El escritor italiano Cesare Pavese anota en una de las entradas de su diario: “Hoy tampoco nada”. Y en estas tres palabras está el vacío de una existencia que, aparentemente, era exitosa como escritor. Diez días antes de quitarse la vida en una pensión de Turín anota: “No deseo nada más en esta tierra. Este es el balance del año no acabado, que no acabaré. No escribiré más”. En la habitación encuentran un poema: “Vendrá la muerte y tendrá tus ojos”. ¿Eran los ojos de la mujer amada y nunca conseguida o eran los ojos de esa ‘nada’ que era el paisaje de su alma? Nunca lo sabremos.
Una tarde
de la primavera de 1988, al acabar las clases de lengua que por entonces daba
en el colegio de los italianos de Aguilar de Campoo, bajé a la cocina a prepararme
un café. Era ya una costumbre. Un par de minutos más tarde, aparecieron por
allí el director del Colegio y un antiguo alumno de ese internado, al que yo
también conocía, aunque no era de mi curso. Compartimos un café. El ex alumno
traía unas bolsas de patatas fritas para compartir. El tono de la conversación
era ligero y alegre, tal vez algo melancólico. Se traían a la memoria travesuras
de infancia, partidos de fútbol, excursiones. Este joven compañero de colegio
tenía esa tarde 25 años y recuerdo aún perfectamente los hoyuelos de su cara
cuando se reía, y su pelo rizado. A la mañana siguiente, supimos que, dos horas
después de haber compartido un café en su antiguo colegio, se había arrojado a
las vías del tren. Creo que la suya fue una despedida en el lugar de su
infancia donde él había sido feliz, según nos había confesado durante el café.
Y si
ahora recuerdo estos dos suicidios, el de un escritor famoso y el de un
compañero de colegio, es porque en los últimos días la noticia del aumento de
suicidios en España ha ocupado las páginas de muchos diarios. Cada día se
suicidan diez personas en España. Cada dos horas una persona se quita la vida
en este país. Unos datos preocupantes, porque las muertes por suicidio superan
desde 2008 las ocasionadas por accidentes de tráfico, siendo ya la primera
causa de muerte no natural.
Hay que
señalar que, más allá de las frías estadísticas y de los datos asépticos, se
esconde un drama: la incapacidad para encontrar un sentido a la vida, la
angustia insuperable, el callejón sin salida en el que muchos seres humanos, tal
vez cercanos a nosotros, se sienten. Además, y al contrario que otras muertes,
el suicidio de un familiar, de un amigo, de un compañero de trabajo deja en los
que le conocían una sensación de culpa, de impotencia, de preguntas y de
fracaso muy dolorosos. Todos coinciden: el duelo por un suicida se prolonga
eternamente.
El
suicidio sigue siendo un tema tabú. Un mal invisible del que apenas los medios
de comunicación hablan. Los hay que afirman que hablar del asunto puede llevar
a la imitación; los hay que piensan que sólo si se pone encima de la mesa el
problema, sería posible, en parte, atajarlo.
Las
estadísticas aparecidas en los periódicos han ido acompañadas de análisis. En algunos
puntos coinciden los expertos.
Uno. Los
suicidios se producen en mucha menor medida en los países pobres. Todo parece
indicar que el suicidio podría ser uno de los ‘daños colaterales” del
bienestar. La lucha por la supervivencia, por ganarse el sustento cada día, el
cobijo para el invierno, la escuela para los hijos funciona como un ‘plus’ que
potencia el sentido a la vida. No se puede renunciar a ella porque causaría un
grave quebranto a los seres queridos. En cambio, en los países del bienestar, los
ciudadanos son educados desde pequeños en esa idea de que tienen que alcanzar
continuamente y como sea la felicidad, y por lo tanto se asume mal el fracaso,
la pérdida de bienestar. El sentido de la vida parece estar más en el tener que
en el ser. Y esto genera presión y angustia. Las nuevas generaciones que han
crecido sin frustraciones, sin sacrificios, sin trabajo duro, se encuentra
muchas veces desprovistos de una piel dura que les haga más soportable el helador
vaivén de la existencia y la insoportable rueda de la fortuna que un día nos
sonríe y al otro nos hiere.
