lunes, 8 de noviembre de 2021

Las huellas del silencio y el Informe Sauvé



El último libro del escritor irlandés, John Boyne, se titula “Las huellas del silencio”. Un sacerdote católico, Odran Yates, a partir de los escándalos de abusos sexuales en su país, repasa su vida. En un momento determinado, y refiriéndose a su sobrino, escribe: “Y esa fue la última vez que vi a Aidan. A ese Aidan. La siguiente ocasión que estuve en su casa, una o dos semanas después, se había convertido en un chaval completamente diferente”. Apenas tres líneas que nos dan una idea del brutal hachazo que en la vida de un menor supone haber sufrido abusos.

      La lectura de este libro coincidió en el tiempo con el demoledor Informe Sauvé sobre los abusos a menores por parte de miembros de la Iglesia Católica en Francia. Jean-Marc Sauvé, responsable de la Comisión sobre los abusos, ha terminado por prestar su apellido al Informe.

   Cuando Benedicto XVI llegó al solio Pontificio, el escándalo de los abusos sexuales a menores estalló como una bomba atómica en el seno de la Iglesia Católica. En el momento en que las críticas a la Iglesia sobre su silencio y encubrimiento a los abusadores y su escasa o nula sensibilidad hacia los menores arreciaron de tal forma que la Barca de Pedro empezó a zozobrar, Benedicto XVI, lejos de echar la culpa a los medios que cargaban las tintas contra obispos y clero, pronunció una reveladora frase: “No podemos echar la culpa a campañas contra la Iglesia sino a los pecados cometidos por sacerdotes y religiosos”. Y decidió afrontar la verdad, dolorosísima, pero necesaria para la purificación de la propia Iglesia. Una verdad que exigía el fin de los ocultamientos,  encubrimientos y silencios. Pero también el fin de la indiferencia a las víctimas. El Papa Francisco ahondó aún más en esta línea y ha seguido dando pasos de cercanía, escucha, justicia y reparación a las víctimas.

     Los abusos a menores fueron una auténtica peste dentro de la Iglesia Católica, hasta tal punto que dinamitó la confianza de los fieles en el clero. Por primera vez, en muchos siglos, muchos percibieron a la Iglesia como una “estructura de pecado”.

    En la novela, por ejemplo, se aprecia bien ese cambio radical. El sacerdote protagonista va en un tren, y todos los pasajeros se sienten honrados en su compañía, le invitan a comida y refrescos, le dan conversación, se muestran encantados cuando se dirige a sus niños para jugar con ellos. Pasado el tiempo, y tras el escándalo mayúsculo en Irlanda, el mismo sacerdote, un buen cura que jamás había tocado a un niño,  entra en una cafetería y es insultado, e incluso golpeado, simplemente porque iba vestido de cura.

     Sacerdotes y religiosos que desde cualquier púlpito arremetían contra los pecados de castidad del sencillo pueblo, que amonestaban crudamente por una masturbación, por unas relaciones prematrimoniales o por un beso entre dos hombres, eran los mismos que acosaban y abusaban de los niños que estaban a su cargo en colegios y parroquias y a los que ellos, por su ministerio, estaban obligados a cuidar, proteger y defender.

     ¿Cómo se llegó a esto? Se han escrito miles de páginas sobre el asunto y, durante mucho tiempo, los escándalos sexuales han abierto telediarios y han incendiado debates y mesas redondas. Hay muchas opiniones y hay muchos análisis sesudos, pero básicamente se pueden resumir:

      1.- Los abusadores se sentían impunes. Sus fechorías quedarían ocultas, porque se sabían poderosos y pertenecientes a una estructura de poder con influencias en todos los ámbitos. ¿Qué familia se atrevería a denunciar ante la Iglesia y ante la Justicia estos crímenes? La mayoría de las veces, los propios menores eran incapaces de contar a sus padres lo que estaban haciendo con ellos, en parte porque, dada su escasa edad, no sabían o no podían poner palabras a su sufrimiento y desgarro.

      2.- Para los obispos, congregaciones, parroquias e institutos religiosos era más importante el buen nombre de la Iglesia que la víctima. Contaba más la “fama” de la Institución eclesial que el dolor de un menor abusado. Justicia y verdad no tenían valor, sólo tenía valor esa apariencia de bondad que debía recubrir a la iglesia, como un manto blanco sobre una carne putrefacta. Por ello, cuando existían quejas o denuncias verbales contra un sacerdote, se le cambiaba de lugar, y se daba por cerrado el caso. Sólo después se supo que los continuos traslados de parroquia o de colegio de un sacerdote o de un religioso respondían al intento de ocultar los hechos y salvar el buen nombre de la Iglesia. Los encubrimientos tomaron carta de naturaleza. La Iglesia se sabía intocable. El evangelio perdió la batalla ante la religión.

