En 1928, en las librerías de Copenhague, se puso a la venta un libro: Los pescadores, de Hans Kirk. Era la primera novela de un abogado y periodista. En ese
momento, nadie podía imaginar que la novela estaba destinada a ser el libro
danés más leído y vendido en Dinamarca. De lectura obligatoria para todos los
bachilleres del país, “Los pescadores” sigue siendo un libro de referencia para
los daneses.
Al devolver el libro a la biblioteca, el encargado, como hace siempre, me
pregunta mi opinión. Le digo que es una estupenda novela. Entonces, él me
responde, moviendo la cabeza: “Pero va de
problemas religiosos, ¿no? Me temo que no le va a interesar al público”. Y,
claro está, tengo que darle la razón.
En los primeros años del siglo XX, un grupo de pescadores abandonan la
costa y se adentran en un fiordo, estableciéndose junto a unos granjeros, donde
emprenden una nueva vida, peleando duramente para pescar arenques y anguilas.
Unos austeros y recios creyentes pescadores, con plena conciencia de
pertenecer al grupo de los “salvados”, tienen que convivir con un grupo de
granjeros que vive la religión de forma menos dramática. En el pueblo donde empiezan
una nueva vida, se puede bailar, cantar, jugar a las cartas y discutir sobre
cualquier tema con el pastor Brink, incluidas las teorías de Darwin.
Los pescadores, sin embargo, viven en la tensión del pecado y de la culpa, y
por ello su rígida observancia no puede permitir la más mínima tentación. Dios
es el único horizonte de sus vidas. Tienen que luchar constantemente para
mantenerse fieles a su fe, lo mismo que tienen que luchar contra una naturaleza
dura y un invierno desolador y largo.
Gente recia, acostumbrada a la pobreza y al duro trabajo, pero con una fe
inquebrantable. Povl Vrist, Malena, Tea, Alma, Anton Knopper, Tabita, Martin,
Lars Bundgaard, Jens Ron, Mariane, Laust Sand, Thomas Jensen. Todos ellos
pertenecen a un grupo religioso luterano “niños de Dios”, que intenta vivir una
vida centrada en Dios, el canto de los salmos, la lectura de la Biblia, la
bendición de la mesa. Se sienten y se saben ‘salvados’, frente a otros
cristianos que viven su fe, de forma más relajada y menos estricta y a los que ellos
denominan “los no salvados”. Inflexibles con ellos y con los demás, hasta el
mismo pastor les parece sospechoso, poco estricto, simplemente porque predica misericordia.
De todo esto nos habla este libro. Dios, los creyentes, el pecado, la
culpa, la intolerancia, la falta de piedad, la religión convertida en absoluto,
una idea de Dios alejada de la misericordia y enraizada en el temor. La novela
adquiere su punto álgido cuando Tea, una mujer especialmente estricta, tiene
que enfrentarse al ‘pecado’ dentro de su
propio hogar. De sus labios procede una frase aterradora: “Ojalá que estuviera
muerta y enterrada”. Y sin embargo, en un giro de humanidad, es capaz de hacer
frente a la inflexibilidad del nuevo pastor, y hablarle de la misericordia de
Cristo y de que ninguna alma, por muy pecadora que sea, está perdida del todo.
El cristianismo sin piedad nos vuelve ‘impíos’, es decir, personas no
religiosas.
Bellísimo libro. No es solo el choque entre dos formas de vivir la
religión, sino un adentrarse en los recovecos del alma humana que oscila, como
las aguas del fiordo danés, entre el rigor y la clemencia, entre la
intransigencia y la misericordia, entre la severidad y la dulzura.
Todas las pasiones del alma, incluida la lujuria, están ahí, aunque
aprisionadas. Pero también está la religión sincera que acepta la vida con sus
luces y sus sombras, la escasa cosecha, la muerte de un hijo. Almas que laten,
corazones que sienten, cuerpos aplastados por la fatiga de la pesca, hijos que
llegan al mundo, la pobreza en los tiempos de escasez, pero también esas
pequeñas alegrías como las redes llenas, la acogida a cualquier visitante, el
canto de los salmos, la última luz de la tarde.
Lo fácil sería pensar que el libro es un alegato contra el fanatismo religioso.
Pero Hans Kirk huye de las caricaturas fáciles. Los protagonistas nos muestran
sus heridas, sus debates internos, sus luchas, sus razones para seguir
estrictamente a Cristo, su confianza ilimitada en Dios, su resignación heroica a una vida de trabajo y de desgracias, pero
también su atento ofrecimiento de café a cualquiera que llama a la puerta, su
acogida al borrachillo Peder o a la ‘descarriada’ Tabita. Tiene razón Tea cuando
intenta abrirle los ojos a su hija sobre el mal que acecha en cada esquina, y
tiene razón Tabita cuando se entrega al hombre que ama, aunque sea un pobre
hombre, y tenga que arrostrar la vergüenza de su ‘pecado’.
Mariane, la esposa de un pescador, enérgica e inteligente, parece ser el punto de
encuentro entre las dos formas de entender la religión. Una mujer puente, una
mujer medicina. Lejos del rigorismo religioso, pero también lejos de juzgar a
sus vecinos, en ella encontramos un poco de dulzura y de humanidad. Es una
mujer dispuesta a echar una mano a cualquiera. Vive la religión a su manera, sin
dramas y sin tensiones, pero tampoco se cree superior, ni mejor que sus vecinos.
Es una mujer que invita a no juzgar, ni siquiera a quien vive la religión de
forma más severa o estricta. Mariane solamente intenta poner un poco de humor y
de alegría en el paisaje desolador del fiordo y en el paisaje desolador de
tantos corazones.
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