La mañana del 21 de diciembre de 1511
estaba destinada a pasar a la Historia. La iglesia de los dominicos en la Isla
de La Española (hoy República Dominicana y Haití) estaba a rebosar. Era la hora
de la Misa Mayor del cuarto domingo de adviento. Y nadie quería perderse el
sermón de los padres predicadores, conocidos por sus brillantes y vibrantes
homilías. Frailes, encomenderos, hacendados, soldados, justicias y hasta el
propio Diego de Colón, hijo del descubridor y virrey, llenaban las naves. Pero
también indios taínos bautizados o aún sin bautizar.
Se
hizo silencio. Fray Antonio de
Montesinos subió al púlpito. Y habló. Gritó. Y entonces, en los oídos de
todos los presentes, resonó el vozarrón de Cristo a través de la garganta del
fraile dominico. Todos se quedaron petrificados: los españoles, porque desde el
púlpito, un español les echaba en cara su falta de humanidad. Los indios,
porque desde ese mismo púlpito, un español los defendía y los consolaba.
En
los días anteriores, los primeros dominicos españoles que habían llegado al
Nuevo Mundo prepararon minuciosamente este sermón. Y estamparon su firma en él. Llevaban no mucho tiempo en
América, pero lo suficiente para comprobar los desmanes y la crueldad que no
pocos encomenderos españoles ejercían sobre los indios taínos. No podían
comprender que personas que se llamaban cristianas tratasen mal a los indios,
con los que, entre otras cosas, compartían el mismo Bautismo.
En el
lentísimo proceso de la afirmación de los derechos humanos, por encima de los
poderes de los estados, esa mañana de 1511 es una piedra fundacional. Mucho
después, vendrían los derechos de los ciudadanos y la carta de Derechos
Humanos, pero en ese sermón de Fray Antonio, ya estaba todo esto. Había
estudiado en el Convento de San Esteban de Salamanca, de los dominicos. La
llamada Escuela de Salamanca empezaba a gestarse en ese momento y
pondría las bases para lo que hoy denominamos derecho internacional. Domingo de
Soto, Francisco Vitoria, Luis Molina o Francisco Suárez no se entienden sin
este sermón en una iglesia a miles de kilómetros de España.
Pero
volvamos al sermón. Montesinos, partiendo del evangelio de ese domingo, se
considera una voz que clama en el desierto. Y, con auténtica osadía, dice al
Virrey, a los encomenderos, justicias y soldados que están en pecado mortal. Pregunta
a los presentes, autoridades constituidas, con qué derecho y con qué título se
atreven a oprimir y esclavizar a los indios. Hace recuento de las atrocidades
cometidas (memoria passionis). Les dice que están obligados a amar a los indios. Y
por último, les asegura -como ministro de Cristo- que, por su mal
comportamiento, están destinados a la condenación eterna.
El sermón nos ha llegado a través de la
crónica de Bartolomé de las Casas,
que estaba presente en aquella misa y que a la sazón, tenía a su cargo una
encomienda. Él sería uno de los más furibundos tras escuchar el sermón, porque
se sentía directamente concernido. Pasados los años, Bartolomé de las Casas, se
convertiría, ingresaría en los dominicos, y sería el más férreo defensor de los
indios, mediante su obra “Brevísima
relación de la destrucción de las Indias”.
Las palabras de fray Antonio no tienen
desperdicio:
"Voz del que clama en el desierto. Todos estáis en pecado mortal y en
él vivís y morís, por la crueldad y tiranía que usáis con estas inocentes
gentes. Decid, ¿con qué derecho y con qué justicia tenéis en tan cruel y
horrible servidumbre a aquestos indios? ¿Con qué autoridad habéis hecho tan
detestables guerras a estas gentes que estaban en sus tierras mansas y
pacíficas, donde tan infinitas dellas, con muertes y estragos nunca oídos,
habéis consumido? ¿Cómo los tenéis tan opresos y fatigados, sin dalles de comer
ni curallos en sus enfermedades, que de los excesivos trabajos que les dais
incurren y se os mueren, y por mejor decir los matáis, por sacar y adquirir oro
cada día? ¿Y qué cuidado tenéis de quien los doctrine y conozcan a su Dios y
creador, sean baptizados, oigan misa, guarden las fiestas y domingos? ¿Estos,
no son hombres? ¿No tienen ánimas racionales? ¿No sois obligados a amallos como
a vosotros mismos? ¿Esto no entendéis, esto no sentís? ¿Cómo estáis en tanta
profundidad, de sueño tan letárgico, dormidos? Tened por cierto, que en el
estado que estáis, no os podéis más salvar, que los moros o turcos que carecen
y no quieren la fe en Jesucristo".
