“¿Quién trazó el largo, larguísimo sendero que recorre las
ciénagas y los bosques? El hombre, el ser humano, el primero que llegó a estas
tierras. Antes de él no existían caminos”. Así empieza la novela del escritor
noruego Knut Hamsun (1859-1952),
Hace
más de 100 años que vio la luz esta obra, aunque para varias generaciones fuera
prácticamente desconocida. El posicionamiento de Hamsun a favor del nazismo
supuso una condena al ostracismo. Y eso que en 1920 obtuvo el Premio Nobel y su
obra fue admirada por los grandes escritores de su época y contó con el favor
del público. Sólo últimamente el escritor está siendo rehabilitado y dado a
conocer.
Desde
hacía un tiempo esta obra estaba en la lista de lectura. En uno de los diarios
de José Jiménez Lozano leí por primera vez una referencia a este autor. Siempre
estaré en deuda con el “morabito de
Alcazarén” que me abrió los ojos a la verdadera literatura.
Hace
una semana, frente a los campos del pueblo, empecé a leerla. Un hombre, Isak, con un saco al hombre, llega a un
lugar inhóspito y deshabitado noruego, muy cerca de la frontera con Suecia.
Nada sabemos de su pasado, porque el libro empieza en ese momento y nunca
retrocede. Y allí, con el sólo afán, de ganarse la vida, cultivando la tierra y
cuidando ganado, se instala. Tiene la fuerza de un titán, y el carácter
indomable, y poco a poco, tronco a tronco, construye la primera cabaña, labra
los primeros surcos, siega el primer forraje para los animales. El trabajo es
su forma de estar en el mundo y de permanecer en él. Después llega Inger, una mujer de la aldea que, marginada
por una malformación en su rostro, lleva la marca de los apestados. Se establece
a su lado, compartiendo el duro trabajo y engendrando hijos, Eleusus, Sivert, Leopoldine, Rebekka.
Un
dramático acontecimiento viene a romper la monotonía cotidiana y el paso de las
estaciones. Inger tiene que dejar el campo y la casa. Y cumplir condena. Llega
Oline, metementodo, chismosa, para cuidar a los niños. Poco a poco, otros
colonos van llegando y ocupando otras tierras. Y con ellos llegan otras formas
de vivir y de pensar: Brando, Geissler,
Vrede, Aronsen, Os-Anders. Brede. También la noticia de que la zona es rica
en minerales, hace que aparezcan otros hombres, con su codicia a cuestas.
Pero la verdadera protagonista
de este libro es la tierra, en toda su dureza y su dulzura. La tierra helada e
impenetrable por el hielo. La tierra caldeada por el sol. La tierra en cuya
bóveda se dibujan las luminarias. La tierra que da pasto a los animales, frutos
a los colonos, troncos para las cabañas y piedras para los cimientos. No es un canto almibarado de una Arcadia idílica
en un rincón de Noruega, no es esa salmodia boba de los urbanitas hacia la vida
rural de la que no conocen absolutamente nada: únicamente un paseo por un
sendero bien trazado y una barbacoa.
Los
hombres y mujeres que allí viven y que sudan para arrancar a la tierra sus
frutos llevan en ellos el tesón, la lujuria, la frivolidad, el engaño, la
codicia, la inocencia o el crimen, la austeridad o los sueños marchitos. La Bendición de la tierra es un canto a
la naturaleza, a la vida sencilla de los trabajos primigenios, a los afectos
elementales.
Así
vivían los colonos noruegos hace un siglo y así se vivía en casi toda
Europa. Esta novela, hermosísima por la
evocación de plantas, minerales, animales y paso de las estaciones, evoca bien
la dureza de la vida campesina hasta hace no muchas décadas. La vida de los
hombres y mujeres de hace no mucho era también trabajo, más trabajo, esfuerzo y
sacrificio. Su vida consistía en arañar un fruto a la tierra o al ganado,
acostarse rendidos y levantarse a la mañana siguiente dando gracias a Dios
porque tenían salud y fuerzas para trabajar un día más.
Eran
hombres y mujeres hechos de otra pasta, modelados a cincel por la vida. No
conocían la queja y el lamento, y apenas las lágrimas, aunque sus huesos se
consumiesen por la fatiga, los fríos o el calor abrasador. Eran robles a los
que solo el hachazo de la muerte derribaba. El deseado progreso llegó después,
y con él entró también ese “malestar del
ocio”: ese aburrimiento que es como la segunda piel de los hombres y
mujeres de nuestra época, avocados a llenar los días de muchos ‘algos’, ya sean
viajes, libros, experiencias, compras o cosas, porque un inmenso tedio corroe
sus entrañas y los devora en un fuego de frustraciones y expectativas no
cumplidas.
La
bendición de la tierra es,
como mínimo, una invitación a contemplar con pasmo la tierra, a mancharse las
manos buscando un pequeño fruto, así sea un tomate o unas moras, a sentirse
pequeño frente a la inmensidad del cielo, a aprender a nombrar las hierbas, los
árboles, los frutos y los pájaros.
Pues
la tierra solo bendice a los que la han regado con su sudor y la han acariciado
con sus manos. Y a los que han sabido oponer su esfuerzo y determinación a la
dureza impenetrable de un surco tras una noche de hielo.
Por
ello la tierra de Sellanrá que ha conocido las manos agrietadas de sus hombres,
las espaldas combadas por la carga, los ojos cansados de la mujer tejiendo en
la noche, las manos que ofrecen un vaso de leche agria, el saludo “a la paz de
Dios”… es una tierra bendecida que bendice.
Leemos en el libro: “El aire que respira el colono es una raudal
de salud. No echa de menos los diamantes y sólo conoce el vino por las bodas de
Canaán. El colono no sufre por las maravillas que no puede tener: el arte, los
periódicos, los lujos, la política, valen exactamente lo que la gente está
dispuesta a pagar por ellos, nada más. Pero las cosechas de la tierra son la
base de todas las cosas, la única fuente”. Y por eso se sienten bendecidos,
porque “contemplan todos los días las
mismas montañas azules. El cielo y la tierra les acompañan en sus quehaceres. No necesitan nada más. El hombre y
la naturaleza se acompañan. Las montañas, el bosque, las ciénagas, los prados,
el cielo y las estrellas no son mezquinos ni comedidos, sino inmensos y
pródigos”.
Tierra de Sellanrá. Ahí está Isak, “un campesino en cuerpo
y alma, un agricultor sin piedad. Un resucitado del pasado que señala el futuro,
un hombre de épocas primigenias, un colono; tiene novecientos años de edad y
vive en el presente”. Ahí está Inger:
“ha navegado por el gran mar y ha vivido
en la ciudad, pero ahora está de vuelta en el hogar”. Apenas fueron nadie
entre la gente. Solo un hombre más. Solo una mujer más. Por eso la noche puede
caer sobre ellos.
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