     3.- La propia mentalidad de una época, con esa aureola de sacralidad con la que el pueblo devoto adornaba a sacerdotes y religiosos hacía que “resultaran imposibles” tamaños crímenes contra un niño. La sociedad, las familias, los jueces, los medios de comunicación, las escuelas se sentían como bloqueadas, desactivadas para dar crédito a lo que estaba sucediendo. No es que no quisieran ver y oír (¡que también y muchas veces!) sino que sus cabezas se negaban a interpretar correctamente lo que sucedía alrededor.

          En el libro de John Boyne está muy bien reflejado ese bloqueo mental. El sacerdote protagonista es incapaz de interpretar los indicios, las huellas, los traslados de los abusadores y los silencios o la rabia de los abusados. Una estructura mental más fuerte que sus sentidos le incapacitaba. Por ello, el mundo del buen sacerdote irlandés se desmorona cuando reconoce su incapacidad para leer lo que estaba sucediendo ante sus narices. También él había sido “culpable” por su silencio y por su incapacidad para interpretar la realidad de pecado de sus compañeros de sacerdocio, o el dolor y la rabia de las víctimas.

       Decía Jean-Marc Sauvé que lo que más le había impresionado a la hora de llevar a cabo el Informe en Francia había sido la incapacidad para ser y vivir de las víctimas tras el abuso. Hemos sido testigos de personas profundamente heridas y vidas dañadas, incluso destruidas”

       Y como conclusión, Sauvé escribe: “Lo más terrible es constatar que el mal más absoluto –atentar contra la integridad física y psicológica de un niño– ha sido cometido por personas cuya misión era traer vida y no muerte, porque los abusos sexuales son una obra de muerte. Trajeron esclavitud, mutilación y la nada. No en nombre de Dios, pero lo utilizaron como coartada. El mal más absoluto se ha colado en la obra de salvación de la Iglesia”.

       Dicho lo cual, el propio Informe dice que la mayoría de los abusos a menores fueron cometidos en el entorno familiar o de amistad, y que sólo un 6% fueron cometidos por miembros de la Iglesia Católica. Desde 1950 hasta nuestros días, el Informe recoge 330.000 abusos cometidos por sacerdotes, religiosos y laicos con tareas pastorales, lo que da una idea de la magnitud del problema. Si bien esta cifra es la ampliación estadística sobre un sondeo entre 28.000 encuestados. El Informe hace constar que algo más de seis mil personas contactaron con la Comisión para dejar constancia de los abusos sufridos. El Informe denuncia sin medias tintas y sin paños calientes que “La Iglesia  estuvo demasiado preocupada por proteger a la Institución y el poco miramiento que hacia las víctimas”.

     El autor de La huellas del silencio ha huido del morbo y de los detalles escabrosos para intentar comprender por qué sucedió y por qué ni la Iglesia ni la sociedad quisieron verlo. El propio autor confiesa que este escándalo ha hecho mucho daño a los sacerdotes y religiosos que en todo momento fueron fieles a su mandato y cuidaron, sirvieron y protegieron a los menores que estaban a su cargo.

     Tom Cardle, en la novela, es un cura abusador, pero también el mejor amigo del protagonista Odran Yates. Aidan, el sobrino de este, fue una de sus víctimas. Durante años, Aidan mantuvo su resquemor y un no indisimulado odio hacia su tío, porque creía que conocía la verdad sobre Tom Cardle y no lo había impedido. Aidan, como en la realidad sucedió a muchos menores irlandeses, tuvo que alejarse de una Irlanda católica que desgarró y devastó su cuerpo y su alma, en busca de una nueva vida, un trabajo, una familia. Y solo al final de la novela, Aidan es capaz de comprender y de perdonar la venda en los ojos que su propio tío tenía respecto a su amigo y sacerdote Tom Cardle. La novela alcanza en este encuentro entre tío y sobrino uno de sus momento más desgarradores.  Un perdón nada fácil y doloroso para Aidan. Y un sentimiento de culpa aún más doloroso para Odran Yates, el sacerdote bienintencionado que no supo leer correctamente lo que sucedía en su entorno más cercano. Como el protagonista, aún hoy tantos sacerdotes y tantos cristianos se preguntan sobre la inocencia de los que callaron aunque no hubieran cometido un delito.










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