De mis viajes a África, guardo
algunas figuras de artesanía en madera y algunas pinturas en batik o arena. Y junto a ellas un pequeño
balón hecho por niños congoleños. Una tarde en Kinshasa-Congo, vi a unos niños
descalzos corriendo tras un balón que ellos mismos habían hecho con bolsas de
plástico y cuerdas. Fue entonces cuando me pareció que el fútbol tenía un aire
de grandeza y de pureza. Era un campo polvoriento. Las porterías, marcadas con
dos ramas. Los niños se jaleaban a gritos, y celebraban cada gol con abrazos y piruetas, como
si se tratase de una gran final. Pedí a esos niños que me hicieran un balón, y
aquí lo tengo todavía mientras escribo.
Estos días, sin interés y
sin voluntad, oigo noticias sobre el Mundial de Fútbol que se celebra en Qatar.
Ya la propia designación de la sede en 2009, (se supo más tarde cuando explotó
el escándalo Platini-Francia), estuvo amañada. Por lo visto, millones de
dólares compraron voluntades de algunos miembros de la FIFA. Pero la
investigación no llegó a más ni tampoco hubo marcha atrás en la decisión de la
sede designada para 2022.
La construcción de los
estadios, llevada a cabo por miles de emigrantes, especialmente de Nepal, India
o Bangladesh, en francas condiciones de precariedad laboral (trabajos a 50º de
temperatura, largas jornadas, malas condiciones de alojamiento, medidas de
seguridad escasas, salarios bajos), ha dejado, según el periódico The Guardian,
unos 6.500. La todopoderosa FIFA, en cambio, dice que sólo tres trabajadores
han fallecido durante la construcción. No cabe duda de que los ocho estadios
construidos son magníficas obras de arquitectura. Pero si nos fiamos de Amnistía
Internacional y otras Ongds, en todos ellos hay rastros de sangre obrera. Parece
que no han escatimado dinero en pagar sumas elevadas a los arquitectos
estrellas, menguando, tal vez por ello, los salarios de los jornaleros.
Qatar, ya se sabe, no es
famoso por su legislación garantista, ni por su preocupación por los derechos
humanos. Ni es conocido por su respeto y promoción de la mujer ni de los
derechos de la comunidad LGTBI ni de la libertad religiosa, de opinión o
prensa, por citar solamente unos pocos.
Los futbolistas se están
haciendo algún selfie con brazaletes ‘solidarios’ y alguna fotografía de
postureo. Y hasta los entiendo, lo justo para quedar bien, no comprometerse y
que no les saquen tarjeta amarilla (tal vez la excepción podrían ser los
jugadores de Irán que se negaron a cantar su himno, manifestando así su cercanía
con su compatriota Mahsa Amini, la mujer muerta en extrañas
circunstancias tras negarse a llevar el velo). Mostrarse solidario, sin que
nuestro bolsillo se vea afectado, no es algo nuevo. Es lo que toca en el guión
de cada momento y lugar.
Y Europa, la pobre, ya se
sabe, no hará nada, salvo alguna frase en algún mitin para ganar una ovación
momentánea. Los señores de los petrodólares son dueños de medio mundo. Y
Europa, que ha perdido la costumbre de arrodillarse en las iglesias, se
arrodilla sin rubor ante los dioses del dinero y los combustibles, buena parte
de los cuales están en Qatar y petromonarquías del área.
Nada nuevo, por otra
parte. El mundo ha sido siempre así. Y no hay que escandalizarse, porque es la
costumbre. Durante casi un mes, en nuestro propio país, se hablará poco de la
inflación que a diario hace temblar la cesta de la compra, de la subida generalizada
de impuestos a la clase media, del recorte de las libertades, del atosigamiento
a la independencia de la justicia, de la cultura de la cancelación a todo el
que no dance al son del que manda, de un tambaleante sistema sanitario tras el
covid. Sabremos todo de los futbolistas españoles y de sus rivales: balones que
tocan, regates, tiros, corners que sacan, pero también vida y milagros: mujeres
y ligues, colección de coches, calzoncillos que anuncian, fiestas que
organizan, cambio de corte de pelo, gustos, aficiones y manías. Y escucharemos
diariamente las declaraciones del entrenador y de los jugadores con la misma
reverencia que los griegos escuchaban el oráculo de Delfos o los católicos la
bendición urbi et orbi. Esta es la sociedad que nos ha tocado vivir: un joven
con un libro en la mano es más peligroso que un joven levantando pesas. Todo el
esfuerzo y el tiempo dedicados al gimnasio y a la cancha suelen ir en
detrimento del tiempo dedicado a la lectura y a la cultura.
Los grandes eventos
deportivos son, a veces, una fabulosa operación de blanqueo de un sistema. Al
igual que las empresas que más contaminan patrocinan ongds verdes para limpiar
su imagen, las naciones puede utilizar una cita universal del deporte, para
ofrecer una imagen de tolerancia que no es tal. Nada nuevo bajo el sol.
Para mí el fútbol verdadero
será siempre el que practican unos niños descalzos –y felices porque sí- con un
balón hecho de bolsas de plástico y cuerdas.
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