia. Una verdad que exigía el fin de los ocultamientos, encubrimientos y silencios. Pero también el
fin de la indiferencia a las víctimas. El Papa Francisco ahondó aún más en esta
línea y ha seguido dando pasos de cercanía, escucha, justicia y reparación a
las víctimas.
Los abusos a menores
fueron una auténtica peste dentro de la Iglesia Católica, hasta tal punto que
dinamitó la confianza de los fieles en el clero. Por primera vez, en muchos
siglos, muchos percibieron a la Iglesia como una “estructura de pecado”.
En la novela, por ejemplo,
se aprecia bien ese cambio radical. El sacerdote protagonista va en un tren, y
todos los pasajeros se sienten honrados en su compañía, le invitan a comida y
refrescos, le dan conversación, se muestran encantados cuando se dirige a sus
niños para jugar con ellos. Pasado el tiempo, y tras el escándalo mayúsculo en
Irlanda, el mismo sacerdote, un buen cura que jamás había tocado a un
niño, entra en una cafetería y es
insultado, e incluso golpeado, simplemente porque iba vestido de cura.
Sacerdotes y religiosos
que desde cualquier púlpito arremetían contra los pecados de castidad del
sencillo pueblo, que amonestaban crudamente por una masturbación, por unas
relaciones prematrimoniales o por un beso entre dos hombres, eran los mismos
que acosaban y abusaban de los niños que estaban a su cargo en colegios y
parroquias y a los que ellos, por su ministerio, estaban obligados a cuidar,
proteger y defender.
¿Cómo
se llegó a esto? Se han escrito miles de páginas sobre el asunto y, durante
mucho tiempo, los escándalos sexuales han abierto telediarios y han incendiado debates
y mesas redondas. Hay muchas opiniones y hay muchos análisis sesudos, pero
básicamente se pueden resumir:
1.- Los abusadores se
sentían impunes. Sus fechorías quedarían ocultas, porque se sabían poderosos y
pertenecientes a una estructura de poder con influencias en todos los ámbitos.
¿Qué familia se atrevería a denunciar ante la Iglesia y ante la Justicia estos
crímenes? La mayoría de las veces, los propios menores eran incapaces de contar
a sus padres lo que estaban haciendo con ellos, en parte porque, dada su escasa
edad, no sabían o no podían poner palabras a su sufrimiento y desgarro.
2.- Para los obispos,
congregaciones, parroquias e institutos religiosos era más importante el buen
nombre de la Iglesia que la víctima. Contaba más la “fama” de la Institución
eclesial que el dolor de un menor abusado. Justicia y verdad no tenían valor,
sólo tenía valor esa apariencia de bondad que debía recubrir a la iglesia, como
un manto blanco sobre una carne putrefacta. Por ello, cuando existían quejas o
denuncias verbales contra un sacerdote, se le cambiaba de lugar, y se daba por
cerrado el caso. Sólo después se supo que los continuos traslados de parroquia
o de colegio de un sacerdote o de un religioso respondían al intento de ocultar
los hechos y salvar el buen nombre de la Iglesia. Los encubrimientos tomaron
carta de naturaleza. La Iglesia se sabía intocable. El evangelio perdió la
batalla ante la religión.
3.- La propia mentalidad
de una época, con esa aureola de sacralidad con la que el pueblo devoto
adornaba a sacerdotes y religiosos hacía que “resultaran imposibles” tamaños
crímenes contra un niño. La sociedad, las familias, los jueces, los medios de
comunicación, las escuelas se sentían como bloqueadas, desactivadas para dar
crédito a lo que estaba sucediendo. No es que no quisieran ver y oír (¡que
también y muchas veces!) sino que sus cabezas se negaban a interpretar
correctamente lo que sucedía alrededor.
En el libro de John Boyne está muy bien reflejado ese
bloqueo mental. El sacerdote protagonista es incapaz de interpretar los
indicios, las huellas, los traslados de los abusadores y los silencios o la
rabia de los abusados. Una estructura mental más fuerte que sus sentidos le
incapacitaba. Por ello, el mundo del buen sacerdote irlandés se desmorona
cuando reconoce su incapacidad para leer lo que estaba sucediendo ante sus
narices. También él había sido “culpable” por su silencio y por su incapacidad
para interpretar la realidad de pecado de sus compañeros de sacerdocio, o el
dolor y la rabia de las víctimas.
Decía Jean-Marc Sauvé que lo que más le había impresionado a la hora de
llevar a cabo el Informe en Francia había sido “la incapacidad para ser
y vivir de las víctimas tras el abuso. Hemos sido testigos de personas
profundamente heridas y vidas dañadas, incluso destruidas”
Y
como conclusión, Sauvé escribe: “Lo más
terrible es constatar que el mal más absoluto –atentar contra la integridad
física y psicológica de un niño– ha sido cometido por personas cuya misión era
traer vida y no muerte, porque los abusos sexuales son una obra de muerte.
Trajeron esclavitud, mutilación y la nada. No en nombre de Dios, pero lo
utilizaron como coartada. El mal más absoluto se ha colado en la obra de
salvación de la Iglesia”.
Dicho lo cual, el propio Informe dice que la mayoría de los
abusos a menores fueron cometidos en el entorno familiar o de amistad, y que
sólo un 6% fueron cometidos por miembros de la Iglesia Católica. Desde 1950
hasta nuestros días, el Informe recoge 330.000 abusos cometidos por sacerdotes,
religiosos y laicos con tareas pastorales, lo que da una idea de la magnitud
del problema. Si bien esta cifra es la ampliación estadística sobre un sondeo
entre 28.000 encuestados. El Informe
hace constar que algo más de seis mil personas contactaron con la Comisión para dejar constancia de los
abusos sufridos. El Informe denuncia sin medias tintas y sin paños calientes
que “La Iglesia estuvo demasiado preocupada por proteger a la Institución y el poco
miramiento que hacia las víctimas”.
El
autor de La huellas del silencio ha
huido del morbo y de los detalles escabrosos para intentar comprender por qué
sucedió y por qué ni la Iglesia ni la sociedad quisieron verlo. El propio autor
confiesa que este escándalo ha hecho mucho daño a los sacerdotes y religiosos
que en todo momento fueron fieles a su mandato y cuidaron, sirvieron y
protegieron a los menores que estaban a su cargo.
Tom
Cardle, en la novela, es un cura abusador, pero también el mejor amigo del
protagonista Odran Yates. Aidan, el sobrino de este, fue una de sus víctimas.
Durante años, Aidan mantuvo su resquemor y un no indisimulado odio hacia su
tío, porque creía que conocía la verdad sobre Tom Cardle y no lo había impedido.
Aidan, como en la realidad sucedió a muchos menores irlandeses, tuvo que
alejarse de una Irlanda católica que desgarró y devastó su cuerpo y su alma, en
busca de una nueva vida, un trabajo, una familia. Y solo al final de la novela,
Aidan es capaz de comprender y de perdonar la venda en los ojos que su propio
tío tenía respecto a su amigo y sacerdote Tom Cardle. La novela alcanza en este
encuentro entre tío y sobrino uno de sus momento más desgarradores. Un perdón nada fácil y doloroso para Aidan. Y
un sentimiento de culpa aún más doloroso para Odran Yates, el sacerdote
bienintencionado que no supo leer correctamente lo que sucedía en su entorno
más cercano. Como el protagonista, aún hoy tantos sacerdotes y tantos
cristianos se preguntan sobre la inocencia de los que callaron aunque no
hubieran cometido un delito.
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