Dos. La
falta de un sentido trascendente de la vida va unido, cuando los vientos soplan
desfavorables, a la falta de un sentido del mañana. Quien no tiene fe o quien
no está asentado en unas fuertes creencias puede carecer –no digo que siempre-
de una falta de esperanza en el mañana. Cuando uno está en un túnel puede
pensar que esa oscuridad será definitiva y que la luz no aparecerá ya en ningún
momento. Para la religión, el suicidio supone una grave falta que atenta contra
los designios de Dios, Señor de la vida y de la muerte, y por lo tanto,
considera que quitarse la vida es una falta de fe y de esperanza en Dios. Y lo
cierto es que si no queda ninguna esperanza, ¿qué otra alternativa hay, cuando
uno está en el túnel, sino la de quitarse de en medio? En momentos de total
desamparo, de desgarradora soledad, de sufrimiento atroz, muchos creyentes se
aferran a esa fe que les dice que Alguien, de forma misteriosa, cuida de ellas
y que no les abandonará.
Tres. La
salud mental es la pata coja de la sanidad. Por un lado, aún no nos creemos del
todo que los problemas mentales son problemas reales de salud. Cuando oímos que
alguien tiene depresión, trastorno bipolar, o cualquier otro problema mental,
tendemos a rebajar la gravedad o a ponerlo en duda. Y así, seguimos juzgando
con total severidad el comportamiento ‘raro o especial’ de algunas personas,
sin ser conscientes de que precisamente ese comportamiento ‘raro’ se debe a su
tambaleante salud mental. Cuando uno tiene una cojera no le exigimos que camine
con toda normalidad, porque sabemos que es imposible. Los trastornos mentales
están en la base, según estadísticas, del 63% de los suicidios. La pandemia no
ha hecho sino empeorar esta situación. La pérdida de seres queridos de forma
inesperada, la imposibilidad de despedirlos como se merecían, el aislamiento,
la prolongada soledad, la inestabilidad económica, la angustia ante una plaga
desconocida han disparado la necesidad de asistencia psicológica en un momento
en que esta asistencia estaba cerrada a cal y canto. Y justo en el peor momento,
la atención a la salud mental ha dado el cerrojazo, en aras de la atención del asunto
covid,
Prevenir
el suicidio no es fácil. Y lo será aún menos mientras sea un tema tabú. Quien
más y quien menos ha tenido a lo largo de su vida alguna idea suicida. Un
porcentaje bastante alto ha pensado seriamente en abandonar este mundo. Otros,
lo han planeado concienzudamente. Otros se han atrevido a confesar sus
pensamientos suicidas, y tal vez no han sido escuchados y nadie se ha tomado en
serie su demanda de afecto, protección y cuidados. Muchos de los que suicidan
han dado señales de su situación emocional precaria, y tal vez sus más cercanos
han pensado que no eran para tanto, o han preferido pasar de puntillas. Lo que es
cierto es que por cada persona que se suicida, otras seis personas quedan
tocadas para siempre precisamente por ese suicidio de un ser querido.
Debemos
preguntarnos ante este mal invisible y escondido si efectivamente somos más
vulnerables de lo que pareceremos y más frágiles de lo que aparentamos. Debemos
preguntarnos cuál es nuestra idea de la felicidad, de una vida lograda, de una
existencia exitosa, porque tal vez andemos un poco errados. Debemos saber que, cada
vez que cuidamos al otro, lo respetamos, lo animamos y lo apoyamos, estamos
reforzando la fragilidad constitutiva de cada hombre y de cada mujer, de cada
familiar y de cada amigo. Debemos ser conscientes de que con nuestras actitudes
de esperanza, de fe, de compasión hacia los demás, en el fondo estamos
insuflando razones para resistir, para levantarse, para luchar. En definitiva, razones para vivir esperanzados sus vidas y nuestras vidas, aunque sean
imperfectas y no carezcan de sombras.
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