Las protestas entre los presentes no se
hicieron esperar. ¡Por defender a los indios, un español se alzaba contra otros
españoles! Un hombre protestaba ante Dios por tamaña injusticia. En medio de la violencia se alzaba el grito de la conciencia. En un momento en que un blanco
no se cuestionaba su superioridad respecto al resto de seres humanos, alguien
venía a poner patas arriba esta pretendida superioridad. Presionaron al
dominico para que se desdijese al domingo siguiente, pero lo que hizo fue
aumentar el tono y las amenazas. Montesinos y otros dominicos viajaron a España
para hacerse oír. Fernando el Católico,
ya anciano, pudo escuchar su testimonio. Se abrió un debate en toda la Corona de Castilla. Un año después, en
1512, las Leyes de Burgos, aunque
imperfectas, vinieron a sancionar que el indio tenía la naturaleza de un hombre
libre, propietario de derechos. En las leyes de Burgos está ya en germen la
declaración de los derechos humanos y del derecho internacional.
En esa centuria, y en las siguientes, en
otras latitudes y en otras naciones ni siquiera se planteaba que los indios
pudieran tener alma, o que pudieran ser sujetos de derechos o que se pudiera pactar
con ellos, establecer matrimonio, enviar a sus hijos a la universidad, entrar
en un monasterio, etc. ¡El mestizaje, esta bellísima palabra, daba sus primeros vagidos! Un andaluz o un extremeño, un azteca o un maya empezaban, tímidamente, a incorporar a su ADN cultural y espiritual la categoría de "mestizo". Este primer grito no arregló todo, claro
está, pero fue algo y algo removió. Y esto también hay que decirlo. Las
batallas no se ganan de una vez por todas. El grito de Montesinos no había sido
inútil: se imponía un trato de humanidad a los indios.
Toda
conquista es un encuentro y un encontronazo, esto ya se sabe. El conquistador
siempre piensa que la razón y el derecho lo asisten y están de su parte. Quien
tiene el poder y las armas para defenderlo, difícilmente se abstiene de ejercer
ese poder y de utilizar esas armas. Por ello, este grito de Montesinos, y todos
los demás gritos que se han dado en el Universo, son jalones que marcan un
progreso en humanidad para la Humanidad.
Que
apenas iniciado el siglo XVI, un español cuestionase la conquista y arremetiese
contra los abusos, dice mucho de esa grandeza de ánimo y de corazón de algunos hombres que formaron parte de la llamada "Era de los Descubrimientos". ¡Quijotes entre los indios! Si en el día del Juicio Final, también las naciones son
juzgadas, el Grito de Montesinos
servirá de descargo a España.
El
sermón de aquel domingo de adviento fue el primero de otros muchos dados en nombre
de Dios y en nombre de la Humanidad. La llamada ‘teología de la liberación’ ya
estaba en aquel sermón. La liberación de los pueblos es y será siempre una
causa del Evangelio. ¿Quiénes
son hoy los nuevos esclavos, los maltratados de los pueblos? ¿Quiénes son los
que de forma asperísima y cruel son tratados en tantas partes del mundo ahora
mismo? ¿Dónde están los Montesinos de nuestro tiempo?
La
vida de Antonio Montesinos se extendió desde 1475 hasta el 27 de junio de 1540.
Nació en algún lugar de España y murió en algún lugar de Venezuela. No se sabe
dónde está enterrado. Poco, en realidad, importa dónde nacemos, dónde morimos y
dónde queda ese polvo y ceniza de nuestro cuerpo. Pero todos, en algún momento
de nuestras vidas, tenemos ante nosotros un domingo de adviento en el que se
nos presenta una encrucijada: o sentarnos plácidamente en nuestro banco de la
iglesia, adormilados sobre la cruz como quien se adormila sobre una almohada de
plumas… O encaramarnos al púlpito y clamar a voz en grito: “¿No son estos
hombres?”. Estas cuatro palabras de Montesinos, puestas entre signos de
interrogación, son el resumen y la esencia de un evangelio encarnado. Probablemente,
al que grita esto le espera el martirio. Entre los frailes dominicos se
mantiene la memoria de que fray Antonio de Montesinos murió mártir (“obiit
martyr in Indii”).
Para
dejar constancia de este sermón histórico, en 1982, una escultura de piedra y
bronce, de más de 15 metros de altura, se levantó en el malecón de la ciudad de
Santo Domingo, en la República Dominicana, frente al mar Caribe, cuyas aguas
enmudecieron ante aquel grito de 1511. La escultura es obra de Antonio
Castellanos Basich, un artista mejicano. Refleja muy bien la fuerza, el
arrojo, la valentía y la conciencia cívica y cristiana de aquel fraile dominico
español.
Al contrario que el famoso Grito del pintor
Munch, que es un grito sordo que no llegamos a oír, este grito de Montesinos es
bien audible. Un grito estentóreo, pronunciado en la lengua que aún hoy
hablamos. Un grito cuyo eco aún resuena en el mundo y en la propia cristiandad.
Un grito que hizo temblar a unos y aportó un poco de dulzura a otros. Un grito
que, de mar en mar y de amanecer en
amanecer, sigue recorriendo el mundo. Todos los advientos del mundo esperan
gritos tan sonoros y tan potentes como el de fray Antonio de Montesinos, porque todos los
advientos del mundo precisan de alguien que les recuerde cuatro palabras y dos
signos de interrogación “¿No son estos hombres?”
Decir lo que uno piensa de forma sincera, siempre es motivo de alarma.
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